Leonardo Anselmi, el hombre que habla y piensa por los animales... o más bien a su conveniencia |
FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Cuando muy de mañana me preparo para ir al
Congreso de los Diputados, tiro del hilo de la memoria para evocar aquellas
lecturas de los afamados cronistas taurinos de finales de XIX y principios del
XX, que se hallaban integrados en esa dualidad informativa cuyo escenario eran
los dos “ruedos ibéricos” por
excelencia: el oval del hemiciclo parlamentario y el circular enarenado de las
plazas de toros. Voy caminando por las calles aledañas y paso por la del marqués de Cubas, donde estuvo plantada
la redacción de El Liberal,
con su escalinata demoledora para el proceso fímico de don José de la Loma
y su mesa larga y ancha, a la que arrimó sus coderas César Jalón. Ambos,
abroquelados en los seudónimos de Don Modesto y Clarito, fueron, y son, referencia
inevitable para posteriores generaciones de ejercientes de ese periodismo
impulsivo que demanda urgencias al ingenio y conocimientos profundos de la
esgrima del lenguaje, aplicado a dos acontecimientos de la vida pública de
nuestro país que jamás perderán ese prurito tan español de bandería y
controversia: el parlamentario y el taurino. La derecha y la izquierda frente a
frente, en los escaños y en el tendido.
En las dependencias del Congreso he tenido
ocasión de conocer elementos bien significativos de una guardia pretoriana que
esgrime y emplea su batería de argumentos para tratar de ponerle palos a las
ruedas o echarle azúcar al motor del trámite parlamentario de la ILP taurina
que pretende –y logrará, si no estalla un terremoto político– que el Estado
intervenga para regular la fiesta de los toros como Bien de Interés Cultural.
Como me he pasado las horas muertas –algunas
de una mortandad insufrible— durante dos días, en un gran salón abutacado y
ataludado, al estilo de los actuales minicines, pendiente de lo que se cocía
una planta más abajo a través de la imagen y el sonido de grandes pantallas de
televisión, y he trasmitido las sesiones de vía twitter, no abundaré en el
contenido de las ponencias y en sus reglamentarias réplicas y contrarréplicas.
Solo recordaré que, de “los nuestros”,
destacaron Tomás Ramón Fernández, por su brillante y documentada
exposición de experto jurista, mi muy dilecto amigo Luís María Gibert,
por el énfasis apasionado de su contrarréplica y Andrés Amorós, que
superó con creces anteriores intervenciones sobre este tema y les dio a los “antis” y a sus respetables señorías
hasta en el carné de identidad. Recordaré, asimismo, las “boutades” de un veterinario antitaurino, de cuyo nombre no quiero
acordarme, que debió utilizar la connivencia o complicidad de un diputado (me
cuentan que de Izquierda Plural) para saltarse los controles de seguridad electrónicos
e introducir un arsenal de armas blancas en la Cámara Baja, con el consiguiente
estupor e indignación de los cuerpos de policía encargados de su escrupulosa
vigilancia. Como lo leen. De esta forma tan ignominiosa, pudo el “vete” mostrar las consecuencias
lacerantes que para el toro tienen estoques, banderillas, rejones, puyas,
puntillas, etcétera. Demencial, pero cierto. Como demencial fue el rollo
macabeo que soltó una seudosicóloga o algo por el estilo acerca de lo dañina
que puede resultar la tauromaquia en la psiquis infantil, tomándonos a los ya
maduros por seres mentalmente deformes solo por el hecho de asistir y gozar con
las corridas de toros. Insufrible, lo de la dama.
Pero lo que más me sorprendió, me interesó y
me preocupó fue la intervención del sujeto que se muestra en la fotografía,
acariciando la carrilera de un caballo y entornando los ojos con gesto
arrobado. Ojo con él. Es un buen pájaro de cuentas. Es un argentino de rostro
mefistofélico, joven y osado, locuaz y pagado de sí mismo, dotado de una
esgrima dialéctica aprendida de memoria que emboza bajo el cinismo de la
sonrisa. Me dejó pasmado su apertura conciliadora, comprensiva y hasta
tolerante para con los taurinos, y su habilidad y astucia para ir, poco a poco,
desmantelando el argumentario de la ILP y de la Tauromaquia como hecho cultural
de los pueblos de España. Menuda labia, la de este pájaro piante, engatusador y
perverso. Nos trató como aquellos médicos españoles de antaño que inmovilizaban
a los niños con una sábana de lienzo moreno so
pretexto de jugar con ellos “a los
disfraces”, para después arrancarles las amígdalas, tras una bestial
carnicería. ¡Anda que no sabe, el menda!
Se ha procurado abundante documentación y se sabe los recovecos en los que
puede meter el puño con eficacia demoledora.
Me he preocupado de indagar acerca de su
febril actividad antitaurina, y he descubierto que se dedica a tiempo total a
estos menesteres. Vive de esto y para esto. Le he oído asegurar que está en
contra de los mataderos de cualquier animal –¿tendrá
valor de decir lo mismo en su país, donde la industria cárnica es un factor
básico en la balanza de pagos?—; y, hablando de eso, ¿quién le paga?
Supuestamente, las arcas bien nutridas de alguna asociación internacional, una
o varias de las incansables y agresivas, que, a mayores de su legítimo derecho
a la discrepancia, utilizan el insulto, la extorsión y la amenaza como munición
eficaz para desactivar la práctica taurina.
El tipo cuyo perfil he trazado someramente se
llama Leonardo Anselmi (portavoz de la Plataforma antituarina Prou que
logró la prohibición catalana) y varía de actitud en cuanto se siente agredido
en sus argumentos. Cambia el rictus de su rostro y el tono arrullador, de falso
pacificador, echándole una pizca de cicuta a su verborrea. Se cabreó al
entender que el diputado de UPN había recriminado su intento de psicoanalizar a
los presentes, le fulminó con la mirada y le perdonó la vida, al observar las
timoratas disculpas del navarrico (¡qué
penita, Dios!). Pero hizo algo peor: cuando terminó su tiempo, a sabiendas
de que ya nadie podría intervenir, se despachó a gusto con los interpelantes y
repartió leña a discreción, ya con la sonrisa escondida y el acento endurecido,
para culminar con una soflama que nos dejó, patidifusos, con la boca abierta
–de estupefacción, por supuesto– y que, más o menos, encerraba este mensaje: “ya pueden ustedes aprobar lo que quieran en
este Congreso que, inmediatamente, yo mismo presentaré otra ILP en sentido
contrario que revocará, punto por punto lo que aquí se acuerde”.
Todavía no doy crédito. O sea, que llega aquí
un argentino, accede al templo de las leyes españolas, se pone farruco porque
no le gusta lo que oye, y amenaza con meternos en vereda, poniéndonos contra la
pared, pintándonos la cara o, simplemente, mandándonos a la mierda a mí, a
ustedes y a los españoles en general que les gustan los toros, “señorías” incluídas. Y todo el mundo
(menos Amorós, ciertamente), a callar. Un tipo que vive a cuerpo de rey,
subvencionado por quien sea (Esquerra
fue quien lo trajo a nuestra Cámara Baja), dedicado a tiempo completo a la “guerra santa” contra la fiesta de los
toros, un Ricardo Corazón de León, un Templario redivivo, o simplemente un gurú del siglo XXI, nos ha pegado, con luz y taquígrafos, un
soplamocos antológico, riéndose de nuestras resoluciones democráticas. Habrá
que hacer algo, ¿no?
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