Anya Bartels-Suermondt (*)
¡Corbacho! Ya el nombre suena como un golpe en
la mesa. Siempre le llamo así, raras veces Antonio,
porque me gusta como suena ese golpe: ¡¡¡Corbacho!!! ¡Qué tío! Carisma,
trapío... ¡Y qué susto! Eso pensaba
la primera vez que le vi. Él estaba en un callejón no sé donde gritando a no sé
quien. Y yo, a poca distancia a su lado, intentando hacerme invisible.
Qué
ser: pensador, humano... ¡Y qué lujo!
Eso pensaba cuando ya le pude conocer y disfrutar de su forma de ser y ver la
vida. Cuando hace década y media conocí a Corbacho,
aparte de una tímida primera admiración y un cierto asombro por semejantes
toneladas de personalidad, le tenía algo de miedo. No era por su culpa. En
nuestro primer encuentro fue amable y educado. Intentó entender con bondad
paternal mi particular castellano. Sin embargo, ese carisma aplastante; esa
cabeza como la de un toro bien hecho, de casta y raza; esa mirada tan precisa y
directa como un cuchillo; esa sonrisa diabólica saliendo de su alma
aparentemente particularísima... Aire de brujo. Me cortó mucho.
Después,
el susto quedó atrás y en su lugar quedaron toneladas de respeto, adoración y
cariño. Empecé a comprender y a vivir cualquier ocasión de estar con Corbacho como un regalo y privilegio.
En otras palabras: me hice corbachista.
Una filiación que comparto con gran cantidad de gente en España, Francia y
America Latina, la de ser seguidor de un pedazo de hombre de una calidad humana
asombrosa, de una autenticad aplastante y de una noble sencillez siempre y con
todo el mundo.
Así
que pronto lo tuve muy claro: a callar y a escucharle. Corbacho significa para mí, como amigo y como personaje, una
referencia especial. Una obra de arte en sí mismo. Intensidad en esencia. Corbacho es de esos seres con valores y
características que empiezan a irse de este mundo para deleitar al otro. Como
todos los que conocemos a Corbacho.
Corbacho habla poco. Pero cuando habla va al
grano. Comenta sus ideas con afilada brillantez. Ve la vida con bondad y un
humor más seco que el desierto del Gobi. A él se le puede contar todo. Y ante
cualquier derrota propone ideas existencialistas. Tiene muchos amigos y
enemigos; los enemigos hechos también por méritos propios, algo de las tantas
cosas que admiro de él. Pase lo que pase, Corbacho
jamás dice lo que conviene, sino lo que hay. Y para bien o para mal, ¡que más da!, sin una gota de
diplomacia. Verdadero. Sabio. Preciso. Sensible. Incomodo. Afectuoso. Listo. Corbacho.
Su
ultimo 'faenón' verbal en una plaza
de toros tuvo lugar en el último San Isidro. Estaba debilitado por la
enfermedad y muy limitado físicamente, como un torerazo con tres cornadas
cruzando Las Ventas. Se encontraba sentado en el callejón, en el burladero
debajo del 9, y de pronto se levantó como un huracán, con unas fuerzas
descomunales que no se sabe dónde las tenía, para 'comentar' en voz tan alta que se habría escuchado hasta en la
Cibeles a otro apoderado durante un lío en la suerte de varas que de una puta
vez hiciese el favor de enterarse de dónde había que picar el toro. "¡¡En
el 5, coño!!". Acto seguido, volvió a sentarse, me pidió un
caramelo y murmuró: "De verdad, qué coñazo. Y lo que tarda éste en comprender...
¡Joder!".
A
veces con Corbacho no hay tu tía.
Hubo una época en que a veces viajábamos juntos en coche. Un día le puse
temprano a todo volumen un disco de Bob
Dylan en lugar de música clásica acorde con el momento. Corbacho, sentado en el asiento de
copiloto con esos considerables brazos muy cruzados (muy suyo el gesto), la
mirada clavada en la carretera, aguantó varias canciones intentando mantener el
tipo pero ya con signos evidentes de angustia y verdaderamente molesto. De
pronto me soltó un brusco "¿Y éste quién es, 'Anyoucha'?"
(así me llamaba, sin saber que ese mismo apodo era el que usaban mis padres.)
Le expliqué que a mi juicio Dylan es
uno de los artistas más grandes de todos los tiempos, que adoraba su obra, y
para rematar, que intuía que a él le podrían gustar sus textos. "¡Corbacho,
un poeta que no veas!". Él, escuchándome tanto a mí como a Dylan y la mirada todavía clavada en la
carretera, sin pestañar, se tomó un rato para contestar. Para decir de golpe: "Menos
mal que es poeta, porque cantar, cantar... ¡Ése ni sabe ni puede!".
Viajar
con Corbacho: una acción intensa que
guardaré siempre en mi memoria como tesoro y privilegio. Aprendí, viví, reí y
gozé mucho. También conocí de su mano el mapa imaginario de los mejores garitos
escondidos al lado de la carretera o en mitad del campo, donde parábamos para
comer y donde tanto las señoras sentadas de tertulia en un banco del pueblo
como los dueños del único bar de la plaza en el que los ancianos jugaban al mus
envueltos en una nube de humo lo saludaban como a un queridísimo familiar. "¡Cuánto
tiempo, Antonio!".
En
estos viajes pregunté mucho. Él me hablaba de la razón o sinrazón de las cosas,
de la vida y de la muerte, del arte y del sentimiento. De toros, no tanto. Creo
que pronto se había hartado de mis preguntas poco elaboradas sobre encastes y
ganaderías de toros. "El tuyo es el saber sentirlo, no hace
falta tanto entenderlo!", me dijo un 15 de agosto cuando íbamos
hacia una finca donde José Tomás se
iba a probar su codo lesionado. Después de que JT torease varias vacas con éxito, de pronto Corbacho cogió el capote y toreó otra vaca. Jamás le había visto
torear y me puse nerviosa. La vaca era muy cabrona. Y Corbacho, muy cabrón toreándola. Eso sí, con mucho arte.
En
fin, me puse como loca a hacer fotos de aquel espectáculo. Después me di cuenta
de que había olvidado poner un nuevo carrete, así que no hice ni una. Durante
años Corbacho me recordó con un
guiño este hecho una y otra vez para tomarme el pelo. En el mismo día en la
finca, me soltó: "Igual mejor sin carrete. Con la panza que llevo, las fotos te
hubieran destrozado la cámara!". Cuando me preguntan cuál es la
foto que me hubiera gustado hacer en una plaza y nunca llegué a hacer, es ésta:
Corbacho toreando aquella vaca.
Imágenes
de Corbacho, las hechas con y sin
carrete, tengo miles en el recuerdo. Y cada una es diferente, según el contexto
y su aspecto. Corbacho, según como
llevaba su pelo, con coleta o sin ella, con barba o sin ella, tenía pinta de
premio Nobel o de filósofo griego. Seguramente jamás se vio como un 'apoderado corriente'. Según sus propias
palabras, tenía aspecto de un criador de cerdos sevillano o de un magrebí que
vende alfombras con mucho éxito. Usuario de bellos sombreros, que combinaba con
un vestuario elegante (largas temporadas de negro riguroso), siempre llevaba
colgadas al cuello unas excéntricas gafas ("Mira, 'clac, y ya veo").
En otras ocasiones cambiaba el negro por camisas asiáticas blancas o con
bordados mejicanos. En cualquier caso nos regaló unos efectos visuales
peculiares, siempre con clase y estilo propio. Y sus ojazos despiertos y unos
rasgos definidísimos en una cara de arquitectura monumental, espejo de su
intenso carácter: fina ironía, bondad y una inteligencia distinta.
Corbacho es distinto. En todos los sentidos.
Un librepensador. Dueño de corazón, alma y mente ingentes. En búsqueda de
espiritualidad y en continua conversación consigo mismo. De su forma de ser y
de su filosofía no sólo han aprendido toreros de oro y plata, sino también
nosotros, sus seguidores sin trajes de luces. Lo de Corbacho es una exquisita escuela de vida y sabiduría, lleno de
alegría y disciplina, de principios y luchas, de contrastes y matices dentro y
fuera de cualquier plaza entre la tierra y el cielo, con un único propósito: "Hay
que hacer las cosas bien".
También
Corbacho es refugio cuando uno ya no
sabe adónde dirigirse. Es benévolo cuando uno comete errores. Es consuelo cuando
ya no hay hombro de la luna donde recostar la cabeza, para decirlo en palabras
de Joaquin Sabina. Porque en lo
profundo del alma de Corbacho habita
también un mar de delicadeza y sensibilidad. Aunque parezca mentira, fue la
primera persona a la que consulté años atrás cuando me hundía por unos mal de
amores tremendo. Yo, en el suelo. Y Corbacho,
en Sevilla, viéndose de golpe frente a mi desesperación, dejó de lado lo que
hacía en ese momento (creo recordar que era yoga) y me escuchó con paciencia.
Tras dedicarme algunos improvisados quites verbales muy suyos, con dulzura y
temple al mismo tiempo, me dijo: "Escúchame: los calvarios son para
caminarlos y vivirlos. Uno puede triunfar o fracasar en estos caminos. Pero eso
no importa, lo que importa es que al menos siempre harás lo que sientes. Y eso
es lo más importante en la vida".
Lo
haré como tu dices, Antonio. Digo Antonio, porque lo de los golpes en la
mesa de momento nada, más bien un desamparo doloroso total aquí en la tierra
porque te has ido, nos has dejado. ¡Cuánto te echaré de menos!
Anya Bartels-Suermondt (Dusseldorf, Alemania) es fotógrafa,
periodista y autora de los libros 'José Tomás. Serenata de un amanecer' y
'Cayetano. Espejos en la Arena', entre otros.
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