El joven salmantino sale a
hombros con el lote de más opciones de una impresentable escalera de inválidos
desbravados; formidable bronca para el genio inhibido de La Puebla.
ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL MUNDO de Santander
La oscuridad del cielo gris presidía la tarde. Los focos de
Cuatro Caminos se encendieron para iluminar la aparición del primer toro de
Matilla. Que lidiaba con sus tres hierros: Hermanos García Jiménez, Peña de
Francia y Olga Jiménez.
Mejor que no los hubieran prendido. Para no ver moribundear
al tal «Ateo». Tan poquita cosa. Alguien
decidió apagar las luces: el volatín en el capote de José Antonio Carretero
valió por el puyazo, simulado luego. La lengua fuera antes de tocar el peto. Y
en el peto, el derrumbe. Ni una verónica de Morante de la Puebla cuando de
salida el negrito le echó las manos por delante; ni un muletazo cuando se paró
a plomo. Encogido, enfermizo, el cadáver en vida. Brevísimo Morante. Un grito
le animó a darse prisa, que en cualquier momento podía producirse la muerte
súbita. La espada encontró los blandos y el final de la agonía.
Una carita mínima coronaba la corpulenta anatomía del toro
de José María Manzanares. Sólo la inercia inicial le permitió un manojo de
verónicas ampliamente voladas con empaque. Todo apariencias. Alguna mano
perdida. Derribó por los pechos el caballo de Paco María. Como por accidente.
Un espejismo de la fuerza que no había. Manzanares en cuatro zancadas alcanzó
los medios como apertura de faena... Distancia, dos muletazos a su aire y, en
cuanto se puso en serio, el toque en firme de su derecha tumbó de costado aquel
saco de carnes vacías. Penosa imagen. Desde entonces todo fueron intentos
baldíos de equilibrista. Las voces del fuerte torero se mezclaban con los mugidos
del toro penitente. Dos pinchazos y estocada como postre del calvario.
Alejandro Marcos inauguraba su temporada en la plaza donde
hace un año se convirtió en matador de toros. Cuatro corridas sumó en 2017. El
torillo de Matilla, de muy escaso perfil, manseó desde que pisó la arena.
Cuando lo recogió, consiguió dibujarle una bonita media verónica. De caballo a
caballo, las fugas. Marcos logró encelarlo con clásicos doblones en la obertura
de obra. Incluso ligó tres derechazos de limpio y embrocado trazo. Punteaba sin
ninguna clase el bicho. Y sin humillar. En lo que duró su asquerosa movilidad
antes de rajarse, el joven salmantino -a punto de ser arrollado al presentar la
izquierda- plasmó cosas toreras. Una bella trincherilla, un natural superior,
un cambio de mano. La intuición de su fino concepto por encima de las
posibilidades. Cobró una estocada a ley, recto como una vela. Los pitones
escanearon las chorreras. Y se embolsó una valiosa oreja para su incipiente
carrera.
Volvió el escándalo tras el leve respiro: un toro basto y
bruto -¡vaya hechuras!- no le gustó nada a Morante. Desde que paró su acometida
en verónicas elevadas. Más coreadas que logradas, estéticamente gruesas. Torció
el gesto el genio. No descolgaba un ápice el buey. Que se enredó en su capote
con la basteza de sus andares. No dio tiempo ni a cronometrar lo que tardó en
irse a por la espada. El cabreo se desató como una formidable tempestad del
Cantábrico. La inhibición tras el pinchazo hondo multiplicó los decibelios. El
toro con un capote colgado del estoque barbeaba tablas y la cuadrilla lo
perseguía; José Antonio Morante Camacho asistía a la escena desde la boca de
riego. Como un pachá. La indignación crecía pareja a la sensación de la estafa
consumada. La plaza estalló iracunda cuando dobló la bestia. Una bronca
bíblica. De las que ya no se escuchan. Hasta septiembre, el de La Puebla
seguirá por los pueblos. En Sevilla volverá a lidiar otra de Matilla...
Al encrespado ambiente se vino a sumar la inutilidad del
presidente. Que se resistía a devolver al inválido quinto de enjuta presencia.
Hasta que, ya en banderillas, gateó sobre sus muñones tratando de coger a
Rafael Rosa, que había caído a merced. Sólo entonces el usía, un tal Jesús
Javier Plaza, que no debe de saber distinguir una vaca de un eral, asomó el
pañuelo verde. El sobrero de anovillada expresión, versión Olga Jiménez, se
sostenía con alfileres. José María Manzanares postureó en su tauromaquia de exteriores
con el emocionante objetivo de que no se le cayese el enemigo (sic) de su
apoderado. Una estocada caída le empujó a recoger una misericordiosa ovación.
Con clasecita embistió el bonito último de la impresentable
escalera de Matilla. Alejandro Marcos lo toreó a placer a la verónica. Y quitó
por tafalleras y tijerillas. Corrió la mano con templados modos, asentado y
vertical. Por su camino el toreo. Hasta que al toro se le agotó su exiguo
depósito. Y emprendió la fuga. Marcos le robaba los naturales a favor de
querencia. Y allí se desplantó rodilla en tierra. Apuró por alto lo que ya no
había. Pinchó una vez antes de enterrar el acero. Su ilusión encontró el
premio. Y la puerta grande. Que no tapaba las vergüenzas de la tarde.
A Morante le extendieron una alfombra de almohadillas e
improperios como despedida. Como si fuera el único culpable de la engañifa:
Matilla y Manzanares no se escapan. Con todas sus emes iniciales, se escribió
una gran mierda en Santander.
MATILLA | Morante, Manzanares y Marcos
Toros de Hermanos García Jiménez,
Peña de Francia (4º) y Olga Jiménez (5º y sobrero -5º bis-);
una impresentable escalera de inválidos desbravados; destacó la clase del 6º
hasta que se rajó.
Morante de la Puebla, de nazareno y oro. Estocada baja
(silencio). En el cuarto, pinchazo hondo (bronca monumental).
José María Manzanares, de sangre de toro y oro. Dos pinchazos y
estocada (silencio). En el quinto, estocada caída (saludos).
Alejandro Marcos, de malva y oro. Estocada (oreja). En el
sexto, pinchazo y estocada (oreja). Salió a hombros.
Plaza de Cuatro Caminos. Viernes, 27 de julio de 2018. Sexta de feria.
Casi lleno.
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