FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Cayó La
Coruña. O A Coruña, que es la denominación que corresponde a la lengua galaica.
Cayó taurinamente, porque la arena de su plaza
de toros es débil, movediza, expuesta a los vaivenes de la marea
política que, cómo no, también ha posibilitado en esta maravillosa ciudad del noroeste español –¿digo bien?– un
gobierno municipal de cama redonda sin ventilación ni pituitaria, polígamo
hasta el enfebrecimiento. La llamada
Marea Atlántica, que no es sino una careta de de cartón-piedra de Podemos, ha
llegado al poder por la puerta de atrás, por el
método del rondón que le permite la legislación electoral vigente y ha
decidido prohibir los toros. Así, sin anestesia.
Parece ser
que los de la Marea dicen que ellos no prohíben, sino que cumplen la promesa
electoral de no permitir la cesión de espacios
públicos ni financiar espectáculos donde se produzca un maltrato animal.
Es decir, que no prohíben, pero no permiten. ¿Y qué diferencia hay? Si el edificio es de su propiedad y no
lo ceden ni habilitan –como reza en el contrato– para el fin primordial que
impulsó su construcción, ¿cómo se pueden
dar corridas de toros en esta Plaza que llaman, para disimular, Coliséum?
Estas gentes
nos toman por idiotas. Estas gentes tratan al resto de los españoles que no
comulgamos con su ideología como zombis en
período de extinción, pero, en el fondo, no se atreven a mostrar
claramente sus intenciones. Fíjense que los militantes de esta Marea Atlántica se proclaman integrantes de una
rebelión democrática (sic), expresión que encierra, en sí misma, un clamoroso
contrasentido: la democracia es, por
definición la esencia de la convivencia social, el poder del pueblo pacífica y
libremente expresado por sufragio universal,
pero toda rebelión es sinónimo de revuelta, asonada, motín,
insubordinación, etc., con su implícita carga de violencia. ¡Cuánta
malversación se hace en este país con la
palabra democracia!
El caso es
que esta Marea política y gallega, ha decidido prohibir los toros
democráticamente (¿?), con el artilugio de abrir expediente de extinción anticipada del contrato suscrito
con la sociedad mercantil Tauro Siglo XXI, cuya cabeza visible es Tomás Entero,
un empresario que ya había conseguido
aumentar considerablemente la asistencia de público a los festejos taurinos el
pasado año y había realizado un notable
esfuerzo –también económico—en revertir aún más la participación ciudadana en
la presente edición de la feria llamada de María Pita. Pero los de la Marea se han plantado.
No habrá toros. Ya veremos cómo se abordan las oportunas indemnizaciones.
No obstante,
¿qué importan las indemnizaciones? A los que tiran con pólvora ajena el dinero
les importa un pito, y en último caso, no pagan y punto. Que pleiteen. Lo importante, lo
preocupante, es que son capaces de prohibir la libertad de asistencia a una
actividad tácitamente reconocida como
Bien Cultural por la Legislación Española y, por tanto riqueza patrimonial de
este país. Y no va a pasar nada, ya lo verán. El Gobierno de la nación no va a decir ni pío. A
Coruña se queda sin toros y ellos, los de la Marea, marearán la perdiz tratando
de justificar su tajante y autoritaria
decisión, pero sacarán pecho y les aplaudirán muchos de los que no les han
votado. Y con razón.
¿Con razón?,
me dirán ustedes. Pues, sí. La batalla del maltrato animal la tenemos difícil
de ganar. Somos nosotros, quienes estamos
directamente implicados en la defensa de la Tauromaquia como expresión
de unos valores culturales y artísticos –insisto: reconocidos y ratificados al más alto nivel
legislativo—quienes no hemos sabido enviar un mensaje de autenticidad y de
belleza, de riesgo y de mérito, de
apasionante y emotiva confrontación en la que el bien más preciado de
nuestra existencia –la vida— se juega como resto en una apuesta permanente. El envite frente al embate.
Y aquí
entramos todos. Todos los que se integran el lo que llamamos los Estamentos
taurinos. Todos han fallado; pero, principalmente aquellos que no ven en la Tauromaquia otra
cosa que una fuente de enriquecimiento inmediato, pero, a diferencia del
torero, sin exponer un alamar. Son los
adláteres del torero y del toro, los que se reconocen con el apelativo de
taurinos. Los toros, mejor o peor, embisten; los toreros, mejor o peor, torean. Los taurinos,
solo taurinean.
Una parte
fundamental de la culpa la tenemos los chicos de la prensa. ¡Qué mal se ha
contado esto! Unas veces, por desconocimiento
clamoroso, otras por una atávica insolencia o por esa congénita
venalidad con que se suele tratar en este país a los principales protagonistas del encuentro –único en el
mundo– que se produce entre un hombre y un animal, especímenes ambos con
aptitudes que son vedadas para el resto
de los congéneres de su especie. Una equivocada pedagogía –falsa, dijo al
respecto García Lorca– está llevando a la
Fiesta de los toros al pudridero; mejor dicho, una nula pedagogía,
porque para impartir con alguna solvencia toda ciencia docente primero hay que alcanzar un doctorado en la materia:
estudiar mucho, escuchar mucho, experimentar mucho y, sobre todo, averiguar el
por qué de las cosas. ¿Hemos sido
capaces de hacer todo esto quienes tenemos la responsabilidad de explicar y
difundir lo que ocurre en el ruedo? Lo
dudo.
La fiesta de
los toros, como tantas disciplinas que se desarrollan en la vida pública, ha
sufrido constantemente bofetones a diestro y
siniestro, y aún así ha podido sobrevivir a las modas de los nuevos
tiempos, pero no se ha conseguido que encaje en la mentalidad de las nuevas generaciones… y sin ellas el futuro de
esta Fiesta se aventura negro, como el reinado de Witiza.
En A Coruña,
como en toda Galicia, la devoción por los toros es escasa. No hay ganaderías de
bravo y la historia registra un solo matador, el lucense Alfonso Cela, Celita. Pero hubo un
tiempo en que su vieja plaza de toros fue escenario de grandes acontecimientos.
Allí se doctoró precisamente el citado
Celita y también nada menos que Luís Miguel Dominguín, allí se celebró la
corrida fatídica del año 34, donde un
espectador murió al saltar al tendido el estoque de descabellar que
manejaba Belmonte, lo cual dio origen a implantar la vigente cruceta, una corrida que fue el preludio de la tragedia de
Manzanares, donde perdió la vida Ignacio Sánchez Mejías. Cito estas efemérides
a vuelapluma, pero recuerdo la estampa
torera del gallego más torero que he conocido: Luís Mariñas, presidente
sempiterno de la heroica Peña Taurina
con sede en el centro de la ciudad. Y recuerdo, sobre todo, la
resolución de un alcalde socialista para devolver a esta su ciudad la
tradición taurina. Francisco Vázquez
quiso que la inauguración de este nuevo y polivalente recinto se destinara
principalmente a plaza de toros. Con él
tuve el honor de compartir lo que se llama un desayuno de trabajo en el hotel
Fénix, de Madrid, a fin de que el acontecimiento se transmitiera en directo al mundo a través de
Televisión Española. Y se televisó la corrida, faltaría más.
Qué
diferencia con esta gente de la Marea Atlántica que apoya ahora el partido del
señor Vázquez. Y qué pena y qué peligro encierra para la fiesta de los toros este tsunami demagógico
que asoma por el horizonte, aprovechándose de la dejadez y la desidia de las
gentes del toro.
Lo que nos
faltaba.
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