PACO AGUADO
Desde que los Lozano, hace ya más de veinte años, empezaran
a juntar al final de la feria las
ganaderías más "duras" para dejar contenta a la afición
"exigente", la última de San Isidro se definió inevitablemente como
la semana "torista" del abono. Y así ha seguido siendo hasta esta
edición del 2017, cuando el verdadero "torismo" ya se ha mostrado de
forma apabullante con las divisas de la segunda.
Puestos a comulgar con esa absurda y cainita rueda de molino
que intenta distinguir entre torismo y torerismo –cuando lo importante ha de
ser el equilibrio entre ambos protagonistas, llamémosle "torerismo"–,
aceptemos como "torista" a ese convencional concepto de la tauromaquia
que da prioridad y mayor valor a todo lo referente al animal.
Porque, de ser así, habrá que suponer que el aficionado
"torista" madrileño, ese que presume de valorar la buena hechura, el
trapío acorde a cada encaste y la emoción de la bravura en toda su expresión,
tiene que haber disfrutado de lo lindo en los siete días que han ido del 22 al
28 de mayo, cuando han salido al ruedo venteño, al menos, docena y media de
ejemplares de excelente condición.
Entre la encastada novillada de "domecqs" de El
Montecillo del primer día y el enclasado galope de los "murubes" del
Capea de la última de rejones, cupieron sobre todo tres bravas y completas
corridas de Núñez del Cuvillo, Alcurrucén y Jandilla, con una altísima media de
toros destacados que hicieron que del triste goteo de los primeros días de la
feria se pasara a un auténtico derroche de bravura.
Cierto es que, como excepción a la regla, entreveradamente
tuvimos que sufrir también el desesperante y nulo juego de los
"lisardos" de Valdefresno –tal vez una corrida demasiado “temprana”
para el campo salmantino– y el pésimo pero lógico resultado de los bastos y
contrahechos toros de El Torero, tan alejados en todo de sus primos hermanos de
Jandilla.
Pero esos dos lunares no pudieron empañar el brillo de una
excepcional semana ganadera en la plaza de Madrid, de la que destacó un aún más
selecto cuadro de honor: dos toros de desbordante repetición de Cuvillo, ambos
en el lote de Alejandro Talavante, uno de sobresaliente profundidad de
Alcurrucén, al que desorejó Ginés Marín, y dos o tres "jandillas" que
fueron, cada uno en su versión, merecedores de esa vuelta al ruedo que solo se
llevó "Hebreo" –que figuró como "Hebrea" en los programas
de mano a causa de esa funcionarial manía veterinaria de registrar a los
becerros con el nombre literal de sus madres– por poner en el empeño mucho más
que Sebastián Castella.
Lo mejor del caso es que tal confluencia de bravura de la
pasada semana no parece que haya sido una casualidad, la arbitraria lotería de
buenos toros aislados que venía siendo norma desde hace muchos años en San
Isidro, sino el resultado directo de la apuesta, no siempre lograda, de los
ganaderos y de la nueva empresa por una presentación más racional de las
corridas, en busca de esa normalización que, por el bien del espectáculo,
debería imponerse para erradicar la dictatorial tabla rasa de los corrales.
Por mucho que se hayan escuchado algunas protestas de
quienes siguen fijándose solo en la tablilla y en el hierro de los toros para
tener argumentos a la contra, la mayoría de esos ejemplares destacados han
tenido una presencia mucho más armónica, con unas hechuras tan finas como
serias y bien armadas y, sobre todo, acordes a su origen genético. Es decir, que
eran toros realmente de primera para una plaza de primerísima.
Así que si, viendo salir al precioso jabonero de Cuvillo y
al enrazado "núñez" que desorejó Marín, eran muchos los que pedían
"¡toros!" desde el siete y otros tendidos del caos de criterios en
que se ha convertido Las Ventas, "toros" tuvieron. Porque esos mismos
astados protestados y "pregonados" –incluso antes de su lidia en las
redes sociales– dizque por chicos e impresentables igual que aquel famoso
"Bastonito", también rompieron a embestir como lo que eran:
prototipos perfectos del toro de lidia, tan raros de ver en Las Ventas en las
últimas décadas.
La única preocupación que queda tras esta feliz lectura del
nivel de casta en los últimos días isidriles es que a esa docena y media de toros
notables únicamente se les cortaron diez orejas… de las que la mitad fueron
para los rejoneadores. Raro e inquietante San Isidro será este si, de no
cambiar las tornas en su segunda mitad,
acaba arrojando un balance de más y
mejores toros que toreros. Y, de momento, los funos van ganando por goleada.
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