HERIBERTO MURRIETA
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El
silencio en la plaza de Juriquilla era tal, que más que narrar, hubo que susurrar
las faenas a través de la radio para no importunar a los absortos espectadores.
Silencio impactante de máximo respeto. Parecía un monasterio, más que un coso
taurino. Y es que en el ruedo estaba oficiando José Tomás, el hombre hierático, solemne, el antagonista del toreo
banal y utilitario.
Vestido
de verde esmeralda con bordados en oro, se le veía delgado, con la taleguilla
ligeramente floja y la personalidad cada vez más acusada; el pelo en seco
desordenado y no pocas canas formando un remolino arriba de la frente.
José Tomás torea poco, interesa mucho. De
ahí el ambiente de gran acontecimiento, el lleno a reventar en los graderíos
del bello recinto queretano. Los boletos para ver a la leyenda viviente valen
más en función de la gente que no logra conseguirlos o la que pelea por ellos
ante los revendedores de las grandes fauces.
El
maestro de maestros hiló fino con el primero de la tarde, un toro de calidad,
noble, justo de fuerza de la ganadería de Los Encinos. Buscó no atacarlo
demasiado sino darle su aire hasta lograr una faena impecable, templada, con la
muleta a media altura. Le han criticado los enganchones. No hubo ninguno. Faena
pulcra, de gran empaque, gusto y contenido. Cortó dos merecidas orejas.
Después
de ese triunfo, José Tomás refresca
la memoria a quienes tenían cuatro años sin verlo torear en México. Es
distinto. En ningún momento busca el aplauso fácil. No reparte sonrisas y casi
no mira a los tendidos. Va a lo suyo: a torear. A torear para un público, sí,
pero principalmente para él. Repudia deliberadamente los artilugios y los
efectismos. No se jalea sus faenas ni pega voces a los toros; sabe que si se
coloca en la distancia, vendrán solos. Le place torear reunido. Se planta ahí, “donde queman los pies”, y no se mueve,
así se le venga el mundo encima.
La
catarsis llegaría en el quinto. Con “Rey
de Sueños” de Fernando de la Mora, bravo, repetidor, de gran transmisión, un
toro con mucha sustancia, José Tomás
provocó una emoción arrebatadora. Primero los lances de mano alta, acompañando
la embestida. Después, con la muleta, un recital de naturales de antología.
Largos y deletreados, en cámara lenta, un estallido de belleza artística ante
un público extasiado. Hubo un pase colosal
en el que hizo curvear el viaje del toro y lo despidió en el tercer tiempo con
un imperceptible quiebro de muñeca, casi dejando caer la tela escarlata. ¡El acabose!
En
algún momento quedó a merced del toro, que casi lo derriba. Se recompuso, imperturbable, sin hacerse la víctima, y
siguió bordando el toreo. Hubo por lo menos cuatro tandas de muletazos de gran profundidad
y estética, botones de muestra de cómo ha refinado su valiente tauromaquia.
Aunque la faena era de rabo, es
irrelevante que se haya cansado de pinchar. Lo que quedará es el recuerdo emocionado
y el privilegio de haber estado ahí, viendo a un torero de esta y muchas épocas
tocar la cuerda de lo sublime.
Aciertos
José Tomás está pendiente de las pequeñas
grandes cosas. En aras de dar un toque de categoría al espectáculo, impidió que el patio de
cuadrillas se convirtiera en un mercado, limitando el acceso a la gente que no
tuviera nada qué hacer ahí. El toreo no es una pachanga: es un rito.
Prohibió
la presencia en los tendidos de los engorrosos vendedores ambulantes que
estorban la visibilidad de los espectadores y ordenó que no sonara la música
durante las faenas, esos pasodobles estridentes que vulgarizan la realización
del toreo y que muchas veces se tocan de manera totalmente inoportuna. Ni falta
hicieron porque sus faenas llevaban su propia música, la música callada del
toreo, diría Bergamín.
La única mancha
Cuando
todo había salido a pedir de boca gracias al esmero con el que “El
Pollo” Torres Landa cuidó cada
uno de los detalles, apareció el negrito en el arroz. El sexto toro era el de
la anunciada despedida de Fernando Ochoa.
Durante el trasteo se escucharon las notas de Las Golondrinas. Se trataba del marco ideal para el adiós del
michoacano. Pero al no tener posibilidades de triunfo anunció que regalaba un
toro, quitándole automáticamente todo su encanto y su significado al brindis
que acababa de hacer tanto a José Tomás
como al público.
Para
colmo, apareció entonces un animal indecoroso de la ganadería de Fernando
de la Mora. Un torito de otra corrida. Imposible darle importancia a la
faena de un matador de toros con un novillito insignificante. Qué lamentable
forma de echar a perder una retirada. Ochoa
no tenía ninguna necesidad de recurrir al desgastado recurso de obsequiar un
sobrero, pues había ofrecido una actuación digna en sus tres turnos y tenía una
oreja en su espuerta. Perdió entonces la brillante oportunidad de tener una despedida
de categoría.
Por
otra parte, ¿cómo es posible que, minutos después de triunfar con un toro bravo
y de buena presencia, Fernando de la Mora haya cometido el
craso error de lidiar un animal así de pequeño? Son bandazos inexplicables que
hacen que nuestra Fiesta no termine de dar el salto hacia la grandeza.
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