PACO AGUADO
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Volvió de nuevo El Cordobés
a Las Ventas, otro 20 de mayo. Y como aquel de 1964, cuando la pisó por primera vez para confirmar
su doctorado, la “cátedra” volvió
a estremecerse con el poderoso
magnetismo de un personaje singular, único en la historia del toreo y de la
propia España contemporánea.
La Comunidad de Madrid, por sugerencia de la Asociación Juvenil Taurina
que preside un nieto de Antonio
Bienvenida -el opuesto padrino de alternativa del Benítez-, le
descubría una placa en los bajos del tendido 1 en conmemoración del
cincuentenario de su confirmación.
Como todos se encargaron de recordar, en una memoria grabada a fuego,
aquel día el país entero se paralizó para que veinte millones de personas –ya
quisieran llegar ni a la mitad los programas de la telebasura- vieran por la
televisión una tarde emblemática de la
tauromaquia moderna y uno de los grandes acontecimientos sociales de la
década de los sesenta.
No ha perdido todavía “el pelos”
-“el mechudo”, como le conocieron en
México- ni un ápice de ese atractivo animal, de esa desbordante y fascinante personalidad
natural con la que, como el flautista de Hamelin, se hizo seguir por las masas
de una España para la que representó sus mayores ilusiones, la esperanza de
dejar atrás la miseria de décadas de nacional-catolicismo.
Así era el Beatle español, como se sigue mostrando ahora: expansivo,
irreverente, con una arrolladora expresividad, con un acento cerrado y críptico
que compensa con la arrolladora capacidad comunicativa de su gestualidad de
mimo febril.
Llegó el primero al acto, con tiempo, mucho antes que los sobrados
politiquillos locales que hicieron esperar a quien se había tratado de tu con
los Kennedy y cazó junto al general Franco. Y, sabiendo
perfectamente quiénes eran los que más sinceramente sentían este nuevo homenaje,
el V Califa del toreo repartió recuerdos, risotadas, palmotazos, abrazos y autógrafos
con cientos de personas que, a la puerta del desolladero, gastaron la batería
de sus teléfonos haciéndose fotos junto al mito.
La Sala Bienvenida, tan
inmensa y sobrada en tantas otras ocasiones pomposas, se quedó minúscula porque
El Cordobés volvió a colgar el
cartel de “no hay billetes” en Las
Ventas, hasta el punto de que docenas de personas, como aquellos otros que
vieron su confirmación en los escaparates de las tiendas de electrodomésticos,
tuvieron que conformarse con presenciar el acto en las pantallas instaladas en
el exterior.
Y desde allí pudieron ver un nuevo abrazo de Pedrés, su padrino
de confirmación, otro héroe octogenario, esta vez sin rigor de ritual sino con
la sincera admiración que un gran torero puede sentir por una leyenda del
toreo.
Así, como toreaba, volvió a mostrarse Benítez en el homenaje, sin
formalismos, sin orden ni concierto en su discurso de corazón, pero con la
autenticidad de quien sigue siendo un
eterno jornalero al que el toro hizo tan millonario que se compró hasta
su propia avioneta.
“Veinticinco pesetas me
costó la botella de champán con que la bautizamos en el aeropuerto de Córdoba”, recordaba Julián García Candau, otra leyenda del
periodismo español que vivió aquel
esplendor cordobesista, aquella locura mediática de un hereje taurino que se entretuvo –pongamos que hablo
de Madrid- en cortar 28 orejas en 20
actuaciones en Las Ventas y en abrir hasta en ocho ocasiones las hojas
de su Puerta Grande camino de la calle
de Alcalá.
Pero hasta llegar a esa eterna felicidad, el mito se acordó del frío y
de la dureza de los andamios de Madrid,
desde los que se iba a las plazas a tirarse de espontáneo y de ahí a todas las cárceles inhóspitas en las que sus
huesos crujieron por la humedad y los golpes. “Y eso que yo no robaba como hoy hacen otros”, se atrevió aún a
señalarles, con el mismo descaro con que se paraba ante los toros, a los
políticos que tenía delante.
Sí, ha vuelto hoy el Benítez al lugar de los hechos, en otro día nublado
y lluvioso como lo fue aquella tarde en que cayó en el barrizal herido de
gravedad por «Impulsivo», del que le
dieron un oreja sin haberle llegado siquiera a entrar a matar.
Pero la luz de la mañana la puso su radiante sonrisa lobuna de jefe de
la manada, de macho alfa, con esa fuerza telúrica de la que sigue haciendo gala
a punto de cumplir ochenta años y que le permite hacer alardes de gimnasta
hasta vestido de traje y corbata. Genio y figura, este Manuel Benítez
incombustible.
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