PACO AGUADO
Una feria como la de Sevilla, con dos semanas de
toros continuadas, da para muchas lecturas. La primera, por supuesto, la que
surge de esa especie de test de alto nivel a que se someten los toreros y las
ganaderías que tienen la suerte de anunciarse en el abono y de la que ya nos
encargamos antes. Pero la feria, por supuesto, da para mucho más… a poco que se
ponga un poco de atención a los detalles.
Detalles vistos, o que dejan de verse, y que
sumados hacen un todo, un amplio panorama que habla de los modos y las modas,
de las tendencias, como dicen ahora, que marcan el toreo en este final de la
segunda década del siglo XXI. Incluso aquellos que afectan a cuestiones
aparentemente secundarias, o hasta cursis si quieren, como son las del
vestuario pero que, por dejadez, contribuyen también a minusvalorar el rito.
Hablamos en este caso de esa cada vez más
extendida costumbre de los toreros de vestir bajo el chaleco camisas totalmente
lisas, sin las clásicas pecheras y blondas, como las que puede usar en su trabajo
un empleado de banca o uno de los encorsetados caballeros que se sientan en los
tendidos de la Maestranza entre un trajín de cubatas. Es decir, una camisa
cualquiera, sea cual sea su calidad o precio, y que, por anodina, deja de ser
distintiva en el sagrado uniforme del héroe.
Claro que, aunque ayuda a reconocerlo, dicen que
el hábito no hace al monje. Y, evidentemente, la elección de una u otra prenda
no hace que el protagonista sea mejor o peor torero a la hora de la verdad.
Porque, en realidad, detalles como estos, las modas formales más o menos
pasajeras, no pasan de ser simples anécdotas al lado de cuestiones de mucho
mayor calado, de mayor fondo ético que estético.
Y si no, detengámonos a analizar el toreo de
capote que se ha visto en la feria, desde las rutinarias y cada vez menos
arrogantes largas a portagayola –que triste es tener que calificarlas así
cuando siempre fueron una épica excepción– a la brega de los banderilleros,
sobre la que sobrevuela una tremenda confusión conceptual incluso en un foro
tan supuestamente conocedor como el del Baratillo.
Y sí, se ha visto mucho y muy variado toreo de
capa, sobre todo en quites volanderos y chicuelinas de brusca ligereza, pero
poco, muy poco toreo a la verónica, si por tal entendemos el lance eterno: el
de plantas asentadas, el que adelanta las bambas al hocico para embarcar las
embestidas –no el del capote que espera retrasado para desplazarlas o evitarlas
con una violenta bajada de manos– y mecerlas con temple a compás de pecho y
cintura.
De esas verónicas, de las buenas, se han visto muy
pocas, pese a que ha habido muchos toros que de salida ya acudían al cite
entregados y descolgados para propiciarlas, o atemperados después de pasar por
el caballo. En la memoria, sin consultar apuntes, apenas quedan un quite y unos
lances de recibo de Ginés Marín por ese palo del toreo que, y ahí está lo
realmente triste del asunto, han pasado totalmente desapercibidos para los
jurados de los distintos premios a posteriori. Exactamente igual que la brega
sencilla y magistral –sin carreras de espaldas ni volantazos– de Rafael
González a un "torrestrella".
A falta de que alguien lo revitalice, y también de
quien lo cante, el toreo a la verónica, el eterno, parece pues condenado a
desaparecer, más allá de autores tan aislados como Morante. Da la impresión de
que a la mayoría de los toreros actuales no les parece tan "práctico"
como otros lances menos puros pero más efectistas para el complaciente público
de hoy, tal y como sucede con el toreo de muleta que desarrollan después.
Porque faenas compactas –de esas bien
estructuradas, reunidas y concretas–en Sevilla tampoco hubo demasiadas, aparte
de los trofeos. Ni siquiera han sido así, ni compactas ni concretas, la gran
mayoría de las series de muletazos: estrofas compuestas de versos sueltos,
desiguales y sin rima, consecuencia directa de ese concepto de menor intensidad
y de la actitud especulativa, casi en "modo tentadero", que se están
adueñando de la escenografía del último tercio.
Son cada vez más toreros, en una imparable
tendencia que llega hasta los becerristas, los que se manejan así durante sus
largas y poco concisas faenas, más pendientes de calentar al público festivo al
final de su trabajo con circulares y vacuos arrimones a toros moribundos que de
apasionarlo de verdad con veinte muletazos intensos, asentados, comprometidos y
bien rematados, en tandas de cinco y el de pecho. Más o menos como pasa con la
verónica…
O con la estocada, donde la tendencia, comprobada
también en Sevilla, se aleja cada vez más del embroque por derecho, de la
contundencia del ataque directo al objetivo del hoyo de las agujas. Salvo
excepciones puntuales –la entrega de Talavante en un caso, la peculiar estocada
recibiendo de Manzanares y tres o cuatro encuentros más– han sido absoluta
mayoría los espadazos defectuosos de colocación como consecuencia de la
reducción en lo posible del compromiso final o de la búsqueda de la efectividad
en otras vías de entrada del acero.
Puede que, en estos tiempos de complacencia y
ausencia total de crítica, estas líneas lleguen a sonar como la sempiterna
queja del más rancio purismo, esa monótona cantinela que no ha dejado de
escucharse, sin llegar a frenar su evolución, desde que el toreo es toreo. Pero
su intención no es otra que la de llamar la atención, una vez más, sobre la
peligrosa y decadente deriva, la declarada involución, que puede estar llevando
a la tauromaquia hacia la más letal intrascendencia. Por lo que se ve y por lo
que se está dejando ver en los ruedos, también en Sevilla.
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