La
regla de 2015 en sanfermines: un mínimo de dos toros buenos por tarde y
corrida. Escribano, morosísimo pero capaz y dispuesto, sale bien librado del
compromiso.
Manuel Escribano |
BARQUERITO
LOS DOS
PRIMEROS miuras salieron buenos. Cárdeno, frentudo y cinqueño el primero,
el más liviano de los seis. Peso oficial: 550 kilos. Las mazorcas gruesas:
cilindrada especial, tan característica de Miura, y sus anillos y rodetes,
privativos del encaste, Bizco y abierto. Fue toro pronto. Fijeza, nobleza.
Consintió casi de todo: desplantes, circulares cambiados, pasos perdidos y
tiempos muertos. Sin avisarse ni enterarse.
Cumplió en el caballo, sacó la movilidad propia de
la ganadería pero no su listeza. Escribano lo esperó a porta gayola de
rodillas, pero no hizo el toro por el cite. Lances a toro vivo y rebrincado,
media verónica de bello trazo, tres pares de banderillas de morosísima
preparación –el tercero, quiebro en tablas sin apenas salida, muy temerario, y
muy celebrado- y una faena de enojosas y gratuitas pausas. Paseos y paseos. De
uno en uno los muletazos con la izquierda. Más ligada una sola tanda en
redondo. El toro se había escobillado en un remate. Circulares permisivos,
molinetes de rodillas, una estocada trasera. Una oreja. La única de la tarde,
la última de la Feria del Toro. Una vuelta al ruedo de casi cuatro minutos.
Desproporción.
El segundo se llamaba Ramero. ¿O Romero?
Entrepelado, largo. Y flaco, pero dio en la cartela de pesos los 575 kilos.
Fue, en el caballo, el más miura –pelea entregada, ataque franco, buena salida
tras el castigo- y, en banderillas, el de mejor estilo. Sin el resabio propio
del miura viejo, que veía venir al rehiletero y cortaba. O esperaba. Toro
interesante: por la manera de humillar, darse y querer. Codicioso, repetidor.
Ni fácil ni difícil. Ni posible ni imposible. El mundo real. Pronto para tomar
engaño. Repetidor, pero se revolvía por la mano siniestra. Bolívar lo toreó de
partida con buen ritmo y, además, acertó con la distancia. El toro franco
de Miura suele preferirla. En el cara a
cara no hay nada que hacer sino esgrima. Un metisaca, una entera caída, dos
descabellos.
Agalgado, zancudo, cuello de gaita, cárdeno y
gargantillo, el tercero fue, por lámina, el más fiel a una de las estampas
fijadas en la ganadería. Cañas finas, gran alzada. No mucha fuerza. Molido en
una primera vara desafortunada por todo, el toro sacó en la muleta temperamento
y correa, claudicó con aire de toro enterado y revoltoso, arrastraba cuartos
traseros como si los llevara a remolque. Toro más rácano que de darse. Salvador
Cortés tuvo el gusto de pasarlo por la mano izquierda con gusto y temple. Una tanda.
Nada más. Se vino abajo el toro, se recostó en tablas. Cuando iba a echarse en
ellas tras dos pinchazos y media, la cuadrilla tuvo la desdichada ocurrencia de
moverlo. Una agonía interminable barbeando las tablas. Cortés perdió los
nervios. Se perdió la cuenta de los descabellos a toro levantado. Dos avisos.
Cuarto toro, la merienda y la ansiedad del último
día de San Fermín. Se pone nerviosa la gente. Un cuarto miura monumental. Casi
tan voluminoso como los dos gigantes de la feria, que fueron los dos últimos de
la corrida de Victoriano del Río. Colgajo cárdeno o canoso, el toro imponía,
pero humilló, obedeció. También escarbó. Y oliscó, que es señal de mansedumbre.
Tres puyazos. Levantaron el palo en el tercero. Otro interminable tercio de
banderillas de Escribano. Y otra faena igual de interminable pero no falta de
méritos: quietud, serenidad, seriedad, la apuesta en los medios, aguante en los
viajes cortos y prontos. El toro se llamaba Rayito. Hizo honor al nombre. Un
pinchazo y una estocada. Un aviso Sobraron cinco minutos de faena. O seis.
Los dos últimos toros de corrida y feria eran
cinqueños, como la inmensa mayoría de los jugados. Tremendo el quinto. ¡Toro
va! ¿Dónde lo meto, qué hago, dónde lo pongo? El sexto parecía a su lado el
hermano menor. Ninguno de los dos fue de festejar. Al quinto lo estampanaron de
salida contra un burladero y casi lo revienta. Lo picó muy bien Luis Miguel
Leiro. No estuvo cómodo Bolívar. Imposible disimular. Un mareo de perdiz. Acabó
ganando por la mano el toro. La renuncia fue visible. Protestó la gente.
Antes de soltarse el sexto rompió ese fragor
telúrico tan propio. Los honores para el toro de la despedida. A cappella y
bastante afinadamente, las peñas entonaron los compases de la Marcha Radetzki.
Como en el último bis del Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena.
Feliz coincidencia. Austria, Navarra, Strauss. La sintonía que emplaza para el
6 de julio de 2016. Un toro acalambrado, la cara arriba. Se repuso. Fuerzas de
flaqueza, la gana justa. Trabajito de Cortés más para la plebe que para la
crema de las cremas, que son más de lo que parece. Algún muletazo compuesto,
una apertura de fanfarria –a lo Castella, pero…- y un querer y más querer. No
es fácil cerrar feria ni ser postre.
Postdata
para los íntimos.- La banda de Ribaforada en la Plaza de la Cruz. Nueve
piezas de programa. No todas de repertorio. La última de todas, una jota
popular: La Pilindros. Del maestro Cervantes. Solo pude quedarme a las dos
primeras: un pasodoble valenciano -"Consuelo Císcar"- y un salteado
de Estampas Navarras ("Dianas de San Fermín"). No comment. Las dianas
de San Fermín, en la calle y a las siete menos cuarto de la mañana. ¿Te dan
miedo los popurrís o popurríes? Miedo no. Pánico. Había poca gente en la plaza.
No se sabe qué es peor en el desfile de bandas navarras: si ser telonero de
arranque o telonero del día 14. El orden de factores.
Pasé por el escaparate de Langarica en la calle de
San Fermín para despedirme de los cien programas, bajé al Cali a tomarme un
vino porque el Cali es especial, entré en el mercado de la calle Gorriti para
oler, por separado,los quesos, las verduras, las frutas, las carnes y los
peces. Y los dulces caseros.
En un bazar chino me compré por noventa céntimos
una esponjita de lustrar zapatos. Me di un paseo por la Media Luna. No había
nadie o casi nadie tumbado en los céspedes. Ni en los bancos. Un 14 de julio
sin franceses en Pamplona. Qué raro. Hice tiempo frente al baluarte. Con un
amigo eché un palique. Los toros de Pablo Romero y tal y cual. Estaba el Rodero
abierto y entré.
En la puerta, artistas de Hollywood. Celestiales
manjares, blancos manteles, el aire refinado, los dos turrones del postre y un
homenaje a la Francia cautiva: una copa de Armagnac de Vic Fezensac. ¿En copa
de balón? Creo recordar que no.
Las cinco y media. Y a los toros. Pobre de mí.
Bergamín 16 segundo derecha. El champán de Ávila, el tinto de Ausejo, los
crianzas de Tafalla, las pastas de Calahorra, el jamón de Tudelilla, la sopa de
pescados de Beasain, los médicos de Barañain.. El Cristo descalzo de Santo
Domingo. El refugio de Oricáin: el hostal de los Aguirre, la casta indomable de
Concha Mihura, el candor de su gente. Los amigos del más allá. Volveré.
FICHA DEL FESTEJO
Martes, 14 de julio de 2015. Pamplona. 10ª y
última de San Fermín. Lleno. Soleado, templado, luminoso. Dos horas y veinte
minutos de función.
Seis toros de Miura.
Manuel
Escribano, oreja y saludos tras
un aviso. Luis Bolívar, silencio
tras un aviso y silencio. Salvador
Cortés, pitos tras dos avisos y pitos.
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