miércoles, 7 de mayo de 2014

RUEDO: La emoción arrebatadora

HERIBERTO MURRIETA
www.altoromexico.com

El silencio en la plaza de Juriquilla era tal, que más que narrar, hubo que susurrar las faenas a través de la radio para no importunar a los absortos espectadores. Silencio impactante de máximo respeto. Parecía un monasterio, más que un coso taurino. Y es que en el ruedo estaba oficiando José Tomás, el hombre hierático, solemne, el antagonista del toreo banal y utilitario.

Vestido de verde esmeralda con bordados en oro, se le veía delgado, con la taleguilla ligeramente floja y la personalidad cada vez más acusada; el pelo en seco desordenado y no pocas canas formando un remolino arriba de la frente.

José Tomás torea poco, interesa mucho. De ahí el ambiente de gran acontecimiento, el lleno a reventar en los graderíos del bello recinto queretano. Los boletos para ver a la leyenda viviente valen más en función de la gente que no logra conseguirlos o la que pelea por ellos ante los revendedores de las grandes fauces.

El maestro de maestros hiló fino con el primero de la tarde, un toro de calidad, noble, justo de fuerza de la ganadería de Los Encinos. Buscó no atacarlo demasiado sino darle su aire hasta lograr una faena impecable, templada, con la muleta a media altura. Le han criticado los enganchones. No hubo ninguno. Faena pulcra, de gran empaque, gusto y contenido. Cortó dos merecidas orejas.

Después de ese triunfo, José Tomás refresca la memoria a quienes tenían cuatro años sin verlo torear en México. Es distinto. En ningún momento busca el aplauso fácil. No reparte sonrisas y casi no mira a los tendidos. Va a lo suyo: a torear. A torear para un público, sí, pero principalmente para él. Repudia deliberadamente los artilugios y los efectismos. No se jalea sus faenas ni pega voces a los toros; sabe que si se coloca en la distancia, vendrán solos. Le place torear reunido. Se planta ahí, “donde queman los pies”, y no se mueve, así se le venga el mundo encima.

La catarsis llegaría en el quinto. Con “Rey de Sueños” de Fernando de la Mora, bravo, repetidor, de gran transmisión, un toro con mucha sustancia, José Tomás provocó una emoción arrebatadora. Primero los lances de mano alta, acompañando la embestida. Después, con la muleta, un recital de naturales de antología. Largos y deletreados, en cámara lenta, un estallido de belleza artística ante un público extasiado. Hubo un pase  colosal en el que hizo curvear el viaje del toro y lo despidió en el tercer tiempo con un imperceptible quiebro de muñeca, casi dejando caer la tela escarlata. ¡El acabose!

En algún momento quedó a merced del toro, que casi lo derriba. Se recompuso,  imperturbable, sin hacerse la víctima, y siguió bordando el toreo. Hubo por lo menos cuatro tandas de muletazos de gran profundidad y estética, botones de muestra de cómo ha refinado su valiente tauromaquia. Aunque la  faena era de rabo, es irrelevante que se haya cansado de pinchar. Lo que quedará es el recuerdo emocionado y el privilegio de haber estado ahí, viendo a un torero de esta y muchas épocas tocar la cuerda de lo sublime.

Aciertos

José Tomás está pendiente de las pequeñas grandes cosas. En aras de dar un toque de categoría al  espectáculo, impidió que el patio de cuadrillas se convirtiera en un mercado, limitando el acceso a la gente que no tuviera nada qué hacer ahí. El toreo no es una pachanga: es un rito.

Prohibió la presencia en los tendidos de los engorrosos vendedores ambulantes que estorban la visibilidad de los espectadores y ordenó que no sonara la música durante las faenas, esos pasodobles estridentes que vulgarizan la realización del toreo y que muchas veces se tocan de manera totalmente inoportuna. Ni falta hicieron porque sus faenas llevaban su propia música, la música callada del toreo, diría Bergamín

La única mancha

Cuando todo había salido a pedir de boca gracias al esmero con el que “El Pollo” Torres Landa cuidó cada uno de los detalles, apareció el negrito en el arroz. El sexto toro era el de la anunciada despedida de Fernando Ochoa. Durante el trasteo se escucharon las notas de Las Golondrinas. Se trataba del marco ideal para el adiós del michoacano. Pero al no tener posibilidades de triunfo anunció que regalaba un toro, quitándole automáticamente todo su encanto y su significado al brindis que acababa de hacer tanto a José Tomás como al público.

Para colmo, apareció entonces un animal indecoroso de la ganadería de Fernando de la Mora. Un torito de otra corrida. Imposible darle importancia a la faena de un matador de toros con un novillito insignificante. Qué lamentable forma de echar a perder una retirada. Ochoa no tenía ninguna necesidad de recurrir al desgastado recurso de obsequiar un sobrero, pues había ofrecido una actuación digna en sus tres turnos y tenía una oreja en su espuerta. Perdió entonces la brillante oportunidad de tener una despedida de categoría.

Por otra parte, ¿cómo es posible que, minutos después de triunfar con un toro bravo y de buena presencia, Fernando de la Mora haya cometido el craso error de lidiar un animal así de pequeño? Son bandazos inexplicables que hacen que nuestra Fiesta no termine de dar el salto hacia la grandeza. 

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