sábado, 5 de mayo de 2018

DESDE EL BARRIO: Visto y no visto, en Sevilla

PACO AGUADO
Una feria como la de Sevilla, con dos semanas de toros continuadas, da para muchas lecturas. La primera, por supuesto, la que surge de esa especie de test de alto nivel a que se someten los toreros y las ganaderías que tienen la suerte de anunciarse en el abono y de la que ya nos encargamos antes. Pero la feria, por supuesto, da para mucho más… a poco que se ponga un poco de atención a los detalles.

Detalles vistos, o que dejan de verse, y que sumados hacen un todo, un amplio panorama que habla de los modos y las modas, de las tendencias, como dicen ahora, que marcan el toreo en este final de la segunda década del siglo XXI. Incluso aquellos que afectan a cuestiones aparentemente secundarias, o hasta cursis si quieren, como son las del vestuario pero que, por dejadez, contribuyen también a minusvalorar el rito.

Hablamos en este caso de esa cada vez más extendida costumbre de los toreros de vestir bajo el chaleco camisas totalmente lisas, sin las clásicas pecheras y blondas, como las que puede usar en su trabajo un empleado de banca o uno de los encorsetados caballeros que se sientan en los tendidos de la Maestranza entre un trajín de cubatas. Es decir, una camisa cualquiera, sea cual sea su calidad o precio, y que, por anodina, deja de ser distintiva en el sagrado uniforme del héroe.

Claro que, aunque ayuda a reconocerlo, dicen que el hábito no hace al monje. Y, evidentemente, la elección de una u otra prenda no hace que el protagonista sea mejor o peor torero a la hora de la verdad. Porque, en realidad, detalles como estos, las modas formales más o menos pasajeras, no pasan de ser simples anécdotas al lado de cuestiones de mucho mayor calado, de mayor fondo ético que estético.

Y si no, detengámonos a analizar el toreo de capote que se ha visto en la feria, desde las rutinarias y cada vez menos arrogantes largas a portagayola –que triste es tener que calificarlas así cuando siempre fueron una épica excepción– a la brega de los banderilleros, sobre la que sobrevuela una tremenda confusión conceptual incluso en un foro tan supuestamente conocedor como el del Baratillo.

Y sí, se ha visto mucho y muy variado toreo de capa, sobre todo en quites volanderos y chicuelinas de brusca ligereza, pero poco, muy poco toreo a la verónica, si por tal entendemos el lance eterno: el de plantas asentadas, el que adelanta las bambas al hocico para embarcar las embestidas –no el del capote que espera retrasado para desplazarlas o evitarlas con una violenta bajada de manos– y mecerlas con temple a compás de pecho y cintura.

De esas verónicas, de las buenas, se han visto muy pocas, pese a que ha habido muchos toros que de salida ya acudían al cite entregados y descolgados para propiciarlas, o atemperados después de pasar por el caballo. En la memoria, sin consultar apuntes, apenas quedan un quite y unos lances de recibo de Ginés Marín por ese palo del toreo que, y ahí está lo realmente triste del asunto, han pasado totalmente desapercibidos para los jurados de los distintos premios a posteriori. Exactamente igual que la brega sencilla y magistral –sin carreras de espaldas ni volantazos– de Rafael González a un "torrestrella".

A falta de que alguien lo revitalice, y también de quien lo cante, el toreo a la verónica, el eterno, parece pues condenado a desaparecer, más allá de autores tan aislados como Morante. Da la impresión de que a la mayoría de los toreros actuales no les parece tan "práctico" como otros lances menos puros pero más efectistas para el complaciente público de hoy, tal y como sucede con el toreo de muleta que desarrollan después.

Porque faenas compactas –de esas bien estructuradas, reunidas y concretas–en Sevilla tampoco hubo demasiadas, aparte de los trofeos. Ni siquiera han sido así, ni compactas ni concretas, la gran mayoría de las series de muletazos: estrofas compuestas de versos sueltos, desiguales y sin rima, consecuencia directa de ese concepto de menor intensidad y de la actitud especulativa, casi en "modo tentadero", que se están adueñando de la escenografía del último tercio.

Son cada vez más toreros, en una imparable tendencia que llega hasta los becerristas, los que se manejan así durante sus largas y poco concisas faenas, más pendientes de calentar al público festivo al final de su trabajo con circulares y vacuos arrimones a toros moribundos que de apasionarlo de verdad con veinte muletazos intensos, asentados, comprometidos y bien rematados, en tandas de cinco y el de pecho. Más o menos como pasa con la verónica…

O con la estocada, donde la tendencia, comprobada también en Sevilla, se aleja cada vez más del embroque por derecho, de la contundencia del ataque directo al objetivo del hoyo de las agujas. Salvo excepciones puntuales –la entrega de Talavante en un caso, la peculiar estocada recibiendo de Manzanares y tres o cuatro encuentros más– han sido absoluta mayoría los espadazos defectuosos de colocación como consecuencia de la reducción en lo posible del compromiso final o de la búsqueda de la efectividad en otras vías de entrada del acero.

Puede que, en estos tiempos de complacencia y ausencia total de crítica, estas líneas lleguen a sonar como la sempiterna queja del más rancio purismo, esa monótona cantinela que no ha dejado de escucharse, sin llegar a frenar su evolución, desde que el toreo es toreo. Pero su intención no es otra que la de llamar la atención, una vez más, sobre la peligrosa y decadente deriva, la declarada involución, que puede estar llevando a la tauromaquia hacia la más letal intrascendencia. Por lo que se ve y por lo que se está dejando ver en los ruedos, también en Sevilla.

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