viernes, 17 de julio de 2015

Cayó A Coruña

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

Cayó La Coruña. O A Coruña, que es la denominación que corresponde a la lengua galaica. Cayó taurinamente, porque la arena de su plaza  de toros es débil, movediza, expuesta a los vaivenes de la marea política que, cómo no, también ha posibilitado en esta maravillosa ciudad  del noroeste español –¿digo bien?– un gobierno municipal de cama redonda sin ventilación ni pituitaria, polígamo hasta el enfebrecimiento.  La llamada Marea Atlántica, que no es sino una careta de de cartón-piedra de Podemos, ha llegado al poder por la puerta de atrás, por el  método del rondón que le permite la legislación electoral vigente y ha decidido prohibir los toros. Así, sin anestesia.

Parece ser que los de la Marea dicen que ellos no prohíben, sino que cumplen la promesa electoral de no permitir la cesión de espacios  públicos ni financiar espectáculos donde se produzca un maltrato animal. Es decir, que no prohíben, pero no permiten. ¿Y qué diferencia  hay? Si el edificio es de su propiedad y no lo ceden ni habilitan –como reza en el contrato– para el fin primordial que impulsó su  construcción, ¿cómo se pueden dar corridas de toros en esta Plaza que llaman, para disimular, Coliséum?

Estas gentes nos toman por idiotas. Estas gentes tratan al resto de los españoles que no comulgamos con su ideología como zombis en  período de extinción, pero, en el fondo, no se atreven a mostrar claramente sus intenciones. Fíjense que los militantes de esta Marea  Atlántica se proclaman integrantes de una rebelión democrática (sic), expresión que encierra, en sí misma, un clamoroso contrasentido: la  democracia es, por definición la esencia de la convivencia social, el poder del pueblo pacífica y libremente expresado por sufragio universal,  pero toda rebelión es sinónimo de revuelta, asonada, motín, insubordinación, etc., con su implícita carga de violencia. ¡Cuánta malversación  se hace en este país con la palabra democracia!

El caso es que esta Marea política y gallega, ha decidido prohibir los toros democráticamente (¿?), con el artilugio de abrir expediente de  extinción anticipada del contrato suscrito con la sociedad mercantil Tauro Siglo XXI, cuya cabeza visible es Tomás Entero, un empresario  que ya había conseguido aumentar considerablemente la asistencia de público a los festejos taurinos el pasado año y había realizado un  notable esfuerzo –también económico—en revertir aún más la participación ciudadana en la presente edición de la feria llamada de María  Pita. Pero los de la Marea se han plantado. No habrá toros. Ya veremos cómo se abordan las oportunas indemnizaciones.

No obstante, ¿qué importan las indemnizaciones? A los que tiran con pólvora ajena el dinero les importa un pito, y en último caso, no pagan y  punto. Que pleiteen. Lo importante, lo preocupante, es que son capaces de prohibir la libertad de asistencia a una actividad tácitamente  reconocida como Bien Cultural por la Legislación Española y, por tanto riqueza patrimonial de este país. Y no va a pasar nada, ya lo verán. El  Gobierno de la nación no va a decir ni pío. A Coruña se queda sin toros y ellos, los de la Marea, marearán la perdiz tratando de justificar su  tajante y autoritaria decisión, pero sacarán pecho y les aplaudirán muchos de los que no les han votado. Y con razón.

¿Con razón?, me dirán ustedes. Pues, sí. La batalla del maltrato animal la tenemos difícil de ganar. Somos nosotros, quienes estamos  directamente implicados en la defensa de la Tauromaquia como expresión de unos valores culturales y artísticos –insisto: reconocidos y  ratificados al más alto nivel legislativo—quienes no hemos sabido enviar un mensaje de autenticidad y de belleza, de riesgo y de mérito, de  apasionante y emotiva confrontación en la que el bien más preciado de nuestra existencia –la vida— se juega como resto en una apuesta  permanente. El envite frente al embate.

Y aquí entramos todos. Todos los que se integran el lo que llamamos los Estamentos taurinos. Todos han fallado; pero, principalmente  aquellos que no ven en la Tauromaquia otra cosa que una fuente de enriquecimiento inmediato, pero, a diferencia del torero, sin exponer un  alamar. Son los adláteres del torero y del toro, los que se reconocen con el apelativo de taurinos. Los toros, mejor o peor, embisten; los  toreros, mejor o peor, torean. Los taurinos, solo taurinean.

Una parte fundamental de la culpa la tenemos los chicos de la prensa. ¡Qué mal se ha contado esto! Unas veces, por desconocimiento  clamoroso, otras por una atávica insolencia o por esa congénita venalidad con que se suele tratar en este país a los principales  protagonistas del encuentro –único en el mundo– que se produce entre un hombre y un animal, especímenes ambos con aptitudes que son  vedadas para el resto de los congéneres de su especie. Una equivocada pedagogía –falsa, dijo al respecto García Lorca– está llevando a la  Fiesta de los toros al pudridero; mejor dicho, una nula pedagogía, porque para impartir con alguna solvencia toda ciencia docente primero  hay que alcanzar un doctorado en la materia: estudiar mucho, escuchar mucho, experimentar mucho y, sobre todo, averiguar el por qué de  las cosas. ¿Hemos sido capaces de hacer todo esto quienes tenemos la responsabilidad de explicar y difundir lo que ocurre en el ruedo? Lo  dudo.

La fiesta de los toros, como tantas disciplinas que se desarrollan en la vida pública, ha sufrido constantemente bofetones a diestro y  siniestro, y aún así ha podido sobrevivir a las modas de los nuevos tiempos, pero no se ha conseguido que encaje en la mentalidad de las  nuevas generaciones… y sin ellas el futuro de esta Fiesta se aventura negro, como el reinado de Witiza.

En A Coruña, como en toda Galicia, la devoción por los toros es escasa. No hay ganaderías de bravo y la historia registra un solo matador, el  lucense Alfonso Cela, Celita. Pero hubo un tiempo en que su vieja plaza de toros fue escenario de grandes acontecimientos. Allí se doctoró  precisamente el citado Celita y también nada menos que Luís Miguel Dominguín, allí se celebró la corrida fatídica del año 34, donde un  espectador murió al saltar al tendido el estoque de descabellar que manejaba Belmonte, lo cual dio origen a implantar la vigente cruceta, una  corrida que fue el preludio de la tragedia de Manzanares, donde perdió la vida Ignacio Sánchez Mejías. Cito estas efemérides a vuelapluma,  pero recuerdo la estampa torera del gallego más torero que he conocido: Luís Mariñas, presidente sempiterno de la heroica Peña Taurina  con sede en el centro de la ciudad. Y recuerdo, sobre todo, la resolución de un alcalde socialista para devolver a esta su ciudad la tradición  taurina. Francisco Vázquez quiso que la inauguración de este nuevo y polivalente recinto se destinara principalmente a plaza de toros. Con  él tuve el honor de compartir lo que se llama un desayuno de trabajo en el hotel Fénix, de Madrid, a fin de que el acontecimiento se  transmitiera en directo al mundo a través de Televisión Española. Y se televisó la corrida, faltaría más.

Qué diferencia con esta gente de la Marea Atlántica que apoya ahora el partido del señor Vázquez. Y qué pena y qué peligro encierra para la  fiesta de los toros este tsunami demagógico que asoma por el horizonte, aprovechándose de la dejadez y la desidia de las gentes del toro.

Lo que nos faltaba.

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