Enrique Ponce reapareció en medio
del respeto y la admiración de la Maestranza en una tarde en la que Javier
Jiménez tomó la alternativa y cortó una oreja de un estupendo lote de Juan
Pedro Domecq / Parladé.
De la habitación 408 de la Casa de la Salud de Valencia a la
515 del Hotel Colón de Sevilla, han pasado 1.104 horas de dolor y 46 días de
rehabilitación contra el reloj aferrrados a la vieja filosofía, que nunca debió
morir, de lo que significa ser figura del toreo. A las 18.00 horas, Enrique Ponce cerraba la puerta de la 'chambre' y dejaba atrás la última
sesión de fisioterapia, la memoria de la cornada, los 25 centímetros de
desgarro bajo el pecho y la placa de recuerdo del doctor Villamor en la clavícula estallada como la 'mascletà' de aquel brutal 18 de marzo.
El compromiso con Sevilla en este 3 de mayo de calor
sofocante tiró del cuerpo de Ponce.
Al fin y al cabo el ejercicio de responsabilidad sostenido durante 25 años se
hacía realidad cuando a las 18:30 horas sonaban los clarines, chirriaban los
goznes del portón de cuadrillas y el maestro de Chiva se hacía presente de gris
plomo y oro sobre el albero incendiado de la Maestranza.
Una vez deshecho el paseíllo la plaza rompió en una ovación
de reconocimiento que Ponce
compartió caballerosamente con El Cid y Javier Jiménez, a cinco minutos de convertirse en matador de toros.
El respeto hacia el reaparecido, hacia la superación del hombre ante la
adversidad, con todo ya hecho y ganado en una carrera de un cuarto de siglo en
la élite, presidió toda su actuación. Como Sevilla sabe hacer.
De la reverencia al torero que volvía la Maestranza pasó a
la ilusión por el torero que venía: Javier
Jiménez. De Espartinas por más señas. A la hora en la que los vencejos
gravitan sobre la arena, cuando el sol inicia su ocaso, Jiménez acarició el triunfo de cerca con un sobrero de bandera.
Toda la tarde lo tuvo cerca, como un aliento, una presencia, un bajío. Pero en
los momentos cruciales de materializarlo se escapaba como un espíritu
escurridizo; en esos instantes en los que la espada se antoja vital, la mala
suerte se cruzó. Y aun así los tendidos empujaron tras un pinchazo porque Jiménez había dejado cosas profundas al
parladé que los genios de la
profesión taurina habían apartado como reserva, que dicen por América. «Faltón» se llamaba el toro. Espléndido
cuello para planear en pos de una izquierda que trazó naturales soberbios
cuando morían limpios. Una zocata que dibujó una trincherilla y un molinete muy
toreros. Todo con un concepto de un muletazo muy largo, espartaquista el
espejo, diría.
La oreja final supo, sin embargo, a premio de consolación,
pues el juampedro de la alternativa -«Duque» bautizado-, una auténtica
pintura, embistió con muy buen aire y creció y se afianzó hasta que se acabó.
Porque todo en esta vida se acaba si se abusa, y Javier Jiménez, en un exceso de celo, en ese afán por querer, se
pasó con el capote. No por el quite de tafalleras quieto como un poste y
rematado con un farol, una caleserina y una revolera, sino por el siguiente en
que crujió una media verónica y ya por demás por la réplica de chicuelinas a
los delantales de Ponce. Luego «Duque» se apagó antes de tiempo y pidió
árnica. Todavía si lo mata... Pero tocó muy fuerte con la izquierda hacia
tablas, que ya era la querencia añorada, y el toro en su fijeza se abrió demasiado:
la espada hilvanó la piel dejando en el trasteo pasajes estupendos hasta que al
ejemplar de Juan Pedro le empezó a pesar la lidia, su fondo y los terrenos.
Todo ayer se podía ver como el cuento de la botella: medio
llena o medio vacía. Al gentío, en cuanto a la corrida de Juan Pedro, se le antojó
el casco vacío. Y a mí me dio por verlo medio lleno quizá porque intuí otros
toros con calidad. Como el tercero en su escasita duración hasta echarse o como
el cuarto por el izquierdo tal vez sin terminar de rebosarse. A los peor lo que
pasó es que era El Cid quien parecía que volvía del hule más que Enrique
Ponce...
El que desde luego puntuó a la baja fue el carbonero y
capirote parladé sin cuello, que,
antes de pararse, embistió siempre por las esclavinas o por el palillo de la
muleta de Ponce. O el basto y
distraído quinto que a su altura se dejó en el planteamiento pulcro de Cid,
pero tampoco sumó. A veces confunden en el campo toro fuerte con toro feo. Todo
ayer era según del color con que se mirase. Lo de la botella y en ese plan. Las
puertas entrebiertas de Sevilla para Javier
Jiménez o las que no se abrieron. Su ilusión quedó. Como el respeto a Ponce. / Diario
El Mundo de España
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de la Maestranza. Sábado, 3 de mayo de 2014. Cuarta de abono.
Tres cuartos de entrada. Toros de Juan
Pedro Domecq y Parladé (2º, 3º y
el extraordinario sobrero 6º bis), de diferentes hechuras, remates y
seriedades; una pintura el buen 1º sin final; finos y sin hacer el noble 3º de
cortito fondo y el bondadoso 4º especialmente por el izquierdo; más fuertes un
2º rajado y sin cuello que no humilló y un basto y apretado 5º que se dejó a su
altura; el largo 6º fue devuelto.
Enrique Ponce, de gris plomo y oro. Pinchazo hondo en
buen sitio y dos descabellos (silencio). En el cuarto, estocada rinconera
(silencio).
El Cid, de verde esperanza y oro. Estocada pasada
(silencio). En el quinto, dos pinchazos y estocada rinconera (silencio).
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