domingo, 18 de septiembre de 2016

El difícil y complicado camino de los "niños prodigio" del toreo

A propósito del caso de Alberto Donaire y de otros
Hoy hace 18 años El Juli tomaba su alternativa en Nimes, de manos de Manzanares Padre (+) y Jose Ortega Cano ante toros de Daniel Ruiz… allí comenzaría la historia de la ultima gran figura y fenómeno que ha originado el toreo contemporáneo. Foto: EFE
Ser "niño prodigio" en el mundo de la Tauromaquia no siempre ha supuesto una garantía de éxito cuando se deja de ser niño. En los Anales taurinos se encuentran toda la escalera de situaciones. Desde el primer día hasta Talavera Joselito fue el mismo; en cambio, a su compañero de inicios infantiles, José Gárate "LImeño", no le sonrió la misma fortuna. Pero si miramos a nuestros días no todos los que tuvieron que ir al exilio taurino de las Américas, volvieron a España para ocupar las posiciones de preeminencia de "Espartaco" o "El Juli". Por lo demás, se observa que la inmensa mayoría de los "niños prodigio" que en el mundo han sido responden a un entorno familiarmente torero, al que luego una minoría ha respondido con éxito, mientras que una mayoría no lo consiguió.


En 1916 y en su sainete en prosa y verso “Los niños toreros”, que musicó María del Pilar Contreras de Rodríguez, escribía Carolina Soto y Gorro González, en la escena final, lo que podría entenderse como el colofón de toda su tesis.  El personaje central de la obra, D. Carpóforo, entona este verso:

En adelante, muchachos,
olvidad esa afición
y por el bien de la patria
haceros hombres de pró.

A lo que el coro de los niños toreros responde:

En adelante, muchachos,
sigamos nuestra afición
y brillemos en la patria
como toreros de pró.

No fue ni la primera obra, ni será precisamente la última, que en la literatura taurina encontramos acerca de ese fenómeno de los niños toreros, un tema que se hizo recurrente en muchas etapas del toreo. Pero aquel sainete, leído con los ojos de hoy, reviste un candor que resulta difícil de imitar.

No ha hecho más que empezar y ya ha formado ruido en el mundo del toro. A sus 11 años, Alberto Donaire anda muy suelto con los becerros, con los rudimentos del oficio aprendidos. En ocasiones, parece que hasta con exceso. Pero no es muy diferente el caso del andaluz “Calerito”. Y antes de Michelito Lagravere o del propio Roca Rey.

Nada de extraño tiene que en España hoy la autoridad prohibiera que actuarán en algunos festejos –anunciados como de pago--.  Se limita a cumplir las normas en vigor, que vienes de hace muchas décadas. De nada sirve el subterfugio de anunciarles para una lidia incruenta.  El problema no es la forma del festejo, el problema radica en el edad.

De acuerdo con la normativa en vigor por debajo de los 16 años no se puede desarrollar ninguna actividad profesional, en el toreo como en cualquier otro oficio. O lo que es lo mismo: no se trata de ninguna normativa antitaurina, que sus orígenes se hunde en épocas en los que la corrientes prohibicionistas no existían ni en la teoría; se trata de una disposición de carácter general, a la que hay que reconocer que puso coto al abuso que se hacía de los niños en el mundo laboral, como hoy ocurre en países del Tercer mundo.

Es la razón por la que en los tiempos modernos los “niños prodigio” o se han dedicado a actuar en otros países --especialmente en México--, o en España lo han hecho de tapadillo. Lo que ocurre es que 11 años no cabe de ninguna forma disimularlos trucando un DNI.

Y es que una cosa es que a esas edades puedan estar formándose en las Escuelas de turno y otra muy distinta figurar en carteles oficiales. Una cosa es la formación y otra diferente el ejercicio de una profesión.

Repasando lo escrito sobre estos precoces toreros infantiles, se observa que la figura de estos niños toreros tiene unos orígenes bastante comunes. Salvo casos aislados, surgen siempre en el entorno de familias toreras, ya sea en aquellas en las que se asentaron los éxitos, ya en esas otras en las que el cabeza de familia no terminó de alcanzar las glorias de los ruedos.

Emblemático ha sido siempre el caso de José Gómez “Gallito”, el hijo pequeño de Fernando el Gallo y de la “Señá Grabiela”, para quien el toreo fue siempre su juego preferido, en sus años infantiles vividos en la Alameda de Hércules. Sabido es que cuando cumplió los 8 años José lo celebró toreando una becerra en la finca "Palmete", de Valentín Collantes, becerra que le dio tal revolcón que el futuro genio se asustó y se negó a seguir toreando.

Sus biógrafos destacan como a Joselito incluso antes de debutar en los ruedos ya se le abrían las puertas de casas tan grandes del toreo como la de Eduardo Miura. Y como antes de cumplir los 13 años ya vistió su primer traje de luces en el ruedo de Jerez de la Frontera, para de inmediato formar cuadrilla juvenil con José Gárate “Limeño” y con “Pepete”. Sus compañeros infantiles quedaron en el camino, pero José caminó con paso firme desde aquel Jerez inicial hasta su final en Talavera; primero como un verdadero niño prodigio del toreo, luego como la figura llamada a cambiar el curso de la historia.

Pero no muy distinto fue el caso de los hermanos Bienvenida, a los que el Papa Negro introdujo en el toreo casi a la vez que comenzaron a andar. Aquella fotos antiguas, con los hermanos mayores vestidos de corto o de luces, no eran precisamente imágenes de un juego a vestirse de máscaras: son imágenes que todavía hoy rezuman la mejor torería.

Como luego se hizo incluso frecuente, buena parte de los hijos de Manuel Mejías Rapela se hicieron toreros por tierras americanas. Tanto que a doña Carmen le tocó dar a luz a su hijo Antonio en Caracas. Cierta similitudes se dieron también en la dinastía Dominguín, cuya figura, Luis Miguel, debutó en Lisboa con sólo 12 años y se hizo matador de toros cuando había cumplido 14 en el ruedo colombiano de Bogotá.

Estas dos constantes, el entorno taurino familiar y la formación fuera de España, se han mantenido luego permanentemente presentes. En gran medida era la consecuencia natural a la normativa legal que no permitía, ni permite, en nuestro país actuar en los ruedos antes de cumplir los 16 años, en unas ocasiones en tierras americanas, otras para hacerlo en la más próxima Francia. Una circunstancia que, por lo demás, ha dado origen a esas pequeñas trampillas para eludir semejante condicionante.  Entre otros muchos, se dio un caso curioso: para eludir esta limitación, el apoderado en su etapa juvenil de Diego Puerta iba por la vida con un DNI modificado, para añadirle un año más; de tanto hacerlo, acabó dándose como el verdadero, hasta el punto que hasta ya en sus últimos años el propio torero no advirtió que en su edad oficial sobraba un año.

En los tiempos modernos, de Espartaco a “El Juli·, como luego otros nombres de menor relevancia, las tierras americanas fueron su infantil tierra prometida, todos ellos impelidos por ese entorno familiar que el contexto habitual para que se alumbraran vocaciones toreras. Sin necesidad de acudir a América se curtió precozmente Emilio Muñoz, desde aquella becerrada medio privada de la plaza de La Pañoleta, una mañana de abril.

De hecho, cuando luego llegaban, con trampa o sin ellas, a los ruedos españoles, eran ya novilleros muy placeados. Sin embargo, no todos los que hicieron sus américas infantiles luego han tenido un espacio suficiente para desarrollar una carrera consecuente.

Cuando a los contemporáneos se les oye contar hoy esas etapas lejos de casa, prácticamente todos coinciden en una observación, por no decir una añoranza: allí quemaron su infancia, la única que uno tiene en esta vida. No hace mucho recordaba Juan A. Ruiz “Espartaco”: “Nos fuimos porque aquí era imposible y allí te dejaban. Es cierto que perdí mi infancia y eso nunca se recupera. Pero lo hice por cumplir mi sueño, que era ser torero. Lo que peor llevaba era ver a los niños jugando y las Navidades lejos de casa. Entrenaba mucho cada día, me faltaban las horas”.  Pero está convencido, y no es el único, que tal precocidad hace que cuando a los 12 o 13 años un niño quiere ser torero no tenga la mentalidad propia de un crío de su edad, sino la de "un hombre mayor".

Pero la Ley impera, en el toreo y fuera de él. Por eso, por debajo de los 16 años no se puede desarrollar una actividad profesional. Obviamente, en la actualidad esta tradición levanta, además, duras quejas de los animalistas y otras familias ideológicas similares. Consideran que en los espectáculos en los que los niños se enfrentan con becerros o novillos son violentos y ponen en riesgo su integridad física y psicológica. Asimismo, aseguran que  tienen un impacto negativo en los niños que asisten como espectadores. Que hay riesgos físicos es evidente, porque incluso cuando se trata de simples juegos infantiles el toreo jamás ha sido ni será una representación: todo lo que ocurre es cierto y real. Pero no es menos cierto que salvo algún caso muy aislado, de tal riesgo no se han deducido situaciones irreversible. En cambio no se conoce caso alguno en el que de tal precocidad hayan tenido origen problemas psicológicos, ni en los actuantes ni en los que son sencillamente espectadores.

Especialmente en los tiempos actuales, los “niños prodigio” tiene que afrontar más de una dificultad, cuando la gracia infantil se convierte en esa otra figura más patosa de un adolescente. En la sociedad de las comunicación universal y online, quien tan precozmente demuestra sus condiciones para el arte del toreo afronta un riesgo cierto: quedar subsimidos en el olvido antes de llegar a la mayoría de edad. Ocurría así en la época de “Gallito”, pero ocurre igualmente en la actualidad, basta repasar los casos mas recientes que se han dado.

Un torero de los que aún viste de luces explicaba con gran expresividad: “A las 18 años ya había dado yo varias vueltas a España figurando en todas las ferias. Cuando iba a cumplir los 20, ya se me decía que ”estaba muy visto”, que ya no era una novedad. Sin embargo, profesionalmente no había hecho más que empezar”.

Precisamente por eso el tránsito de niño prodigio a torero consolidado presenta tantas dificultades, hasta el punto que en ocasiones se transforman en un verdadero “volver a empezar”. En la historia se han dado casos en los que los prodigios infantiles han pasado sin solución de continuidad a figuras. El más emblemático de todos fue el de “Gallito”, desde luego; pero no muy diferente ocurrió con los hermanos Bienvenida o con Luis Miguel. No es casualidad que estos casos tengan el denominador común de un oficio muy bien aprendido, tanto en sus fundamentos básicos, como en los aspectos adjetivos.

En otros, en cambio, esa aureola de “niño prodigio”, cuando en tal prodigio predominaba la imagen de niño más que la de torero, siempre resultó más difícil el tránsito a la madurez. En unas ocasiones se necesitó de una cierta travesía del desierto, pero se recuperaron posiciones; sin embargo, en otras, en la mayoría, provocaron el declive imparable. En nuestros días y en el  pasado histórico.
Alberto Donaire

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