sábado, 5 de mayo de 2018

OBISPO Y ORO: El valor del valor de los toreros

Tarde de clara demostración de intenciones del joven torero Javier Cortéz, cuyo mozo de espadas es el conocido taurino merideño radicado desde hace varias décadas en España, Manuel García “Pinocho”.
FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

¿Cuánto vale el valor de los toreros? ¿Qué baremación se utiliza y cómo fluctúa su cotización en ese Wall Street taurino que es la Plaza de Las Ventas? ¿Quién o quiénes se encargan del sube-y-baja y del color de sus dígitos? ¿No será obsceno ponerle precio a la sangre derramada?

La cuestión viene de lejos. De muy lejos. Tanto, que habría que remontarse al Rey Alfonso X, conocido como El Sabio en nuestra Alta Edad Media, para leer la primera notificación acerca del ome que recibiese precio por lidiar con alguna bestia, sobre todo porque  son enfamados los que lidian con bestias brauas por dineros que les dan. De tales afirmaciones se infiere que el famoso autor de Las Partidas consideraba que, ya entonces, no estaba bien visto que el hombre ibérico se ganara la vida haciendo una exhibición de valor frente al toro y cobrara estipendio por ello, de todo lo cual de nuevo se deduce que el valor de los toreros ha sido cuestionado desde la más remota antigüedad.

Ayer, la Comunidad de Madrid celebraba su heroico Dos de Mayo de 1808 con una corrida de toros de perfil cortesano y popular, ambientada en los años finales del siglo XVIII y los de principios del XIX: la Goyesca. La Goyesca es una corrida que se inventó el muy ingenioso empresario –catalán, por más señas—Eduardo Pagés en la década del charlestón, y que se ha venido celebrando, bien que de forma intermitente, para evocar la gesta patriótica del pueblo madrileño con una pequeña remembranza de la época del pintor Goya, don Francisco el de los toros, para lo cual se permite pasear por la arena a los espectadores, antes de que los alguaciles, sable en ristre –es un decir–, les obligue a ocupar sus localidades para que dé comienzo el espectáculo. Un espectáculo de abigarrado cromatismo, con chisperos –fragüeros– y manolas –frescachonas de buen ver y admirar, a poder ser—aposentadas en carruajes tirados por troncos de caballos que conducen aurigas y lacayos de sombrero calañés. Así debieron ir a los toros los madrileños/as que acudían a la Plaza de la Puerta de Alcalá, para ver a los toreros valientes frente a los corpulentos toros castellanos, o los ribereños del Jarama o los jijones de más abajo.

Ayer, también se vieron en esta parte de Madrid que emerge a la vera de lo que fuera el viejo Abroñigal, algunos toros que nada tendrían que envidiar en aspecto a los que hubieron de enfrentarse los Romero, Costillares, Pepe-Hillo y compañía. Los toros pertenecían al que fuera gran torero madrileño José Miguel Arroyo, Joselito, con los dos hierros de su ganadería: el 8 de El Tajo y el 4 de La Reina. Fue una señora corrida de toros, variada en todo: capa, cuerpo, cuerna y comportamiento. De imponente trapío el que abrió la corrida y aún más imponente el quinto, ambos de pelo colorado, con dos garfios por pitones y bravos, encastados, codiciosos y con su punto de nobleza, lo cual no quiere decir que fueran la tonta del bote. Al contrario, fueron dos toros que exigían mando, firmeza y templanza, porque de lo contrario desenvainaban su cortante armamento, sacaban a relucir su casta brava y acababan imponiendo su autoridad. El otro gran toro fue el sexto (de La Reina). Digo gran en doble sentido: fue grande de peso  y grande su caudal de encastada nobleza, aunque se acabara pronto. Después, el jabonero de LaReina, segundo de lidia, bajó en todos los niveles, de trapío y fortaleza principalmente, lo mismo que el tercero, un cinqueño del mismo hierro, que se vino abajo demasiado pronto y el cuarto, el toro de El Tajo que fue el primero de gran tonelaje al que le faltó raza y embistió andando.

El primer espada, Iván Vicente, es uno de los toreros de Madrid que están mejor considerados por el público. Y a fe que Iván torea muy bien con capote y muleta. Traza los pases con una geometría muy en la línea clásica, y dibuja un toreo de acabados perfiles. El primer toro fue el mejor de la corrida. Bello, y bravo, en el más amplio sentido de la palabra. Salió algo suelto de la primera vara, pero apretó en la segunda y no paró de embestir, con viaje humillado y codicioso. Un toro de triunfo gordo, sí señor. ¿Qué pasó pues? En realidad, le anotamos a Iván dos tandas en redondo con la mano derecha, de largo trazo, templadas y mandonas,  que no acierto a comprender por qué no hicieron crujir los tendidos. Lo mismo que otra de naturales de alta calidad y notable ajuste, y los ayudados por bajo de final de la faena. Todo muy torero y muy arrebujado. Estocada hasta la bola, pelín contraria. Petición no atendida y vuelta al ruedo, con las consabidas protestas de algunos (quizá de algunos de los que pidieron la oreja). ¿Qué había ocurrido? ¿La maldición del primer toro y el ambiente frío? Puede ser. Les aseguro que si este magnífico toro sale en cuarto lugar, a Iván Vicente, con el mismo contenido, le piden las dos orejas. Pero el cuarto fue ese primer toro grandón de la corrida, al que picó lucidamente Jesús Vicente, bregó superiormente Raúl Martí y clavó un excelente par Rafael González, pero que de dejó la casta brava en esos primeros tercios. La faena fue tan correcta como desangelada y larga. A pesar de que de nuevo mató de una gran estocada escuchó un aviso y le tocaron algunas palmas.

Antes, Javier Cortés había hecho oídos sordos a los pitos que algunos aficionados dedicaban a su primer toro, más que por su falta de trapío –era un toro de correcta presentación, pero menos aparatoso que el anterior–, por el atisbo de ciertas claudicaciones, y se echó el capote a la espalda para recetar tres gaoneras ceñidísimas, de enorme mérito… premiadas con palmitas de cortesía. Un gran par de Abraham Neiro soliviantó al público, lo cual animó al torero a iniciar la faena con el pase cambiado citando a muleta plegada, rememorando los del novillero Antonio Bienvenida al novillo de A.P., en el año 40 (¡Salve, Antoñito Bienvenida!, tituló su crónica Curro Meloja), y los naturales subsiguientes le salieron bordados. Lástima que al toro le faltara fuelle para seguir la escarlata franela. Cortés hubo de liarse a bernadinas ajustadas, previas a un pinchazo seguido de infame golletazo. Y de inmediato Gonzalo Caballero se impuso al cinqueño bajito de agujas, que hizo tercero, un toro de escaso fondo, al que logró endilgar algunos estimables pases naturales y otros en redondo y por alto de impertérrita ejecución. Falló con la espada y recibió un aviso.

Hasta aquí, la tarde de toros en Madrid, la tarde de la Goyesca, discurría sin mayores acontecimientos. Una tarde de toros con casi  dos tercios del aforo cubiertos de público, en gran parte de aluvión, por la regalía de la Comunidad madrileña, organizadora del evento. Pero salió el quinto toro…

Era un toro de enorme altura de agujas, zanquilargo y engallado. A su vera, el torero Javier Cortés parecía un alfeñique quebradizo. Y sin embargo, el torero también se creció ante lo que parecía una imponente adversidad y se puso a torear de capa con buen juego de brazos, ganando terreno y rematando con garbo. El picador Juan Francisco Peña y el toro protagonizaron un interesante tercio de varas y el banderillero Antonio Molina colocó dos pares antológicos, porque el animal, de 655 kilos de peso, con dos puñales apuntando al cielo, tenía por  nombre Cazador y parecía ir a la caza de toreros, en sus veloces arrancadas hacia quienes osaran desafiarle. ¡Qué dos pares, señores! ¡Qué dos señores pares! Ovación rotunda, no correspondida montera en mano porque el medio queso con que se cubrían los toreros era aditamento inservible en estos casos. Y a continuación llegó el momento cumbre de la tarde: Javier Cortés citó al toro con los pitones por encima de su flequillo, se despatarró y le ligó tres tandas en redondo, dos con la derecha y una de naturales, sencillamente antológicas. Faenón de los gordos. El toro, en principio engallado, acabó por humillar la cerviz ante el mando y el desparpajo del torero. Ahora, el engallado era el hombre. ¡Un tío, este Javier Cortés! Pena  que el toro le prendiera en el remate de una de las series, ya al final de la faena. Pareció que el torero había salido ileso, pero en seguida comenzó a manar sangre en abundancia de su pierna izquierda y se hacía imposible continuar la lidia; pero Javier quiso rubricar la obra con la espada y citó a recibir con la pierna a rastras y ensangrentada. La estocada fue muy defectuosa, solo media espada hundida y exageradamente atravesada, pero el clamor del público enardeció el ambiente. Se pidieron las  dos orejas y el presidente, acertadamente, solo concedió una. Comprendo que el torero necesitaba el doble premio como el comer, pero, bien pensado, ¡qué más da! ¿Acaso una oreja más o menos sirve para justipreciar una gesta de tal calibre?

Algo parecido ocurrió minutos después en el último toro de la corrida. Gonzalo Caballero recibió al colorado de 612 kilos con unos lances pausados, de manos bajas, elegantes, a pies juntos, de bella composición y… al rematar con el último recorte, el toro le empitonó y le propinó una tremenda voltereta, golpeándose violentamente la cabeza contra el suelo. Se lo llevaron para la enfermería cuando aún estarían desvistiendo a su compañero Cortés. Continuaba la lidia bajo la dirección de Iván Vicente, pero, de pronto, la menuda figura de este Caballero se perfila sobre la contera de la barrera y se va hacia el toro muleta en mano, y lo torea sin apenas poder moverse por el ruedo, con una pierna inservible, luciendo un torniquete que impide la hemorragia, supuestamente supervisado por los médicos. También está herido y medio conmocionado. Le cuaja al toro tres series de pases con ambas manos,  ejecutados con gran templanza. El toro es noble y el torero un valiente a carta cabal. Le falla la espada y escucha un aviso, a la vez que una gran ovación cuando regresa a la enfermería.

La corrida termina con el público consternado por tanta y tan seguida fatalidad y los partes facultativos dan cuenta de una cornada a Cortés de 20 centímtros que destroza los músculos isquiotibiales, contusiona el nervio ciático –¡con lo que duele eso!—y alcanza el fémur. Caballero tiene una muy dolorosa lesión cervical y una cornada en el muslo izquierdo de 5 centímetros.

Grave aquél, menos grave éste, son dos pedazos de toreros. Dos ejemplos de valor escalofriante en situaciones límite. Un valor tasado con una pírrica oreja. ¿Es eso lo que vale el valor de los toreros? Y todo ello, en el día en que se evoca una heroicidad histórica en la villa y corte.

Por menos, al de Cascorro, en Madrid, le hicieron un monumento.

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