PACO AGUADO
El azoreño Adolfo Lima, uno de los pocos
aficionados con sentido común que quedan en este desquiciado mundo del toro,
definió el otro día perfectamente las corridas sanfermineras desde el objetivo sillón de su casa: "¿Es que nadie se da cuenta de que es
biológicamente imposible que puedan embestir esos toros que echan en
Pamplona?".
"Torista" sensato, porque es “toreista"
y ama la verdadera bravura, el bueno de Adolfo vino a dar la clave de los
pobres resultados ganaderos de la mal llamada "Feria del Toro" señalando, como en el cuento del rey
desnudo, lo que todos tienen a la vista pero casi nadie se atreve a decir.
Porque, en efecto, los Sanfermines, éste y casi todos los años, son, entre otras muchas
cosas, una larga sucesión de corridas no ya grandes y cornalonas, sino feas,
mal hechuradas, descompensadas y a veces deformadas sobre el canon zootécnico
que costó varios siglos afinar y definir a los genios de la ganadería que se
encargaron de moldear la bravura.
La frase, por atípica, es claramente
definitoria: biológicamente imposible. Y no queda más que darle la razón al
sabio amigo terceirense, incansable y agudo lector, profundo pensador del toreo
e impenitente estudioso del toro. Tan imposible que apenas el diez por ciento
de los toros lidiados este año en la Monumental iruñesa han dado el mínimo juego
exigible a una res de lidia.
Ya en el encierro, los toros de Pamplona, sea
cual sea su hierro, dejan ver su imagen de marca: esos cuartos delanteros
hondos y elevados del suelo, con pitones descomunales que surcan entre la masa
humana como un rompehielos se abre camino en los mares del Ártico.
Corridos y entrenados en los "tauródromos" de cada finca
con mayor dedicación que el resto de sus hermanos de camada, los toros "pamplonicas" cubren los
novecientos metros del encierro en tiempos sólo al alcance de Usain Bolt. Pero
tras el descanso en los silenciosos y frescos corrales de la plaza llega
también para ellos la hora de la verdad, el acto ritual para el que
verdaderamente fueron criados.
Y es ahí cuando sus físicos de velocistas
mañaneros no responden ni se adaptan a la carrera de fondo del toreo. Uno a
uno, soltados al sol de Pamplona y a la algarabía de las peñas, esos astados
impresionantes cuyas imágenes matutinas ya han dado la vuelta al mundo, se
quedan en poco o en nada.
Aislados en el recinto más exigente, en el
anillo candente de la arena, los toros atletas dejan ver sus físicos
descompensados, esa acusada y fatídica diferencia entre sus hondos y aparatosos
cuartos delanteros y sus caídas y estrechas culatas, casi todos con ese
acusador hueco entre el encaje del espinazo y el cuadril que denota falta de
musculatura en los riñones, los verdaderos motores de la bravura.
Despegados del suelo y con una alzada
exagerada, unos, o vareados, huesudos y sin auténtico remate desde que el
pienso se ha puesto a precio de caviar, todo su trapío se resume en el detalle
secundario de los cuernos y no en ese conjunto serio y, sobre todo, armónico
que necesita un animal para demostrar su verdadero fondo ante la exigencia del
esfuerzo continuado del buen toreo.
Cuesta tener que volver a insistir en
cuestiones que deberían ser ya conocidas por todos los aficionados y
profesionales pero que, a base de desvirtuadas, parecen olvidadas por la
mayoría. Pero resulta que, de tanto manso marcador de querencias mañaneras, de
tanto toro rajado, de tanto genio defensivo, de tanto desfondamiento de raza,
acaban por parecernos virtudes la aspereza del manso, la movilidad descastada o
la nobleza simplona y de mínima entrega, e incluso le damos pomposos premios.
Pero la cruda realidad, sin falsa o interesada
coba a los ganaderos, es que toros bravos, en el estricto sentido de la
palabra, hemos visto muy pocos este año en Pamplona. Sólo escasas excepciones
con un mínimo de armonía en sus hechuras que para enumerar nos sobran dedos de las manos. Porque tú sí que
sabes, Adolfo Lima, que es biológicamente imposible que podamos ver muchos más.
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