domingo, 25 de mayo de 2014

FERIA DE SAN ISIDRO – DECIMOCUARTO FESTEJO DE ABONO: Perera: amo, dueño y señor de Madrid


Incontestable Puerta Grande para el torero extremeño, que cuaja una inmensa faena de profundo temple y redondea una importante tarde con tres orejas; Manzanares tuvo un gran toro para remontar el ambiente hostil; El Juli careció de opciones.
Miguel Ángel Perera, en hombros de los costaleros tars una de las tardes más rotundas de su carrera en Madrid
ZABALA DE LA SERNA
Fotos: EFE

Amo, dueño y señor de Madrid. Miguel Ángel Perera atravesó la Puerta de los más grandes con una autoridad incontestable. De principio a fin. Rindió la plaza a sus pies atados a la tierra para tocar el cielo a fuego lento. Conquistó Las Ventas con la profundidad serena de un temple inagotable como un manantial de lava. Volteó una tarde arisca de tendidos iracundos: el «7» levantisco y atrincherado contra las figuras como se esperaba. La unanimidad última agiganta la huella de sus tres orejas como tres soles para dos faenas que la tranquilidad de una mente toreramente asentada unió en sus diferentes registros.

La marabunta se desató enloquecida en una procesión por la calle de Alcalá que desnudó al héroe ya vacío, agitado por manos que robaban a Perera el oro del vestido y la felicidad inmensa del momento de gloria. Qué vuelvan los caballos de la Policía Nacional a proteger a los toreros del vulgo rastrero e irrespetuoso. Nada mancilló el recuerdo imborrable.

Como si hubiese parado el tiempo, la faena de Miguel Ángel Perera ahondó tan lentamente en el corazón de Madrid que la conquista del palco tardó tanto como cada muletazo en nacer y morir. La faena no admitía ni un resquicio a la negación con un cinqueño enmorrillado, chato, badanudo, salpicado en su negrura, de magnífica expresión y bajo centro de gravedad.

El quite por chicuelinas dibujado por Miguel Ángel de Extremadura, tan apretado más que alado, dejó su carta de presentación en las zapatillas hundidas en la arena y en la despejada resolución por cordobinas y una revolera que voló en la misma cara de armonía del toro. Tan apetecible se hacía que El Juli quiso intervenir en su turno por verónicas, que encontraron en una media muy larga y volcada el punto de eclosión pretendido.

Su cuadrilla destelló: Joselito Gutiérrez con el capote, Juan Sierra con los palos y el sentido del honor de Barbero, que volvió a agarra las banderillas tras una pasada fallida. Mientras Miguel Ángel brindaba al público, el toro de Victoriano del Río se dolía y escarbaba. Los estatuarios de obertura contuvieron un punto soberbio de ayudados por alto, un movimiento medido de acompañamiento, un algo de sabroso codilleo que libró finalmente un pase de desprecio y torería.

Por encima de todas las virtudes, la fijeza de «Bravucón», la bravura atemperada que Perera talló con una despaciosidad acongojante, tan por abajo y atalonado. Los rebeldes que deseaban soltar aquello de ¡pico! se quedaron sin ocasión, porque el extremeño toreó con la panza de la muleta. Allí iba cosida la embestida, y cuando vaciaba el muletazo inmenso el toro se encontraba otra vez con los vuelos y la ligazón y un pulso superior. Una serie parió seis redondos lentos como la mano de Eric Clapton; seis que en su mitad aguantaron un parón con una espera bárbaro. La mano izquierda fue manejada con los mismos parámetros y con el mérito de que la embestida se hacía más corta, más remisa al tranco último. MAP tiró de ella con la yema de los flecos hasta quebrarse la cintura. Cumbre, cumbre, como suele decir Fernando Bermejo, cepedista antes que pererista. La derecha de nuevo como la palma que da de comer, un cambio de mano bestial y un espadazo de salir por el rabo. Como si no hubiera mañana. Y es que sin las orejas no lo había. La segunda cayó cuando las mulillas arrastraban a «Bravucón», cuyo fondo potenció Perera.

Ya con la Puerta Grande en el esportón, el ya triunfante matador dio una lección de ambición, sitio y valor con un enorme sexto, noblón y de contado fondo. Los pitones lamieron como lenguas de fuego la taleguilla, la chaquetilla y el alma en terrenos de fuego desde el péndulo del prólogo. Otro espadazo aún mejor que el anterior lo catapultó a la gloria con los tendidos enronquecidos.

A José María Manzanares lo esperaron con la escopeta cargada. Bastó que al segundo de la corrida de Victoriano le faltase un punto por hacer para que las balas empezasen a silbar sobre su cabeza. Pero la calidad del toro, especialmente por la mano izquierda, vino en su auxilio. Lo que pasó a continuación es que Manzanares no quiso cogerla y siguió toreando sin ajustarse lo mínimo. Limpio y pulcro trazo que en un cuarto natural halló el embroque. ¡Oh, qué descubrimiento! Lejísimos iba el toro y lejísmimos se lo pasaba. Henchido en un cambio de mano; henchidas también las pausas entre series. Pasó sin despeinarse. La estocada a la segunda, como a la primera con el desfondado quinto, sería lo más arrebatado de su conformismo.

El Juli careció de opciones. Tanto con un descarado sobrero de Zalduendo de terciado tipo que se rajó como con el violento y agresivo cuarto, genio de oleadas ingobernables y peligro a raudales. Toro de pesadilla. Le queda la Beneficencia para desquitarse tras dos años de ausencia.
El Juli
José María Manzanares

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