PACO AGUADO
Distancia y altura marcan el imaginario eje de coordenadas
en el que ha de oscilar la presentación de las telas toreras a la hora del
cite. Y hay tantas combinaciones para jugar con ellas como comportamientos
puede tener un toro. Porque la técnica del toreo es mucho más rica de lo que pretenden
los cuatro conceptos tópicos y canónicos con que algunos presumen de
aficionados.
Sólo cuando un torero domina esa amplísima gama de registros
lidiadores pasa, incontestablemente, a la categoría de maestro, que es el nivel
superior al que Antonio Ferrera ha accedido ya con todos los honores.
Reaparecido, reconvertido, reconfirmado en sí mismo, el
veterano torero extremeño lo demostró clamorosamente en Sevilla, con toros de
muy distinta condición, desde la fiereza del "victorino" a la clase
endeble de un par de "pilares" que él ayudó a afianzar con pulso de
orfebre. Y, el pasado domingo, también en Madrid, con ese cuarto de Las Ramblas
al que hizo una faena de inteligente flexibilidad mental.
La obra venteña de Ferrera, dados su planteamiento y su
resultado, resultó especialmente modélica por el radical contraste que supuso
frente a los conceptos rígidos y ventajistas que dominan estos tiempos
monótonos de toreo “asegurado” y especulativo. Y es que el maestro pacense se
limitó nada más y nada menos que a llevar a la práctica la verdadera esencia de
la lidia moderna: optimizar las virtudes de un toro, por escasas que sean, y
relativizar sus defectos, siempre que no sean irresolubles.
Y así sucedió que de la simple nobleza de ese toro colorado,
que, por construcción o por condición, apenas si quiso descolgar su cuello ante
la tela, Ferrera logró sacar mucho más que un trasteo aseado, sino que creó una
obra de arte que le valió –mejor no entremos en las estériles polémicas del
palco– una de las orejas de más peso que se van a cortar en toda la feria de
San Isidro.
La clave de todo estuvo en la técnica, en la aplicación
idónea de ese eje de coordenadas que señalábamos líneas arriba, y en especial
la variable de la altura, que en manos de Ferrera recuperó en este caso toda su
importancia y dimensión.
¿Para qué empecinarse en citar por abajo si el toro, en
principio, no quiere embestir a ese nivel? ¿Para qué el absurdo de echar los
vuelos de la muleta delante de las pezuñas si la mirada del toro está puesta un
metro más arriba?
Pues eso, que Ferrera consiguió convencer a
"Traslúcido" sin necesidad de llevarle la contraria para, una vez
metido en vereda, ahora sí, llevarle por donde no quería ir.
Porque fue así, presentándole el engaño a la altura adecuada,
como logró a provechar el ritmo noble del de Las Ramblas, sosteniendo la tela
en el aire con ese difícil pulso y esa sutileza que sólo están al alcance de
los grandes toreros, hasta dar celo y equilibrio a una embestida reducida de
virtudes.
Y no solo eso, sino que, de una manera magistral, Ferrera
supo jugar distintamente con esa altura de la tela en cada tramo del trazo los
pases: elevada en el cite y el embroque pero más baja en los remates, para que
los pitones salieran por encima del estaquillador y no deslucieran la suerte
tropezando el objetivo.
Claro que esa elocuente lección de técnica no hubiera
bastado por sí sola para darle el triunfo al extremeño, en tanto que los
recursos lidiadores, tomados de forma aislada, suponen un ejercicio demasiado
frío e inexpresivo de cara al tendido. Pero a estas alturas, como ya venía
apuntando en los últimos años, Ferrera ha añadido a su sobresaliente oficio un
añadido fundamental: ese saber andar y gustarse que viene con los años y con la
fe en uno mismo y que ahora le da sabor a su torerísima puesta en escena.
Así fue como, del absoluto dominio de los
"porqués" pero también del "cómo", surgió esa faena tan
bien estructurada pero también envuelta con una perfecta expresión estética.
Fue con el pecho mostrado y a compás de la embestida, con la naturalidad
relajada de cada gesto, con el gusto por lo bien hecho y con un temple más allá
de la técnica como Ferrera nos ocultó el "truco" y nos dejó ver solo
sus esplendorosos resultados. Como los buenos magos. Como los auténticos
maestros del toreo.
Pero más allá de lo disfrutado, esta gran faena y la
reciente de Sevilla, basadas ambas en el prodigioso dominio manzanarista
–hablamos del padre, no se confundan– de la difícil media altura y de la
distancia exacta de cada cite, deberían servir también para inducir a la
reflexión a muchos de los compañeros del extremeño, tanto veteranos como
jóvenes.
Porque llegan, además, en el momento oportuno, justo cuando,
frente a la flexibilidad mental aconsejable para el toreo, nos estamos hartando
de ver, monótonas y aburridas, rígidas e infructuosas, tantas y tantas faenas a
piñón fijo que sus autores y sus publicistas califican de
"dominadoras".
Y todo porque hay quien considera “poderoso” al torero que,
sea cual sea su condición, apabulla y anula la mínima iniciativa del toro. O al
que le niega toda ventaja en la arrancada cegándole la vista con una pantalla
de tela roja. O al que cita con media muleta sobre la arena -aunque termine el
pase levantándola medio metro del suelo- para, más que someter, evitar que el
animal no mire a sus taleguillas. O incluso al que, en una huida hacia
adelante, se echa encima de los pitones y acorta las embestidas, como el
boxeador que se va al "clinch" para reducir la inercia de los golpes
de su adversario…
Pero el caso es que con los maestros, con los que de verdad
sacan provecho de todo tipo de toros, siempre corre el aire, como ese aire
fresco y renovado que ha traído Antonio Ferrera en esta nueva y gloriosa etapa
de su carrera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario