Incontestable Puerta Grande
para el torero extremeño, que cuaja una inmensa faena de profundo temple y
redondea una importante tarde con tres orejas; Manzanares tuvo un gran toro
para remontar el ambiente hostil; El Juli careció de opciones.
Miguel Ángel Perera, en hombros de los costaleros tars una de las tardes más rotundas de su carrera en Madrid |
ZABALA DE LA SERNA
Fotos: EFE
Amo, dueño y señor de Madrid. Miguel Ángel
Perera atravesó la Puerta de los más grandes con una autoridad
incontestable. De principio a fin. Rindió la plaza a sus pies atados a la
tierra para tocar el cielo a fuego lento. Conquistó Las Ventas con la
profundidad serena de un temple inagotable como un manantial de lava. Volteó
una tarde arisca de tendidos iracundos: el «7»
levantisco y atrincherado contra las figuras como se esperaba. La unanimidad
última agiganta la huella de sus tres orejas como tres soles para dos faenas
que la tranquilidad de una mente toreramente asentada unió en sus diferentes
registros.
La marabunta se desató enloquecida en una
procesión por la calle de Alcalá que desnudó al héroe ya vacío, agitado por
manos que robaban a Perera el oro del vestido y la felicidad inmensa del
momento de gloria. Qué vuelvan los caballos de la Policía Nacional a proteger a
los toreros del vulgo rastrero e irrespetuoso. Nada mancilló el recuerdo
imborrable.
Como si hubiese parado el tiempo, la faena de Miguel
Ángel Perera ahondó tan lentamente en el corazón de Madrid que la conquista
del palco tardó tanto como cada muletazo en nacer y morir. La faena no admitía
ni un resquicio a la negación con un cinqueño enmorrillado, chato, badanudo,
salpicado en su negrura, de magnífica expresión y bajo centro de gravedad.
El quite por chicuelinas dibujado por Miguel
Ángel de Extremadura, tan apretado más que alado, dejó su carta de
presentación en las zapatillas hundidas en la arena y en la despejada
resolución por cordobinas y una revolera que voló en la misma cara de armonía
del toro. Tan apetecible se hacía que El
Juli quiso intervenir en su turno por verónicas, que encontraron en una
media muy larga y volcada el punto de eclosión pretendido.
Su cuadrilla destelló: Joselito Gutiérrez
con el capote, Juan Sierra con los palos y el sentido del honor de Barbero,
que volvió a agarra las banderillas tras una pasada fallida. Mientras Miguel Ángel brindaba al
público, el toro de Victoriano del Río
se dolía y escarbaba. Los estatuarios de obertura contuvieron un punto soberbio
de ayudados por alto, un movimiento medido de acompañamiento, un algo de
sabroso codilleo que libró finalmente un pase de desprecio y torería.
Por encima de todas las virtudes, la fijeza de
«Bravucón», la bravura atemperada que
Perera talló con una despaciosidad acongojante, tan por abajo y
atalonado. Los rebeldes que deseaban soltar aquello de ¡pico! se quedaron sin ocasión, porque el extremeño toreó con la
panza de la muleta. Allí iba cosida la embestida, y cuando vaciaba el muletazo
inmenso el toro se encontraba otra vez con los vuelos y la ligazón y un pulso
superior. Una serie parió seis redondos lentos como la mano de Eric Clapton;
seis que en su mitad aguantaron un parón con una espera bárbaro. La mano
izquierda fue manejada con los mismos parámetros y con el mérito de que la
embestida se hacía más corta, más remisa al tranco último. MAP tiró de
ella con la yema de los flecos hasta quebrarse la cintura. Cumbre, cumbre, como
suele decir Fernando Bermejo, cepedista
antes que pererista. La derecha de
nuevo como la palma que da de comer, un cambio de mano bestial y un espadazo de
salir por el rabo. Como si no hubiera mañana. Y es que sin las orejas no lo
había. La segunda cayó cuando las mulillas arrastraban a «Bravucón», cuyo fondo potenció Perera.
Ya con la Puerta Grande en el esportón, el ya
triunfante matador dio una lección de ambición, sitio y valor con un enorme
sexto, noblón y de contado fondo. Los pitones lamieron como lenguas de fuego la
taleguilla, la chaquetilla y el alma en terrenos de fuego desde el péndulo del
prólogo. Otro espadazo aún mejor que el anterior lo catapultó a la gloria con
los tendidos enronquecidos.
A José María Manzanares lo esperaron
con la escopeta cargada. Bastó que al segundo de la corrida de Victoriano le faltase un punto por
hacer para que las balas empezasen a silbar sobre su cabeza. Pero la calidad
del toro, especialmente por la mano izquierda, vino en su auxilio. Lo que pasó
a continuación es que Manzanares no quiso cogerla y siguió toreando sin
ajustarse lo mínimo. Limpio y pulcro trazo que en un cuarto natural halló el
embroque. ¡Oh, qué descubrimiento!
Lejísimos iba el toro y lejísmimos se lo pasaba. Henchido en un cambio de mano;
henchidas también las pausas entre series. Pasó sin despeinarse. La estocada a
la segunda, como a la primera con el desfondado quinto, sería lo más arrebatado
de su conformismo.
El
Juli careció de opciones. Tanto con un descarado
sobrero de Zalduendo de
terciado tipo que se rajó como con el violento y agresivo cuarto, genio de
oleadas ingobernables y peligro a raudales. Toro de pesadilla. Le queda la
Beneficencia para desquitarse tras dos años de ausencia.
El Juli |
José María Manzanares |
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