PACO AGUADO
Hay ya mucha gente poniendo de su parte. Todo el mundo,
incluso las empresas más inmovilistas, parece por fin mentalizado en la
necesidad de defender la fiesta de los toros de cara al exterior. Otra cosa es
la efectividad de tantas y bienintencionadas, que ahora no vienen al caso.
Entradas para jóvenes, descuentos, participación en redes
sociales, voluntad de aparecer en los medios, asociaciones que trabajan en
materia jurídica, una ILP… Sí, el toreo se mueve últimamente y hace chirriar
los oxidados y desengrasados engranajes que tanto tiempo estuvieron sin
funcionar.
Aunque algo tarde y no siempre bien, la voluntad de
movilización –otra cosa serán los resultados, al menos a medio plazo- es la
actitud del sector, y sobre todo de los aficionados, que lleva marcando el
último lustro del toreo.
Incluso los toreros, sin duda quienes menos culpa han de cargar
sobre las consecuencias de los anquilosados fallos estructurales de la Fiesta,
están poniendo mucho de su parte en el empeño con su acercamiento a la juventud
y a la infancia en actos del más variado signo.
Desde luego que es bueno volver a acercar a la gente a los
tendidos. Y no sólo bueno, sino necesario, urgente, primordial. Porque el
destierro del toreo de los grandes medios de masas exige de nosotros un trabajo
más duro, una labor de zapa constante para encontrar ese hueco perdido entre la
opinión pública a través de los nuevos canales.
Pero la cuestión fundamental estriba en que los que vuelven
tienen que quedarse. De nada servirá el esfuerzo si aquellos a los que hemos
convencido para se sienten, no si esfuerzo, en los tendidos se encuentran con
un espectáculo sin interés, con una alternativa poco atractiva entre la gran
multitud de ofertas de ocio que ofrece nuestro tiempo.
Por eso, como fue siempre, la emoción, la intensidad y la
autenticidad de lo que ocurre en la arena siguen siendo el mejor bastión para
la defensa de este rito milenario. En épocas insustanciales, la verdad y el
riesgo de la tauromaquia son un referente incomparable para tantos y tantos
decepcionados ante el juego comercial que domina, también, las artes y el
deporte.
En ese sentido, más que tiempo para acercarse a la gente,
para firmar autógrafos, hacerse fotografías o mandar simplones mensaje por
twitter –algo que, ojo, nunca está de más como complemento- a los toreros de
hoy en día cabría exigirles un compromiso mayor con la Fiesta.
Es evidente que la actual política empresarial, tan torpe y
rácana a la hora de valorar los esfuerzos ante el toro, no es la más propicia
para mantener esa exigencia. Pero por encima de todo, como en un código
deontológico no escrito, en el sacerdocio del toreo han de primar siempre los
valores esenciales de este arte. Aunque sirvan sólo como recompensa moral para
el ejecutor y como ejemplo a las nuevas generaciones de toreros.
Y también lo es que a ese toreo ético tampoco ayuda mucho el
toro de hoy, casi siempre aparente y con esa falsa movilidad, sin entrega ni
clase, que en la mayoría de los casos pide “tocar
teclas”, en extendida frase al uso, más especulativas que artísticas.
Pero aun así hay que seguir reivindicando el toreo más
intenso, el más emotivo, el más auténtico. Y empezar a señalar como uno de los
mayores factores en contra de la asistencia de público a las plazas, tanto como
la crisis económica, también a ese toreo de técnica defensiva, plano por
demasiado asegurado, tan tedioso a lo largo de largas faenas en las que no se
provoca un solo olé que surja desde las entrañas.
Es el momento de volver a las esencias, a las faenas de
muletazos intensos, a los cites sinceros y comprometidos que descubren al toro
opciones de ataque frente a aquellos que le tapan el mundo y al enemigo. Es el
momento en que las muletas vuelvan a ser lo que siempre fueron: dúctiles
instrumentos en los que torean los vuelos y no escudos defensivos que esquivan
y desplazan como pantallas protectoras.
Es hora también de dejar de lado esa mentalidad de tentadero
que se plasma en faenas de eterna monotonía en busca del sometimiento del toro
por fatiga y no por el valeroso mando de una mano firme y unos pies aferrados a
la arena. Y es hora de que lo práctico se envuelva de estética, que cada pase y
cada paso de un torero en la arena tengan un sentido escénico y coherente con
el mensaje a transmitir.
Es hora, en resumen, de volver a esa apasionada entrega de
que hablaba Alameda, porque la
emoción es la verdadera defensora del rito. Han de concienciarse de ello los
toreros de nuestros días, que tienen en su mano la verdadera responsabilidad de
que, pese a tantos elementos internos a la contra, la fiesta de los toros no
pierda vigencia.
Son ellos los que deben estar a la altura, con su máxima
entrega al mejor toreo, de tantos esfuerzos e ilusiones que otros desbordan y
derrochan sin ningún interés económico. Al menos para no defraudar el trabajo
que tantos entregados anónimos hacen en pro del futuro de su pasión.
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