FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Ayer martes, 20 de mayo de 2014, la plaza de Las Ventas fue escenario de
una concatenación de sucesos sangrientos
cuyos afectados fueron tres jóvenes españoles, los cuales, en pleno derecho de sus facultades
mentales han decidido orientar su vida haciendo
pública manifestación de sus aptitudes para la práctica de uno de los
ejercicios más riesgosos, más emotivos y más gratificantes para el ejecutante
que imaginarse pueda: torear.
¿Qué es torear? La primera acepción que nos muestra la RAE es escueta y
simplona: lidiar toros en una plaza. La acepto, por supuesto; pero torear es algo
más. Significa experimentar la sensación de poner en juego dos de los atributos
o cualidades más preciados en el ser humano, el valor consciente y la
inteligencia, frente a esa mina anti-personas orgánica, ese polvorín de ira
concentrada en el cuerpo de un cuadrúpedo bicorne, que es el toro. Y ahora, súmenle
el inmenso placer que supone hacer de ello ostentación pública y crear una obra
de arte efímera y dinámica, irrepetible ni siquiera para el propio autor. Por
mucho que nos esforcemos quienes hablamos y escribimos de toros y toreros, esa
sensación es inenarrable. Solo la sienten quienes la experimentan al máximo
nivel, los toreros.
Quien haya tenido ocasión de ponerse delante de una becerra, por chica
que sea, sabrá lo que es sentir el aliento caliente e iracundo de un animal, su
intensa mirada, el jadeo de sus ijares, el ruido de las pezuñas al arrancarse y
el bufido que babea la bamba de una muleta; pero todo ese surtido de miedos se alejarán
de pronto, empujados por el infinito placer que supone comprobar la capacidad
innata que uno tiene para dominar la fuerza bruta. En tales circunstancias, el
torero ocasional, se cree el rey del mambo taurino, pero como ha catado los
efectos del miedo y sus livores consecuentes, difícilmente osará menospreciar o
minimizar el tremendo riesgo que afronta quien se pone delante de una mole
cornuda y agresiva, el único soporte de entre los utilizados en las obras de
arte que no es estático y destruible a voluntad del artista, sino que, además,
está empeñado en destruir su propia obra.
Sin embargo, todas estas sensaciones, digamos primarias, que hacen
sufrir y gozar a los ocasionales “aficionados prácticos”, en nada son
comparables con las que experimentan los toreros cuando se hallan frente al
toro y frente a lo que Gregorio Marañón llamó “ese monstruo de veinte mil cabezas que es el
público”. El placer orgásmico de torear a placer, debe ser infinito y embriagador como ninguno,
pero, también el éxtasis puede romperse a
golpe de pitón y llevarse una vida por delante. Y eso, quien mejor lo
sabe es el torero. Éste es su permanente dilema: triunfar o morir. Otro ilustre
Gregorio del mundo de los toros, Corrochano, se hizo algunos años
esta misma pregunta para ilustrar uno de sus más celebrados ensayos: ¿qué es
torear? Y él mismo se respondía: “Yo
no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi como lo mataba un toro”.
Afortunadamente, el dilema del torero casi nunca llega a cumplirse en
toda su extensión, pero, a veces, la
muerte pasa muy cerquita. Por ejemplo, ayer en la plaza de Las Ventas.
No redundaré en el relato de los hechos que acaecieron hace poco más de
24 horas en el ruedo de la Monumental de
Madrid. Todos los medios de comunicación han tratado la noticia con profusión tipográfica o con la
perfección descriptiva que proporciona la alta
definición de las imágenes digitales. Ya lo saben: la corrida se
suspendió al resultar heridos los tres toreros que integraban el cartel, uno de
ellos, David Mora, de extrema gravedad.
Ayer comentaba que el público salió de la Plaza consternado,
meditabundo, contrariado, preocupado. El
público de toros –aunque sea el de Madrid, tan intransigente, a veces— tiene un cupo de sensibilidad bien
contrastado. Sabe lo que se cuece en la candente arena, o, al menos, comprende
las situaciones a que condena una fatalidad irreversible. La extrema gravedad
de David Mora flotando en el ambiente era lo único que importaba a
quienes desfilaban taciturnos por los vomitorios de los graderíos.
Lo que todavía no conocemos bien, a fondo, es la extrema gravedad que
encierra la utilización perversa de ese
vehículo de comunicación que llaman –llamamos— “redes sociales”. Cuando aún
estaban operando a David Mora en la enfermería de Las Ventas, cuando se le transfundía la sangre por
litros, cuando los médicos dibujaban incisiones de bisturí en muslos y axilas, cuando se trataba
de detener la fuga sanguínea por la femoral
arrancada, algunos mensajes apestosos comenzaron a llover como esputos
infectados de odio en tuits y demás
apeaderos de opinión por vía universal. Alguno de los textos no son reproducibles, porque atentan contra el más
elemental sentido de la dignidad humana. Piden la muerte para el hombre,
porque, entienden, que el animal es la víctima inútil. Desean la muerte a sus
semejantes (los humanos), que es el inminente paso para opositar a su condición
de “animal”, más que de “animalista”.
Estamos atravesando una época realmente delicada, alarmante, altamente
peligrosa. De extrema gravedad. El
rebaño de mofetas que ayer escribieron en redes y muros cibernéticos las
injurias, insultos y vejaciones hacia los toreros que ayer resultaron heridos,
amparándose en ese otro muro legal que es la libertad de expresión, lo hacen
desde la seguridad de que, al menos aquí, en España, están bien protegidos por
la ambigüedad de las leyes en este campo de acción y, por tanto, instalados en
la mas confortante impunidad. Solo los muy cobardes y los muy seguros de la
protección de que gozan este tipo de hechos –por la volatilidad del escenario
que ocupan–, son capaces de tamañas vilezas.
Ya he comentado en numerosas ocasiones la timidez, el encogimiento, la
pamplinez de las autoridades que deben cuidar las formas en una sociedad
civilizada cuando se trata de ordenar las manifestaciones en contra de la
fiesta de los toros. Invariablemente, a los “antis”,
digan lo que digan y hagan lo que hagan, se les trata con mimo, con “exquisito talante democrático”,
mientras a los aficionados taurinos se nos mira con recelo, con precaución. En
Barcelona, las manifestaciones antitaurinas se sucedían todos los domingos que
había festejo en la Monumental. Una docena escasa de sujetos –y “sujetas”—nos maldecían, insultaban y
amenazaban a nuestro paso. A unos metros de nosotros nos retaban e injuriaban,
llamándonos asesinos, hijos de puta y demás lindezas, mientras una patrulla de Mossos
de escuadra nos miraba de reojo, no sea que tuvieran que intervenir… ¡contra los que soportábamos aquél fuego
graneado! A los “antis”, ni
advertirles moderación en el vocabulario, siquiera. Increíble.
Definitivamente, las “redes
sociales” son el perdedero de estas liebres de sorprendente intolerancia. Campan por ellas a sus anchas.
Amenazan de muerte o inducen a ella contra
alguien… y no pasa absolutamente nada. Para colmo, la clase política las
utiliza también a su antojo, para su
provecho, dándose casos de ruborizante manipulación, con tal de obtener una
mínima cuota de poder. ¿Serán capaces nuestros dirigentes de legislar un ordenamiento definitivamente eficaz que actúe
contra esta barbarie de comunicados?
Ojalá se empiece a judicializar esta esperpéntica situación y se den
escarmientos que sirvan de lenitivo para
combatir esta plaga que asola, empobrece y denigra a la sociedad contemporánea, una insufrible batahola de la
que es víctima constante el mundo de los toros. Las cosas están llegando a un
punto insoportable. De extrema gravedad.
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