PACO AGUADO
La ya tradicional corrida concurso de ganaderías que por estas fechas se
celebra en Zaragoza siempre da para mucho a la hora de los análisis. Y no tanto
por el mejor o peor juego de los toros sino por los extraños fallos del jurado
y las sorprendentes reacciones de esos exigentes aficionados que presumen de “toristas”.
Y así ha sido como en la última edición, la del pasado sábado, se premió
con generosidad al imponente toro «Artillero»,
de la divisa de Celestino Cuadri,
que tuvo un comportamiento aceptable aunque
insuficiente como para merecer el galardón.
Por eso, y porque hubo ejemplares más completos y bravos en la corrida,
se protestó la decisión del jurado cuando se anunció por megafonía. Hasta el
propio ganadero, el siempre honesto Fernando Cuadri, se extrañó del
fallo, en confesión propia a los micrófonos de algún medio de comunicación.
Y es que, como sucede cada año, la concurso zaragozana ha vuelto a poner
de manifiesto la gran confusión existente en torno al genérico concepto de
bravura, desvirtuado por unos y por otros, zarandeado en un disparatado y
bizantino debate sobre galgos y podencos que no hace sino alejar al aficionado
de la simple y eterna idea de la combatividad sine qua non de este singular animal.
En estos ya de por sí devaluados tests de bravura la confusión estriba
básicamente en la mala interpretación que se hace de la suerte de varas,
convertida en obsoleta y exclusiva piedra de toque del examen. De tal manera
que se considera más decisiva la distancia a la que el toro se arranque al
caballo que lo que haga al llegar y sentir el castigo de la puya.
Pero la bravura no se mide en metros, sino en la intensidad de la pelea.
Y ya puede venirse un toro a galope tendido de punta a punta de la plaza que si
en la pelea luego blandea (término que en el estricto argot taurino no es
sinónimo de falta de fuerzas sino de poca dureza), si se repucha, si no empuja,
si se quita el palo, si se sale suelto, o incluso cocea el peto, como aquel
famoso premiado de Prieto de la Cal,
no puede decirse en rigor que sea bravo.
Es cierto que resulta siempre gratificante y espectacular ver arrancarse
con ímpetu a un toro desde la larga distancia, y que el público siempre acoge
el momento con un festivo entusiasmo. Pero el análisis de su comportamiento en
la suerte de varas, como en cualquier otra suerte de la lidia, no puede ni debe
limitarse sólo a la primera parte, la del cite y la arrancada,
sino también a la del embroque y a la del remate.
Es más, un toro puede engañarnos como a chinos yéndose muy fuerte hacia
el caballo no porque quiera pelea, sino porque apriete hacia una inapreciada
querencia hacia los adentros o a determinado punto de la plaza. O incluso
porque, más que en su bravura, confíe en su sobrado volumen y en su fuerza para
quitarse de en medio de un pechugazo violento cualquier obstáculo molesto.
Del mismo modo, tampoco será decisivo el mayor o menor espacio de
terreno desde el que acuda al caballo, en tanto, como siempre se ha
considerado, cada animal, y podríamos decir que hasta cada estirpe de bravo,
tiene su propia distancia a la hora decidirse a embestir. Y si eso parece claro
y aceptado por todos cuando es una muleta la que le cita, no tiene porque ser
distinto cuando quien le provoca es un picador.
Y en ese examen parcial de bravura todavía quedaría por añadir el matiz
individual, la distinta forma de embestir de cada sangre, de cada raza. Porque
si impresiona la espectacularidad, si el galope nos parece, en un prejuicio
excluyente, un mayor síntoma de bravura, nunca nos han de pasar como realmente
bravos un “santacoloma” o un “saltillo” que de manera natural se
arrancan y embisten al trote o al paso.
Por tanto, ni la forma de arrancarse ni la distancia a la que lo haga
pueden ser más valoradas a la hora de analizar la bravura de un toro en varas
que la manera en que pelee y se entregue, si se crece o no al castigo, cuando
siente el dolor de la pirámide de acero introducida en su cuerpo, que ese sí
que es el verdadero termómetro de su raza.
Fue así como, en Zaragoza, el toro premiado de Cuadri echó la cara arriba, reculó y se fue discretamente
suelto de los cuatro leves puyazos que tomó, mientras que el de Alcurrucén, que levantó clamores por
su alegría al arrancarse desde más allá de la boca de riego, se dolió y llegó
incluso a querer quitarse el palo, por mucho que volviera a acudir a sucesivos
encuentros.
Bravo de verdad en la pelea, metiendo los riñones y la cara bajo el peto
tras acudir al trote en las tres varas, fue el de Adolfo Martín, que luego acabó entablerándose. Como bravo,
aunque tardeara y escarbara, fue el grandón toro de Fuente Ymbro, el único que mantuvo la combatividad y la
voluntad de emplearse hasta mucho después de que tocaran a matar.
Extrañó, pues, el fallo del jurado ante tantas y tan palmarias
evidencias. Aunque, corrida tras corrida de este tipo, año tras año, lo que
cada vez extraña menos es esta confusión de valores de la bravura derivada de
la alarmante pérdida de cultura taurina que sufre el conjunto de la Fiesta y de
ese ciego partidismo por ciertas ganaderías que también existe entre los que
presumen de sabios y exigentes. Y es que para gustos se inventaron los
colores…. de las divisas.
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