FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Valladolid lucía radiante, espléndida, calentada
por la sofocante radiación solar de los estertores del verano y especialmente
atractiva para los miles de visitantes que se han apuntado a un breve, pero
intenso, serial de toros que sus organizadores consideran histórico, y no les
falta razón. A los que les falta razón es a quienes se han apoyado en una
histeria sectaria y pacata y obligado a que el Consistorio retire la
proclamación de Taurina a esta Ciudad, que ha ido emergiendo a través de los
siglos sobre las riberas del Pisuerga, a la vez que constataba de forma tozuda
y fehaciente su predilección por las fiestas y regocijos en torno al toro bravo
que se criaba en grandes manadas apenas a dos leguas de la población y se corría
y lidiaba hace 455 años en el marco fastuoso de su Plaza Mayor, la mayor y
mejor plaza de toros que haya existido jamás y modelo para el resto de las
Plazas Mayores del mundo. Por eso y por otras muchas causas, negar la Mayor es
una supina estupidez. La historia contra la histeria. No hay color.
Este domingo arrancaba la feria Virgen de San
Lorenzo –inventada felizmente por los anteriores rectores del Ayuntamiento para
librarla de la inclemencia climática de la antigua y ligeramente posterior de
San Mateo—con un festejo extraordinario y especial, una corrida de toros que
pretendía homenajear y recordar al torero Victor Barrio, cuya trágica muerte en
el ruedo de Teruel, acaecida hace casi dos meses, consiguió remover las
conciencias de los seres humanos… y las malas tripas de algunos especímenes que
no pueden entrar en ese colectivo universal. Los seres humanos tenemos
conciencia, sensibilidad, piedad, solidaridad, sentido del sufrimiento; los
malostriperos son miembros del reino animal, simplemente, con todas las
consecuencias que acarrea tan primaria condición.
Entre los seres humanos están los toreros; unos
tipos especiales, francamente. Ocurre una catástrofe, una desgracia, y ahí
están ellos, dispuestos a jugarse la vida para paliar en la medida de lo posible
cualquier adversidad. Se la juegan de balde, solo por arrimar el hombro. Otros
protagonistas de las ciencias y las artes colaboran por una buena causa jugando
por ejemplo un partido de fútbol o cantando ante un nutrido auditorio, y lo
hacen gratis, lo cual provoca la admiración, veneración y gratitud unánime y
colectiva. Con los toreros –por lo general— no ocurre lo mismo. Todavía hay
quien recela de su humanidad, de su filantropía, de su infinita generosidad.
Antes de empezar la corrida, un espectador habitual de esta Plaza surraba entre
escéptico y zumbón: A ver que han traído estos pájaros (los toreros), seguro
que una corridita impresentable. En esas estábamos cuando sonó el clarín.
Ahí los tienen: son seis toreros, seis, alineados
ante la doble hoja del portón de cuadrillas. Son la mayoría de los mandamases
de la torería andante contemporánea. Faltan algunos –Ponce, Perera…–, por
causas diversas, pero, en el fondo –en
el trasfondo—también están presentes. Padilla, José Tomás, Morante, El Juli,
Manzanares y Talavante solo tocan a toro por barba, y saben que se juegan mucho
en el envite. En este momento no piensan en la vida o en la muerte –¡qué han de
pensar!–, lo que importa es cortar las dos orejas al toro que tienen adjudicado
de antemano. No hay plazo ni tiempo para el desquite. Es un albur estrecho.
Representan a una buena parte de la Champions League del toreo. Ninguno de
ellos quiere perder en esta pelea a un solo asalto. Todos piensan puntuar,
pasar el corte. Difícil cuestión. Los nervios se desatan entre barreras y las
piernas entran en una nerviosa tiritera.
La plaza de toros que muestra su redondez
ladrillera al paseo de Zorrilla tiene los tendidos a reventar de gente. No cabe
un alfiler. Caras conocidas de la política, el arte, la cultura y la farándula.
Asiste, desde una barrera, la Infanta doña Elena. No se conocía expectación
semejante en muchos, muchos años. Valladolid está tomada por forasteros, en
gran parte tomasistas irreductibles e itinerantes que van a dejar en el
estadillo de las cuentas del comercio de la ciudad millones de euros. Y se da
por seguro que para resto de las corridas, otras cuatro, el aspecto va a ser el
mismo: llenazos. Es justo reconocer la culpa que José Tomás tiene en esta
bendita aglomeración. Su método, tan respetable como discutible, aboca a un
incontestable corolario: las plazas de toros se llenan. Echen, si no, un
vistazo a esta de Valladolid.
Por todas estas cosas, el prólogo de la presente
crónica de toros será necesariamente más largo que el texto que la desarrolla.
Hay tema de sobra para conjugar el verbo pensar. Pensar acerca de las cosas
antedichas y en las causas que se han concatenado para organizar y celebrar un
espectáculo taurino con tan magnos y magnánimos protagonistas. Pensar, por
ejemplo, en cosas que el malogrado Víctor Barrio jamás pensaría: que su muerte
violenta e inesperada provocaría una provocación encubierta: los mejores –gran
parte de los mejores—se van a ver las caras y las cartas en una sola mano. Cada
cual que las baraje y las juegue como mejor le plazca o como Dios le dé a
entender. La suerte está echada.
Tan sorprendente circunstancia me retrotrae a otra
corrida celebrada en Madrid el 13 de noviembre de 1887, llamada del Gran
Pensamiento por ser éste el título de la sociedad filantrópica que promovió un
festejo taurino del máximo rango, a fin de recaudar fondos con que sufragar los
gastos de los premios anuales a la Virtud y al Trabajo que concedía tan
benemérita como insolvente institución; vamos, que sus arcas eran morada
principal de un ejército de arañas con mucha tela que tejer en sus paredes. Aquélla
tarde pasó a la historia del toreo como la que deparó la más grave cogida
sufrida por Salvador Sánchez Frascuelo a quien el toro de nombre Peluquero, de
Antonio Hernández hirió de mucha gravedad y le dejó tan irreparables secuelas
que precipitó su definitiva retirada de los ruedos.
Pasado más de un siglo y cuarto, otra corrida
histórica, celebrada en la muy taurina ciudad de Valladolid, nos ha dado
sobrados motivos para meter la llave en la cerradura del pensamiento y entrar
en su abstrusa concavidad para darnos de bruces con la palmaria realidad de que
estos tipos tan extraños, llamados toreros, todos ellos en la cumbre de su
fama, se juegan ese tipo por nada… por nada más que reivindicar su primacía
jerárquica. Ninguno de los seis –¡ninguno!—dio un solo paso atrás, un respingo
que ensuciara su admirable gesto de solidaridad y bonhomía. Por ello, no me
pete demasiado hacer hincapié en el desmenuzamiento de sus intervenciones o en
la cronología de sus faenas. Las notas de agencia comunicarán que Padilla y
Tomás cortaron oreja, que Manzanares toreó al único garbanzo zaíno (de
Victoriano del Río) del variopinto muestrario de hierros ganaderos, que los
toros de Juan Pedro y el primer Cuvillo fueron bravos venidos a menos, noble y
sin clase el de Zalduendo y bravos y codiciosos los de Domingo Hernández y el
segundo Cuvillo, premiados ambos con la vuelta al ruedo. También dejarán
constancia esas notas de que Morante y El Juli pasearon dos orejas y que
Talavante, además, se llevó un rabo.
Sin embargo, no puedo por menos que llamar la
atención acerca de la magnificencia del toreo de Morante de la Puebla, de
incomparable excelsitud. No se puede torear con más embrujo, empaque,
apreturas, lentitud y profundidad. Inolvidable su inspiradísima sinfonía con
capote y muleta. Faena para el recuerdo. Tampoco la irreductible actitud de El
Juli, enrazado y fibroso, mandón y templado. Ni, por supuesto, el alboroto
desatado por Alejandro Talavante en el toro que cerraba la corrida. Soberbio,
ceñido y variado con el capote e inmenso de valor y hondura con la muleta. Otro
que quiere sostener el cetro del toreo. Un cetro que, a decir de una gran
pancarta, ostenta José Tomás: el mejor de la historia, dice. Hombre, todo es
respetable, pero estas rotundidades merecen una pasada por el tamiz de la
mesura. Ayer tarde, desde luego, dejó patente el maridaje que tan bien domina,
especialmente con la muleta, el de la quietud y la belleza, pero su cuvillo no
le dejó redondear la faena y la espada quedó trasera.
Al final, todos los toreros se fueron por la misma
puerta que entraron al ruedo, a pie y en fila de a seis. No quisieron salir en
hombros los triunfadores, porque en realidad fue una tarde de toros tan
especial, tan bella, y tan confortante, que no admitía ni vencedores ni vencidos.
Ganaron todos. Ganamos todos. Pero salimos de la Plaza con deberes para
llevarnos a casa: una reflexión sobre las diferentes formas o el variado
concepto que del arte del toreo tienen nuestras figuras actuales ¡Qué
expresión, dicción y trazado tan diferente! Todos ellos, menos Padilla, tienen
en Valladolid una segunda oportunidad en los días venideros.
Todos tenemos, también, tres días para pensar,
recapitular, gozar y razonar sobre lo que ocurrió la calurosa e inolvidable
tarde del 4 de septiembre de 2016, en la primera corrida de la feria, la otra
corrida del Gran Pensamiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario