miércoles, 7 de septiembre de 2016

OBISPO Y ORO: La otra corrida del Gran Pensamiento

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

Valladolid lucía radiante, espléndida, calentada por la sofocante radiación solar de los estertores del verano y especialmente atractiva para los miles de visitantes que se han apuntado a un breve, pero intenso, serial de toros que sus organizadores consideran histórico, y no les falta razón. A los que les falta razón es a quienes se han apoyado en una histeria sectaria y pacata y obligado a que el Consistorio retire la proclamación de Taurina a esta Ciudad, que ha ido emergiendo a través de los siglos sobre las riberas del Pisuerga, a la vez que constataba de forma tozuda y fehaciente su predilección por las fiestas y regocijos en torno al toro bravo que se criaba en grandes manadas apenas a dos leguas de la población y se corría y lidiaba hace 455 años en el marco fastuoso de su Plaza Mayor, la mayor y mejor plaza de toros que haya existido jamás y modelo para el resto de las Plazas Mayores del mundo. Por eso y por otras muchas causas, negar la Mayor es una supina estupidez. La historia contra la histeria. No hay color.

Este domingo arrancaba la feria Virgen de San Lorenzo –inventada felizmente por los anteriores rectores del Ayuntamiento para librarla de la inclemencia climática de la antigua y ligeramente posterior de San Mateo—con un festejo extraordinario y especial, una corrida de toros que pretendía homenajear y recordar al torero Victor Barrio, cuya trágica muerte en el ruedo de Teruel, acaecida hace casi dos meses, consiguió remover las conciencias de los seres humanos… y las malas tripas de algunos especímenes que no pueden entrar en ese colectivo universal. Los seres humanos tenemos conciencia, sensibilidad, piedad, solidaridad, sentido del sufrimiento; los malostriperos son miembros del reino animal, simplemente, con todas las consecuencias que acarrea tan primaria condición.

Entre los seres humanos están los toreros; unos tipos especiales, francamente. Ocurre una catástrofe, una desgracia, y ahí están ellos, dispuestos a jugarse la vida para paliar en la medida de lo posible cualquier adversidad. Se la juegan de balde, solo por arrimar el hombro. Otros protagonistas de las ciencias y las artes colaboran por una buena causa jugando por ejemplo un partido de fútbol o cantando ante un nutrido auditorio, y lo hacen gratis, lo cual provoca la admiración, veneración y gratitud unánime y colectiva. Con los toreros –por lo general— no ocurre lo mismo. Todavía hay quien recela de su humanidad, de su filantropía, de su infinita generosidad. Antes de empezar la corrida, un espectador habitual de esta Plaza surraba entre escéptico y zumbón: A ver que han traído estos pájaros (los toreros), seguro que una corridita impresentable. En esas estábamos cuando sonó el clarín.

Ahí los tienen: son seis toreros, seis, alineados ante la doble hoja del portón de cuadrillas. Son la mayoría de los mandamases de la torería andante contemporánea. Faltan algunos –Ponce, Perera…–, por causas diversas,   pero, en el fondo –en el trasfondo—también están presentes. Padilla, José Tomás, Morante, El Juli, Manzanares y Talavante solo tocan a toro por barba, y saben que se juegan mucho en el envite. En este momento no piensan en la vida o en la muerte –¡qué han de pensar!–, lo que importa es cortar las dos orejas al toro que tienen adjudicado de antemano. No hay plazo ni tiempo para el desquite. Es un albur estrecho. Representan a una buena parte de la Champions League del toreo. Ninguno de ellos quiere perder en esta pelea a un solo asalto. Todos piensan puntuar, pasar el corte. Difícil cuestión. Los nervios se desatan entre barreras y las piernas entran en una nerviosa tiritera.

La plaza de toros que muestra su redondez ladrillera al paseo de Zorrilla tiene los tendidos a reventar de gente. No cabe un alfiler. Caras conocidas de la política, el arte, la cultura y la farándula. Asiste, desde una barrera, la Infanta doña Elena. No se conocía expectación semejante en muchos, muchos años. Valladolid está tomada por forasteros, en gran parte tomasistas irreductibles e itinerantes que van a dejar en el estadillo de las cuentas del comercio de la ciudad millones de euros. Y se da por seguro que para resto de las corridas, otras cuatro, el aspecto va a ser el mismo: llenazos. Es justo reconocer la culpa que José Tomás tiene en esta bendita aglomeración. Su método, tan respetable como discutible, aboca a un incontestable corolario: las plazas de toros se llenan. Echen, si no, un vistazo a esta de Valladolid.

Por todas estas cosas, el prólogo de la presente crónica de toros será necesariamente más largo que el texto que la desarrolla. Hay tema de sobra para conjugar el verbo pensar. Pensar acerca de las cosas antedichas y en las causas que se han concatenado para organizar y celebrar un espectáculo taurino con tan magnos y magnánimos protagonistas. Pensar, por ejemplo, en cosas que el malogrado Víctor Barrio jamás pensaría: que su muerte violenta e inesperada provocaría una provocación encubierta: los mejores –gran parte de los mejores—se van a ver las caras y las cartas en una sola mano. Cada cual que las baraje y las juegue como mejor le plazca o como Dios le dé a entender. La suerte está echada.

Tan sorprendente circunstancia me retrotrae a otra corrida celebrada en Madrid el 13 de noviembre de 1887, llamada del Gran Pensamiento por ser éste el título de la sociedad filantrópica que promovió un festejo taurino del máximo rango, a fin de recaudar fondos con que sufragar los gastos de los premios anuales a la Virtud y al Trabajo que concedía tan benemérita como insolvente institución; vamos, que sus arcas eran morada principal de un ejército de arañas con mucha tela que tejer en sus paredes. Aquélla tarde pasó a la historia del toreo como la que deparó la más grave cogida sufrida por Salvador Sánchez Frascuelo a quien el toro de nombre Peluquero, de Antonio Hernández hirió de mucha gravedad y le dejó tan irreparables secuelas que precipitó su definitiva retirada de los ruedos.

Pasado más de un siglo y cuarto, otra corrida histórica, celebrada en la muy taurina ciudad de Valladolid, nos ha dado sobrados motivos para meter la llave en la cerradura del pensamiento y entrar en su abstrusa concavidad para darnos de bruces con la palmaria realidad de que estos tipos tan extraños, llamados toreros, todos ellos en la cumbre de su fama, se juegan ese tipo por nada… por nada más que reivindicar su primacía jerárquica. Ninguno de los seis –¡ninguno!—dio un solo paso atrás, un respingo que ensuciara su admirable gesto de solidaridad y bonhomía. Por ello, no me pete demasiado hacer hincapié en el desmenuzamiento de sus intervenciones o en la cronología de sus faenas. Las notas de agencia comunicarán que Padilla y Tomás cortaron oreja, que Manzanares toreó al único garbanzo zaíno (de Victoriano del Río) del variopinto muestrario de hierros ganaderos, que los toros de Juan Pedro y el primer Cuvillo fueron bravos venidos a menos, noble y sin clase el de Zalduendo y bravos y codiciosos los de Domingo Hernández y el segundo Cuvillo, premiados ambos con la vuelta al ruedo. También dejarán constancia esas notas de que Morante y El Juli pasearon dos orejas y que Talavante, además, se llevó un rabo.

Sin embargo, no puedo por menos que llamar la atención acerca de la magnificencia del toreo de Morante de la Puebla, de incomparable excelsitud. No se puede torear con más embrujo, empaque, apreturas, lentitud y profundidad. Inolvidable su inspiradísima sinfonía con capote y muleta. Faena para el recuerdo. Tampoco la irreductible actitud de El Juli, enrazado y fibroso, mandón y templado. Ni, por supuesto, el alboroto desatado por Alejandro Talavante en el toro que cerraba la corrida. Soberbio, ceñido y variado con el capote e inmenso de valor y hondura con la muleta. Otro que quiere sostener el cetro del toreo. Un cetro que, a decir de una gran pancarta, ostenta José Tomás: el mejor de la historia, dice. Hombre, todo es respetable, pero estas rotundidades merecen una pasada por el tamiz de la mesura. Ayer tarde, desde luego, dejó patente el maridaje que tan bien domina, especialmente con la muleta, el de la quietud y la belleza, pero su cuvillo no le dejó redondear la faena y la espada quedó trasera.

Al final, todos los toreros se fueron por la misma puerta que entraron al ruedo, a pie y en fila de a seis. No quisieron salir en hombros los triunfadores, porque en realidad fue una tarde de toros tan especial, tan bella, y tan confortante, que no admitía ni vencedores ni vencidos. Ganaron todos. Ganamos todos. Pero salimos de la Plaza con deberes para llevarnos a casa: una reflexión sobre las diferentes formas o el variado concepto que del arte del toreo tienen nuestras figuras actuales ¡Qué expresión, dicción y trazado tan diferente! Todos ellos, menos Padilla, tienen en Valladolid una segunda oportunidad en los días venideros.

Todos tenemos, también, tres días para pensar, recapitular, gozar y razonar sobre lo que ocurrió la calurosa e inolvidable tarde del 4 de septiembre de 2016, en la primera corrida de la feria, la otra corrida del Gran Pensamiento.

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