Tarde
de clara demostración de intenciones del joven torero Javier Cortéz, cuyo mozo
de espadas es el conocido taurino merideño radicado desde hace varias décadas en
España, Manuel García “Pinocho”.
FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
¿Cuánto vale el valor de los toreros? ¿Qué baremación se utiliza y cómo fluctúa su
cotización en ese Wall Street taurino que es la Plaza de Las Ventas? ¿Quién o
quiénes se encargan del sube-y-baja y del color de sus dígitos? ¿No será
obsceno ponerle precio a la sangre derramada?
La cuestión viene de lejos. De muy lejos. Tanto,
que habría que remontarse al Rey Alfonso X, conocido como El Sabio en nuestra
Alta Edad Media, para leer la primera notificación acerca del ome que recibiese
precio por lidiar con alguna bestia, sobre todo porque son enfamados los que lidian con bestias
brauas por dineros que les dan. De tales afirmaciones se infiere que el famoso
autor de Las Partidas consideraba que, ya entonces, no estaba bien visto que el
hombre ibérico se ganara la vida haciendo una exhibición de valor frente al
toro y cobrara estipendio por ello, de todo lo cual de nuevo se deduce que el
valor de los toreros ha sido cuestionado desde la más remota antigüedad.
Ayer, la Comunidad de Madrid celebraba su heroico
Dos de Mayo de 1808 con una corrida de toros de perfil cortesano y popular,
ambientada en los años finales del siglo XVIII y los de principios del XIX: la
Goyesca. La Goyesca es una corrida que se inventó el muy ingenioso empresario
–catalán, por más señas—Eduardo Pagés en la década del charlestón, y que se ha
venido celebrando, bien que de forma intermitente, para evocar la gesta
patriótica del pueblo madrileño con una pequeña remembranza de la época del
pintor Goya, don Francisco el de los toros, para lo cual se permite pasear por
la arena a los espectadores, antes de que los alguaciles, sable en ristre –es
un decir–, les obligue a ocupar sus localidades para que dé comienzo el espectáculo.
Un espectáculo de abigarrado cromatismo, con chisperos –fragüeros– y manolas
–frescachonas de buen ver y admirar, a poder ser—aposentadas en carruajes
tirados por troncos de caballos que conducen aurigas y lacayos de sombrero
calañés. Así debieron ir a los toros los madrileños/as que acudían a la Plaza
de la Puerta de Alcalá, para ver a los toreros valientes frente a los
corpulentos toros castellanos, o los ribereños del Jarama o los jijones de más
abajo.
Ayer, también se vieron en esta parte de Madrid
que emerge a la vera de lo que fuera el viejo Abroñigal, algunos toros que nada
tendrían que envidiar en aspecto a los que hubieron de enfrentarse los Romero,
Costillares, Pepe-Hillo y compañía. Los toros pertenecían al que fuera gran
torero madrileño José Miguel Arroyo, Joselito, con los dos hierros de su
ganadería: el 8 de El Tajo y el 4 de La Reina. Fue una señora corrida de toros,
variada en todo: capa, cuerpo, cuerna y comportamiento. De imponente trapío el
que abrió la corrida y aún más imponente el quinto, ambos de pelo colorado, con
dos garfios por pitones y bravos, encastados, codiciosos y con su punto de
nobleza, lo cual no quiere decir que fueran la tonta del bote. Al contrario,
fueron dos toros que exigían mando, firmeza y templanza, porque de lo contrario
desenvainaban su cortante armamento, sacaban a relucir su casta brava y
acababan imponiendo su autoridad. El otro gran toro fue el sexto (de La Reina).
Digo gran en doble sentido: fue grande de peso
y grande su caudal de encastada nobleza, aunque se acabara pronto.
Después, el jabonero de LaReina, segundo de lidia, bajó en todos los niveles,
de trapío y fortaleza principalmente, lo mismo que el tercero, un cinqueño del
mismo hierro, que se vino abajo demasiado pronto y el cuarto, el toro de El Tajo
que fue el primero de gran tonelaje al que le faltó raza y embistió andando.
El primer espada, Iván Vicente, es uno de los
toreros de Madrid que están mejor considerados por el público. Y a fe que Iván
torea muy bien con capote y muleta. Traza los pases con una geometría muy en la
línea clásica, y dibuja un toreo de acabados perfiles. El primer toro fue el
mejor de la corrida. Bello, y bravo, en el más amplio sentido de la palabra.
Salió algo suelto de la primera vara, pero apretó en la segunda y no paró de
embestir, con viaje humillado y codicioso. Un toro de triunfo gordo, sí señor.
¿Qué pasó pues? En realidad, le anotamos a Iván dos tandas en redondo con la
mano derecha, de largo trazo, templadas y mandonas, que no acierto a comprender por qué no
hicieron crujir los tendidos. Lo mismo que otra de naturales de alta calidad y
notable ajuste, y los ayudados por bajo de final de la faena. Todo muy torero y
muy arrebujado. Estocada hasta la bola, pelín contraria. Petición no atendida y
vuelta al ruedo, con las consabidas protestas de algunos (quizá de algunos de
los que pidieron la oreja). ¿Qué había ocurrido? ¿La maldición del primer toro
y el ambiente frío? Puede ser. Les aseguro que si este magnífico toro sale en
cuarto lugar, a Iván Vicente, con el mismo contenido, le piden las dos orejas.
Pero el cuarto fue ese primer toro grandón de la corrida, al que picó
lucidamente Jesús Vicente, bregó superiormente Raúl Martí y clavó un excelente
par Rafael González, pero que de dejó la casta brava en esos primeros tercios.
La faena fue tan correcta como desangelada y larga. A pesar de que de nuevo
mató de una gran estocada escuchó un aviso y le tocaron algunas palmas.
Antes, Javier Cortés había hecho oídos sordos a
los pitos que algunos aficionados dedicaban a su primer toro, más que por su
falta de trapío –era un toro de correcta presentación, pero menos aparatoso que
el anterior–, por el atisbo de ciertas claudicaciones, y se echó el capote a la
espalda para recetar tres gaoneras ceñidísimas, de enorme mérito… premiadas con
palmitas de cortesía. Un gran par de Abraham Neiro soliviantó al público, lo
cual animó al torero a iniciar la faena con el pase cambiado citando a muleta
plegada, rememorando los del novillero Antonio Bienvenida al novillo de A.P.,
en el año 40 (¡Salve, Antoñito Bienvenida!, tituló su crónica Curro Meloja), y
los naturales subsiguientes le salieron bordados. Lástima que al toro le
faltara fuelle para seguir la escarlata franela. Cortés hubo de liarse a
bernadinas ajustadas, previas a un pinchazo seguido de infame golletazo. Y de
inmediato Gonzalo Caballero se impuso al cinqueño bajito de agujas, que hizo
tercero, un toro de escaso fondo, al que logró endilgar algunos estimables
pases naturales y otros en redondo y por alto de impertérrita ejecución. Falló
con la espada y recibió un aviso.
Hasta aquí, la tarde de toros en Madrid, la tarde
de la Goyesca, discurría sin mayores acontecimientos. Una tarde de toros con
casi dos tercios del aforo cubiertos de
público, en gran parte de aluvión, por la regalía de la Comunidad madrileña,
organizadora del evento. Pero salió el quinto toro…
Era un toro de enorme altura de agujas,
zanquilargo y engallado. A su vera, el torero Javier Cortés parecía un
alfeñique quebradizo. Y sin embargo, el torero también se creció ante lo que
parecía una imponente adversidad y se puso a torear de capa con buen juego de
brazos, ganando terreno y rematando con garbo. El picador Juan Francisco Peña y
el toro protagonizaron un interesante tercio de varas y el banderillero Antonio
Molina colocó dos pares antológicos, porque el animal, de 655 kilos de peso, con
dos puñales apuntando al cielo, tenía por
nombre Cazador y parecía ir a la caza de toreros, en sus veloces
arrancadas hacia quienes osaran desafiarle. ¡Qué dos pares, señores! ¡Qué dos
señores pares! Ovación rotunda, no correspondida montera en mano porque el
medio queso con que se cubrían los toreros era aditamento inservible en estos
casos. Y a continuación llegó el momento cumbre de la tarde: Javier Cortés citó
al toro con los pitones por encima de su flequillo, se despatarró y le ligó
tres tandas en redondo, dos con la derecha y una de naturales, sencillamente
antológicas. Faenón de los gordos. El toro, en principio engallado, acabó por
humillar la cerviz ante el mando y el desparpajo del torero. Ahora, el
engallado era el hombre. ¡Un tío, este Javier Cortés! Pena que el toro le prendiera en el remate de una
de las series, ya al final de la faena. Pareció que el torero había salido
ileso, pero en seguida comenzó a manar sangre en abundancia de su pierna
izquierda y se hacía imposible continuar la lidia; pero Javier quiso rubricar
la obra con la espada y citó a recibir con la pierna a rastras y ensangrentada.
La estocada fue muy defectuosa, solo media espada hundida y exageradamente
atravesada, pero el clamor del público enardeció el ambiente. Se pidieron
las dos orejas y el presidente,
acertadamente, solo concedió una. Comprendo que el torero necesitaba el doble
premio como el comer, pero, bien pensado, ¡qué más da! ¿Acaso una oreja más o
menos sirve para justipreciar una gesta de tal calibre?
Algo parecido ocurrió minutos después en el último
toro de la corrida. Gonzalo Caballero recibió al colorado de 612 kilos con unos
lances pausados, de manos bajas, elegantes, a pies juntos, de bella composición
y… al rematar con el último recorte, el toro le empitonó y le propinó una
tremenda voltereta, golpeándose violentamente la cabeza contra el suelo. Se lo
llevaron para la enfermería cuando aún estarían desvistiendo a su compañero
Cortés. Continuaba la lidia bajo la dirección de Iván Vicente, pero, de pronto,
la menuda figura de este Caballero se perfila sobre la contera de la barrera y
se va hacia el toro muleta en mano, y lo torea sin apenas poder moverse por el
ruedo, con una pierna inservible, luciendo un torniquete que impide la
hemorragia, supuestamente supervisado por los médicos. También está herido y
medio conmocionado. Le cuaja al toro tres series de pases con ambas manos, ejecutados con gran templanza. El toro es
noble y el torero un valiente a carta cabal. Le falla la espada y escucha un
aviso, a la vez que una gran ovación cuando regresa a la enfermería.
La corrida termina con el público consternado por
tanta y tan seguida fatalidad y los partes facultativos dan cuenta de una
cornada a Cortés de 20 centímtros que destroza los músculos isquiotibiales,
contusiona el nervio ciático –¡con lo que duele eso!—y alcanza el fémur.
Caballero tiene una muy dolorosa lesión cervical y una cornada en el muslo
izquierdo de 5 centímetros.
Grave aquél, menos grave éste, son dos pedazos de
toreros. Dos ejemplos de valor escalofriante en situaciones límite. Un valor
tasado con una pírrica oreja. ¿Es eso lo que vale el valor de los toreros? Y
todo ello, en el día en que se evoca una heroicidad histórica en la villa y
corte.
Por menos, al de Cascorro, en Madrid, le hicieron
un monumento.
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