TOMÁS-RAMÓN FERNÁNDEZ
El antitaurinismo rampante que los nacionalistas catalanes
impulsaron hipócritamente pretextando su supuesto amor por los animales para
encubrir su "afán de borrar cualquier huella en Catalunya de lo que considera
un símbolo de España" (cfr. Francesc de CARRERAS, La Vanguardia de 5 de
Julio de 2010) ha precedido, como es sabido, en otros lugares en los que los
grupos rupturistas que se han hecho con el poder en Ayuntamientos y
Diputaciones (el de San Sebastián y la de Pontevedra) han promovido decisiones
contrarias a la celebración de corridas de toros en las plazas de la propiedad
de aquéllos y éstas, intentos que han sido frenados por los Tribunales.
A la Sentencia del Tribunal Constitucional de 20 de octubre
de 2016, que declaró inconstitucional y nula la Ley catalana que prohibió las
corridas de toros en el territorio de dicha Comunidad Autónoma, se unieron las
de los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo nº 1 de San Sebastián y nº 2
de Pontevedra de 3 y 16 de noviembre de 2016, respectivamente.
En todos estos casos el debate procesal se ha resuelto en el
terreno de las competencias, es decir, en la periferia del problema, lo que,
lógicamente, deja al gran público sin saber a qué atenerse, como no sea a su
propia percepción de una tradición antigua de la que conoce sólo su aspecto
exterior e ignora absolutamente en la mayoría de los casos sus profundas
raíces.
Como la polémica gira en torno a la cultura, no está de más
decir algo acerca de esas raíces, es decir del simbolismo que explica esa
amistad tres veces milenaria del hombre español y el toro bravo a la que tan
certeramente se refirió Ortega y Gasset.
El toro es en todas las civilizaciones y religiones antiguas
desde Finisterre hasta el Éufrates y el Tigris una epifanía, una manifestación,
de las divinidades vinculadas con la potencia fecundante y creadora de la
Naturaleza. Jack Randolph Conrad, en su libro El cuerno y la espada, que fue su
tesis doctoral en la Dukc University de Carolina del Norte y que ha publicado
en 2006 la Fundación de la Real Maestranza de Sevilla y la Universidad de
Sevilla, ha rastreado con meticulosidad la presencia del toro-dios en las
religiones de la antigua Sumeria (¿recuerdan los toros alados asirios que se
exhiben en el Museo Británico?), de la India, de Egipto (el buey Apis), de
Creta, del Levante, de la propia Roma (el taurobolio de la religión de Mitra,
dominante en la ciudad imperial cuando emerge el cristianismo), en todas las
cuales ha sido venerado por el hombre como fuente de poder y fertilidad, de una
fuerza de la que el hombre ha intentado siempre apropiarse.
Incluso en China, como yo mismo tuve ocasión de comprobar,
esa idea está presente hoy, en los anuncios publicitarios tamaño Premium, que
pude ver hace unos años en las calles de Xian, la ciudad de los "guerreros
de terracota", en los que un toro bien armado que galopa de frente servía
para sugerir las virtudes de un medicamento para reforzar la virilidad.
La corrida de toros es la versión estilizada de ese enfrentamiento
secular del hombre con el toro bravo. Solos en el ruedo, el toro y el torero
escenifican una lucha que se pierde en la noche de los tiempos, entre la
inteligencia del ser humano y la fuerza de la Naturaleza con la que tiene que
convivir.
Que sólo en España y en los países de nuestra estirpe, con
la adición del sur de Portugal y de Francia, se siga representando hoy esa
lucha revestida de seda y oro y convertida en un fantástico ballet, en un arte
singular por nadie igualado nunca, es algo que debería enorgullecernos, pero,
claro, para eso hay que saberlo, lo que requiere una cierta cultura, que brilla
por su ausencia en el antitaurinismo militante de nuestros día.
*** Tomás-Ramón Fernández es miembro
de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y forma parte de la
Comisión Jurídica de la Fundación Toro de Lidia
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