El francés corta una oreja reglamentaria por un arrimón con el toro de
mejor nota, pero que no duró nada, del desfondado conjunto de Borja Domecq.
Juan José Padilla |
ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL MUNDO de Madrid
Foto: EFE
El cielo de nubes
negras amenazaba con una tromba de agua en cualquier momento. Olía a tierra
mojada, olía a los viejos sanisidros. Trompetas de expectación desbordada ante
el aterrizaje del cóndor de los Andes, el terromoto del Perú: Roca Rey arrasó
las taquillas con un temblor que viene de antes. Los públicos siempre fueron
por delante de la historia. Pero la suerte no siempre acompaña...
La plaza rebosante
hasta las tejas prorrumpió en una unánime ovación de despedida a Juan José
Padilla. Que sintió el cariño de un Madrid otrora hostil. El toro de Jandilla,
bajo, tocado arriba de pitones, hermoso, vino a sumarse con su bondad al adiós.
No con su celo escaso. Desde el caballo en adelante, la lengua fuera. Si no
antes. Apenas sangrado, mugió, escarbó y galopó en banderillas. Fácil y preciso
Padilla en dos pares al cuarteo y uno al violín. Brindó a la entusiasta
parroquia. Y de rodillas abrió faena en el tercio. En apurados redondos. La
tónica del toro de venirse más que emplearse propició una estrategia de perder
pasos y nunca apretar. Y por tanto tampoco gobernar. Por una y otra mano pasó
el domecq, que berreón y a su aire reponía, en faena breve de poca fe. A la
hora de matar, la espada se partió en un pinchazo hondo. Volvió a cruzar el
jerezano. Con la fortuna de que el acero no encontrase hueso. Por si acaso.
Un patrón similar
siguió el segundo jandilla. Contado el poder, alegre el mugido, abundó en
escarbar. Su armónica cara y su larga anatomía no traían la bravura de la
laguna de Las Jandas. Otro con la sinhueso asomando desde el minuto uno. En
Sebastián Castella no fluyó el pulso de los días felices. Ni la paciencia. Y lo
tiró varias veces con su exigente toque de derechas. Soltó el toro la cara en
naturales desafectos. Ante la imposibilidad de hallar agua del pozo vacío,
finalizó en seco. La estocada baja mosqueó al personal.
Roca Rey, el
esperado, se estrelló también con el montado tercero. La boca abierta, la
fuerza exigua, la raza ausente. Otra manera de estrellarse a las de Padilla y
Castella. Sin dejar nada en el tintero. Desde los lances a pies juntos por las
espinillas a la apertura por estatuarios y espaldinas. Por supuesto, la suerte
de varas había sido una ficción. No había motivo. Y ni por esas. El jandilla
echó el freno. Apoyado en las manos. Por la izquierda, la tenacidad y la
enfrontilada colocación de RR extrajeron muletazos de notable trazo. Por ahí el
toro mortecino al menos la seguía: era como torear un cadáver. La estocada fue
a carta cabal.
La seria, hechurada
y pareja corrida de Borja Domecq encontró en el cuarto un motivo de esperanza.
Al menos el poder. Desarmó a Juan José Padilla del capote con fuerza
intempestiva y estilo agresivo. Y derribó en el caballo con riñones. Una pelea
formidable que tuvo continuidad en el siguiente puyazo. Bárbaro y castigador.
Muy duro. Padilla banderilleó con apuros. Entonces el toro exhaló y enseñó los
dientes del genio. Sordo peligro y no tan sordo en su falta de entrega. O eso
se intuía. Porque aquello degeneró con la muleta en prudente deriva. Y algún
atragantón. De un violento desarme, escapó de milagro el Pirata. Cual náufrago,
halló en las tablas la salvación. Y en el acero, la solución final.
Apuntaba notas
altas el acucharado y astifinísimo quinto. Sebastián Castella lo midió en el
peto -otra vara partida y ya iban dos en la tarde- y quitó por chicuelinas
-como Roca Rey ante el segundo-. Castella marchó a los medios y allí se clavó.
Un cambiado pendular y un enredo -tan de la casa como poco procedente- sin
sitio ni oxígeno, amontonado. Luego, el galo corrió la mano derecha con largura
y tersura en dos series ligadas, holgadas, sin estrecheces. Fue aquello,
aquellas embestidas tan cosidas por fuera, lo que duró el jandilla. Por la
izquierda, se durmió. Ondeó la bandera blanca. Y desarmó al torero. Que desde
entonces redujo espacios. Un arrimón tenaz. Con las puntas haciendo casi
pespuntes en el bordado de la taleguilla. Eclosionó la plaza ayuna de
emociones. Un fervor apasionado. Muy loco. El toro obedecía a todo. Por delante
y por detrás. Enterró SC media estocada en los mismos medios. Y se desató la
pañolada desbocada. Como si no hubiera mañana. El presidente cedió con lealtad
al Reglamento. Pues la oreja fue solamente eso, reglamentaria.
Roca Rey sorteó
como último cartucho un toro rajado. Que se salía suelto de capotes. Interpretó
un quite por gaoneras -como Castella en el primero- e inició faena por
estatuarios -como él mismo en el anterior de su lote-: vaya tela con la variedad.
Y además no convenía tal inicio para animal tan deseoso de irse. Como sucedió
tras una tanda de mando mayor. En tablas lo acorraló y le hilvanó series de
mérito, la muleta siempre en la cara. Hasta el final por manoletinas y un
contundente espadazo que desencadenó una ovación.
La decepción fue
mayúscula. Ni Castella salvó la sequía de la laguna de Las Jandas. ¡Ay,
Jandilla! Qué lejos queda 2017.
JANDILLA | Padilla,
Castella y Roca Rey
Toros de Jandilla, serios, parejos, desfondados; destacó el 5º lo poco que
duró
Juan José Padilla, de azul marino y oro. Pinchazo hondo en el
que se parte la espada, estocada rinconera y atravesada y descabello (silencio).
En el cuarto, pinchazo bajo, media tendida y dos descabellos (silencio).
Sebastián Castella, de azul soraya y oro. Estocada baja
(silencio). En el quinto, media estocada (oreja).
Andrés Roca Rey, de blanco y plata. Estocada (ovación). En
el sexto, espadazo (saludos).
Monumental de Las Ventas.
Viernes, 18 de mayo de 2018. Undécima de feria. Lleno de "no hay
billetes".
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