Tras un angustioso encierro que pudo acabar en tragedia, la tarde más
festiva de sanfermines. Dos excelentes toros de Fuente Ymbro. Cuatro orejas,
casi cinco.
BARQUERITO
EL ENCIERRO DE la corrida de Fuente Ymbro pudo haber
sido una matanza. No dio tiempo a dejar franca una de las dos hojas del portón
por donde ganan los toros el ruedo, y contra esa hoja se precipitó y estrelló
una avalancha de gente sin posibilidad de escapar. Quienes venían en avanzadilla
se vieron metidos en una trampa. No cabía la marcha atrás ni tampoco ganar el
callejón. Las gradas estabas abarrotadas. Un coro de gritos de espanto. Como si
toda la gente de aquel montón se estuviera quemando viva. Los toros, detrás de
los cabestros de guía, seguían el recorrido a buen son, agrupados en manada y
sin que hubiera percances mayores a pesar de que la carrera, en sábado, era
masiva. Más de tres mil personas dentro del vallado. Cuando los toros doblaron
la curva de Telefónica, al final del tramo de Estafeta, y enfilaron la bajada
hasta la plaza, saltaron todas las alarmas. Se temió lo peor. Los cabestros de
guía, empotrados contra la última fila de gente atrapada entre los dos
callejones, hicieron las veces de parapetos salvavidas. Asustados, los seis
toros de Fuente Ymbro parecieron buscar amparo en ellos. No tiraron ni
una sola cornada.
Dos decisiones del
personal de plaza resultaron providenciales: primero, cerrar la puerta metálica
del callejón, la exterior; y, al tiempo, abrir el portillo del callejón
interior, entre barreras, para que por él, y no por el ruedo, pudieran ganar
los toros los corrales. Dos ideas preclaras. La mitología pamplonesa habla del capote de San Fermín y de sus poderes
taumatúrgicos. Un milagro. Más de una veintena de personas aplastadas. A la
hora de comer, solo un herido en estado crítico. En el patio de caballos se
atendió a medio centenar de lesiones distintas pero no graves. El servicio
médico de la plaza se multiplicó; los voluntarios y las asistencias cumplieron
como héroes anónimos. La tensión fue indescriptible. Hasta las diez y media de
la mañana no pudo respirarse a gusto en Pamplona. Entonces llegaron las
primeras noticias tranquilizadoras. La gran odisea de esta semana de gloriosa
fiesta.
Superado el trance,
las peñas entraron a las seis menos diez de la tarde en la plaza provistos de
su intendencia habitual y ebrios de euforia. Un ruido casi sobrenatural, coros
que no callaron ni un segundo durante las cerca de dos horas y media que duró
el festejo. Era una pagana Acción de Gracias. Ambiente desbocado, volcánico.
Y, encima, toreaba Padilla, el torero bandera de las
gentes del sol. La bandera corsaria. Zafarrancho de combate. La sola aparición
de Padilla fue como el tapón de
champán que vino a hacer olvidar el otro, el tapón trampa que tantos estragos
pudo haber causado por la mañana y que probablemente provocará drásticas
soluciones para contrarrestar la masificación creciente del encierro.
Padilla descorchando la botella de la felicidad, lanzado sin freno ni pudor
alguno. Presencia invasiva, tres largas
cambiadas de rodillas en el tercio para abrir boca, retumbaron los bombos
de las andanadas, tres pares de
banderillas como fueran y una batalladora faena con idas y venidas, saltos y
sacudidas, carreras en pos de un toro que, noble, se iba a querencia de
corrales como si no quisiera baile. Un subidón. “¡Qué güevos tienes, Padilla, qué
güevos tieeeeenes…!” Y el estribillo de las maravillas. Espaldinas de rodillas, un pinchazo, una
estocada soltando el engaño, rodó el toro cuando corría huyendo a tablas. Una
oreja. Y entonces pareció pasarse del todo la angustia de las ocho de la
mañana.
Corrida, por tanto,
festiva. Nimbada por la alegría general, pero más desigual de lo esperado. Dos
toros de excelente son: un tercero jabonero y lustroso, codicioso, elástico, de
cadencioso ritmo por las dos manos y sobresaliente fijeza, noble en bravo; y un
cuarto negro veleto que tuvo, sobre todas, dos virtudes: su infinita nobleza y
la manera de planear por la mano derecha, que es el sueño de los ganaderos que
crían encastes Domecq. Con el jabonero
estuvo Fandiño firmísimo, sobrio,
acoplado, templado y puro: la pureza de enganchar, templar y ligar. Una faena
todo grano, sin brizna de paja ni más ornamentos que una tanda final de
sedicentes bernadinas. Y una estocada
extraordinaria.
Padilla agotó el repertorio propio y ajeno con el cuarto, cuya bonanza
descubrió la primera vez que se lo trajo en delantal
con el capote. Brindis al público todo, y al platillo de rodillas con desigual
fortuna, dos tandas con la zurda un punto bruscas pero de gran firmeza. Toreo
en redondo sin rematar, demasiado remates de muletazo agarrado Padilla al lomo. Desplantes desafiantes
al máximo: le besó al toro los dos pitones, el testuz y casi los morros. Padilla salió tan fresco de escena, la
emprendió a molinetes de rodillas,
llegó a desplantarse de frente y arrojando los trastos, abanicó al toro antes
de cobrar una estocada de riesgo porque el pitón derecho le deshizo el nudo de
la pañoleta. El terno de gris plomo y oro iba tintado de sangre de toro por
todas partes menor por una.
Una escandalera: una
oreja y demanda de la segunda mientras los mulilleros y el lacero se hacían los
suecos esperando que el palco cediera. Pero se enrocaron el presidente y sus
asesores. En el tráfago se arrastró el toro sin que nadie le tocara una palma.
Hubo quien pidió el indulto. Habría procedido la vuelta al ruedo. Dos vueltas
se pegó Padilla en un último e
insaciable baño de masas.
Perera se llevó dos de los tres toros en negativo: un segundo escarbador,
tardo, distraído, probón y de apenas empleo: y un sobrero sin rematar que no
hizo más que protestar con aire pegajoso. Al primero lo mató por arriba de gran
estocada, al sobrero, de bajonazo expeditivo. El sexto, descoordinado y
descompuesto, las dos cosas, fue casi intratable. Fandiño abrevió. La gente salió contenta. Los que esperan a la
puerta de la plaza a que termine la fiesta entraban igual de contentos. No
había parte de guerra.
POSTDATA PARA LOS ÍNTIMOS.- En El
Embrujo, en la calle del Padre Calatayud, al límite del Segundo Ensanche, he
celebrado en relativo silencio un aniversario: 22 años después de aquella
cornada en el esternón. El encierro del 13 de julio de 1991. Un toro del
Marqués. Si me descuido, no lo cuento. Las cornadas de encierro le vuelven
sensible a cualquiera. Aunque tengas de piedra el corazón. Y la coraza de los
años. Así que todavía estoy con la mente en el montón de esta mañana. He tenido
durante unos instantes sensación de espanto. Me ha invadido el miedo. En la
soledad de la habitación del hotel -lo vi por televisión- se me ha hecho un
nudo gordísimo en la garganta. No sabía qué hacer. Cuando al fin han entrado
los toros a corrales, he gritado desde la terraza: "¡Dios santo...!"
No sabía qué más decir.
El Embrujo está montado en lo que fue en su día
un garaje de la Guardia Civil. Hay un salón restaurante de mesas bien
espaciadas unas de otras, sospecho que silencioso, la decoración es
tranquilizadora. Me dicen que se come muy bien. Se nota en la carta. Y si uno
es viajero o viajante, lo percibe con una simple mirada. La barra es más
batalladora.
El Pablo Cadena que montó El Embrujo tiene
ganados unos cuantos premios de pinchos. O sea, pintxos, porque la paternidad
del invento se la atribuyen los guipuzcoanos, y en Guipúzcoa el fonema
"ch" del castellano se transcribe con "tx" sin mayor
motivo. La normativa del Batúa es muy capirchosa. Como el vasco es un idioma
isófono -es decir, sin predominio sonoro de una sílaba sobre otra- la palabra
·batúa" no llevaría tilde. "Batúa" quiere decir
"común". El creador de la grámática o normativa batúa fue un
lingüista inteligentísimo: Luis Michelena. ¿O Mitxelena? Durante sus años de
condena y cárcel, de donde salió a finales de los años 60. La idea del batúa no
fue bien aceptada por los puristas. Pero el purismo empezaba entonces a estar
de capa caída.
En cuanto pueda, volveré a El Embrujo para
tomar nota de los pinchos premiados. He visto que uno era de trucha de fiordo.
Me ha encantado la idea. He conocido los fiordos noruegos en épocas de aventura
y será que iba soñando caminos por aquellos mares y aquellos acantilados, pero
nunca pensé en que la trucha pudiera vivir en agua tan brava. Anguilas, salmón
y, por supuesto, bacalao. La comida en Noruega es monótona. l bacalao de las
Islas Lofoten tiene fama de ser una sinfonía de sabores. Las texturas,
admirables: la estructura de la carne fresca de bacalao es de hojuelas, cuñitas
blancas engastadas unas en otras como páginas.
Los pescadores de las Lofoten, muchos de ellos
vizcaínos o laburdanos, son de otra pasta. Noruega es un país mucho más largo
de lo que parece. Casi tres mil kilómetros de costa desde la ría de Oslo hasta
el Cabo Norte.
Nada que ver con San Fermín.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Fuente Ymbro (Ricardo Gallardo). El quinto, sobrero, del mismo hierro. Tercero y
cuarto, de muy buena nota. Manejable un primero rajadito. De mal aire los tres
restantes.
Juan José Padilla, de ceniza y oro, una oreja y una oreja con
dos vueltas tras fuerte petición de la segunda.
Miguel Ángel Perera, de verde aceituna y oro, silencio y saludos
tras dos avisos.
Iván Fandiño, de carmesí y oro, dos orejas y silencio. A
hombros Padilla y Fandiño.
Sábado, 13 de julio de 2013.
Pamplona. 9ª y penúltima de abono. Lleno. Muy caluroso.
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