FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Cuando culminaba la feria taurina de Valladolid, la más
exitosa, concurrida y propalada de los últimos tiempos, he podido ver y
disfrutar –aunque haya tenido que recurrir al servidor de urgencia que monta
guardia en las redes sociales—con la fugaz vuelta a los ruedos de Luis
Francisco Esplá. ¡Genial, Esplá! ¡Insólito Esplá! Diferente a todos los toreros
que he conocido, dentro y fuera de las plazas de toros. Esplá accedió al ruego
de Juan Bautista, empresario y actor a la vez de Les Arènes d’Arles, su ciudad
natal, y diseñó algunas escenas taurinas en la cartelería y la decoración del
piso del monumental y más que milenario coliseo, para darle color y
originalidad a la corrida goyesca que andaba organizando el torero del Midi
francés para aperturar la llamada Feria del Arroz de esta comarca camarguesa,
taurina cien por cien, rodeada por las tierras que serpentea el Ródano, las
tierras lacustres que fueran espejo de inspiración para la impresionante e
impresionista paleta de Vincent van Gogh.
Juan Bautista no solo convenció al siempre sorprendente
Bambino para pintar, sino que logró arrancarle el compromiso de protagonizar
activamente el acontecimiento, para lo cual el torero alicantino acabó
vistiendo un traje de la época de Goya y toreando dos toros de Zalduendo. Y
Esplá se colocó los ropajes de seda bordada por rica cordonería, su blanca
redecilla para sujetar el hipotético moño protector de la nuca, colocó
banderillas, tomó capote y muleta y toreó magistralmente, incluso después de
ser volteado aparatosamente y lastimado, aunque por fortuna no de gravedad.
La feliz noticia del retorno esporádico de un gran torero no
solo estuvo adornada por el abigarrado encanto de su diseño gráfico sobre la
candente arena, sino por la novedosa incorporación a la muy solemne y magnífica
banda de música que ameniza las funciones taurinas de Arles de un instrumento
musical no habitual entre sus componentes: el violín. Claro está que un violín
–a veces un solo de violín—solo puede oírse con nitidez en recintos ocupados
por un público respetuoso y dotados de muy buena acústica –los coliseos romanos
son paradigmáticos en esta última cuestión–, pero más que el resultado me
interesa resaltar la novedad, la búsqueda de otras sensaciones, de atractivos
aditamentos.
Soy un ferviente partidario de la música en los toros. Es
más, me gustaría que la Monumental de Madrid contara con una orquesta sinfónica
para amenizar las faenas verdaderamente excepcionales de los toreros, pero soy
consciente de que tal acaso resulta poco menos que una temeridad, porque se
encontraría con la frontal oposición y repulsa sonora de esa otra orquesta
disfónica que emana cada tarde de los tendidos de Las Ventas. En otras Plazas
–no muchas, la verdad–, la música suena a gloria en una tarde de toros, pero en
otras, la mayoría, la charanga las estropea. No obstante, a mi juicio, es
indudable que si el bello Arte de la Música es complemento ideal para adornar
el bello y dinámico arte del toreo, sería bueno que cuando interviene en el
acto formal de la corrida entrara de una vez por todas en el túnel de la
renovación. Con todos los respetos a su inmarcesible trayectoria y a sus
referentes históricos, que sigan sonando en las plazas de toros pasodobles
dedicados a toreros de la ya muy remota antigüedad, me parece anacrónico; y en
el colmo de los colmos, sin remontarnos al clásico Gallito, que algunos
aficionados muy veteranos tarareen por lo bajini eso de Marcial, eres el más
grande, o Domingo Ortega, torero de maravilla, Manolete, Manolete, si no sabes
torear a qué te metes…me huele a la más rancia naftalina.
Aquello fue grandioso, desde luego, pero se me antoja que a
estas cosas es menester darles una pasada por la garlopa de la
contemporaneidad. Hay que ponerse al día, ajustar las claves del pentagrama del
toreo a los tiempos que vivimos y engrasar la imaginación, si bien es justo
reconocer que algunos temas musicales actuales –los de más reciente creación–
que se oyen en las Plazas son piezas de ajustado compás y aflamencado ritmo,
bien alejadas del clásico chunda-chunda que protagoniza los pasacalles
festeros.
Desde hace un año –quizá dos–, en el coso del Bibio de Gijón
se oye El Concierto de Aranjuezu oberturas de ópera –creo haber entendido–
mientras torean algunos toreros, lo cual no deja de ser una forma explícita y
bellamente sonora de calificar estilos, conceptos del toreo. Y si alguno me
replica que también estas composiciones creadas por verdaderos genios de la
Música, son arcaicas, me guardaré, por mero pudor, la respuesta.
Pregunten a los toreros si, mientras citan para torear al
natural, prefieren escuchar un pasodoble resobado o una sinfonía clásica.
En Arles no se ha pretendido otra cosa que dotar de
originalidad, compostura y ornato artístico al desarrollo de una corrida de
toros; en suma, aportar alicientes para que el público acuda a ver un
espectáculo ya singular en sí mismo, pero, como ya ocurrió en épocas
anteriores, demasiado anclado en el pretérito por un enquistamiento endémico
que le impide mirar al futuro sin prejuicios. La fiesta de los toros necesita
moverse, tomar iniciativas, exponer ideas, modernizarse, en definitiva. Todo
ello con el compromiso irrenunciable de mantener su esencia: la emoción del
toro bravo, encastado e íntegro.
Algo de esto ocurrió el pasado sábado en Arles cuando Luis
Francisco Esplá, Morante y Juan Bautista cruzaron las arenas del ruedo sobre
una alegoría de la función de toros y el escenario en que se desarrolla, el
cuadro de vivos colores que un torero veterano creó, para sorpresa y regocijo
de miles de espectadores. El artista del pincel y del grabado se fajó después
con dos toros y acabó con el rostro ensangrentado. Pero victorioso, después de
demostrar la empatía que se produce entre una performance debidamente estudiada
y la evidencia del riesgo.
Esplá es uno de los pocos toreros que se ha cultivado en
otras Artes. A lo largo de su larga y prolífica trayectoria, Luis Francisco se
ha preocupado por rescatar las esencias de viejas tauromaquias, en lo que se
refiere a la ropa de torear y a las suertes del toreo, principalmente; pero
sabe bien que la evolución razonable y periódica, la cíclica adecuación que
piden las épocas, es indispensable para vivificar la fiesta de los toros.
La original puesta en escena de Arles y la aportación de
nuevos instrumentos musicales a la espléndida Banda de Música de su colosal
Coliseo, han sido complemento ideal para una gran tarde de toros. Una tarde
para el recuerdo, pero también para que recuerden los productores y principales
actores que intervienen en la puesta en escena del no menos colosal espectáculo
taurino que han de ponerse a trabajar, a ponerle el turbo al magín para crear
nuevas expectativas.
Estoy convencido de que Esplá, el mayor apóstol taurino de
todo lo añejo que se considere digno de rescate, también lo tiene muy claro:
Renovarse o…
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