Tras su paso triunfal por
Sevilla, el torero extremeño reverdece laureles y firma, con un noble toro de
Las Ramblas una faena de aire magistral y sembrada de exquisiteces.
BARQUERITO
Foto: EFE
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Está rondando y tal vez cuaje la idea de relanzar un cartel
de banderilleros. Este lo era en rigor. Pareció posible aval un público muy de
domingo de San Isidro. Los tendidos de sol predispuestos, generosa respuesta al
menor gesto. Los tercios completos de un solo espada tuvieron más sustancia,
mérito y rigor que los compartidos, pero se celebraron de otra manera.
Se dejó sentir que a Ferrera se le queda corto el proyecto.
Acaba de dar en Sevilla un salto de calidad y de confirmar una reinvención de
su propio sentido del toreo: todos los premios de la Feria de Abril para
cualquiera de sus dos y hasta tres faenas de maestro, tan distintas las tres.
Han perdido las banderillas en su caso el protagonismo que en su tiempo
tuvieron: los pares a topa carnero, los quiebros y cambios por los adentros,
los cites de largo en los medios con el señuelo de un capote plantado, las
reuniones al salto. Escribano, fácil con los palos y fiel a su arriesgado par
en tablas al quiebro de creación propia, acusa las secuelas de la gravísima
cornada de hace un año en Alicante y ha tenido que prescindir de sus carreras y
regates por delante después de clavar. Padilla se mantiene incombustible, pero
ha renunciado no a todo pero sí a parte de su personal aparataje con los palos.
Ninguno de esos tres toros cinqueños fue bueno ni malo, sino
todo lo contrario. Se asfixió el primero, acochinado y capachito, mortecino el
son, fragilísimo. Veleto y abierto, muy voluminoso pero no destartalado, el
segundo, el que galopó en banderillas, se vino abajo a las primeras de cambio y
echó la cara arriba sin terminar de pasar. El tercero, bizco del izquierdo y
descarado, pasó en nada de tardear y rebrincarse a apalancarse y pararse en
seco. Los tres murieron de estocada al primer viaje. Nada más pasó.
La cosa cambió de signo en la segunda mitad con los tres
cuatreños del envío, que, más menudos, estuvieron en tipo. En el de
procedencia: Salvador Domecq. Fueron también distintos. Con el más noble de los
tres, el quinto, hechuras infalibles, la pinta del peluche colorado, toreó a su
antojo y a cámara lenta Antonio Ferrera. Una pródiga faena marcada por unos
cuantos aciertos singulares. El primero de todos, ir cambiándole al toro
terrenos poco a poco hasta dar con la querencia precisa, las rayas del sol. Ahí
fue el cuerpo o el alma de una segunda mitad de faena de seguridad y calma
apabullantes. Donde el toro agradeció el trato y el sitio. El acierto para
elegir el donde no tuvo tanto peso como el regusto y el compás para torear,
ondulante la muleta, sabia la colocación, perfecta la medida de muletazos y
tandas, su ligazón y su hilván. Todo armonía. Muy hermosas las salidas de la
cara del toro De gracia particular el toreo a pies juntos. El ambiente fue de
clamor. El toro rodó sin puntilla. Se pidió apasionadamente una segunda oreja.
El viernes se la negaron a Talavante por méritos distintos pero similares y el
palco de las Ventas parece secuestrado.
Padilla le pegó de salida al cuarto cinco largas cambiadas
de rodillas en tablas, en el tercio y casi en los medios la última, y una
revolera. Sus tres pares de banderillas, el último con los dos palos en la mano
diestra y pasándose de pitón por delante. Un lío. Siete muletazos de rodillas
en una apertura de faena de tirar la casa por la ventana. Pero se rajó el toro
sin esperar apenas. No fue sencillo torear después del concierto de Ferrera,
pero, sin pretender dar réplica, Escribano, a porta gayola en el saludo sin que
el toro se enredara, se entendió bien con el sexto, no tan bondadoso como el
quinto, pero casi. No siempre acertó Escribano con la distancia –demasiado
encima al final de largo trasteo, a veces por fuera- pero sí firmó muletazos de
calibre y calidad, de torero refinado. Como todas las faenas de acumular, fue
de desigual ritmo. Un exceso los cortes y paseos. Bonito trabajo. Un metisaca
lo echó todo a perder. Se echó el toro.
FICHA DEL FESTEJO
Domingo, 21 de mayo de 2017. Madrid. 11ª de San Isidro. 19.000 almas.
Encapotado, templado. Dos horas y cuarto de función.
Seis toros de Las Ramblas
(Daniel Martínez).
Juan Jose Padilla, silencio y saludos.
Antonio Ferrera, silencio y una oreja.
Manuel Escribano, silencio y palmas.
Postdata para los
íntimos.- El pasado enero murió en Madrid Carmenchu Moya y ayer, en
Segovia, en La Casa del Siglo XV, se inauguró una exposición de una veintena de
sus cuadros. Todos los tenía guardados en su casa de Madrid. No solo esos
veintitantos, sino muchísimos más. No me atrevo a decir que cientos. Pero es
que se pasó la vida pintando. La vida entera. Mientras estudió en San Fernando
sus cinco años de Bellas Artes -la escuela estaba radicada entonces en la
Academia, y en un lugar que a mí me parecía algo sombrío para estudiar pintura-
hasta que la Parca vino a buscarla. Iba cumplir 73 años.
No era famosa, aunque sus retratos de encargo, siempre
teñidos de un aura original, le dieron lo suficiente para poder renunciar a la
bohemia. Fue, también, una brillante profesora de dibujo y pintura en un
colegio de Madrid. La propia Carmenchu dejó escrito antes de morir un pequeño
autorretrato que, leído ahora, es conmovedor. Por lo sencillo. Los pintores que
saben pintar, si se lo proponen, saber también poner en palabras la vida.
La necesidad de pintar puede ser irrenunciable. Es una
verdad de perogrullo -el pintor con el lápiz en la mano hasta durmiendo o
soñando- pero parece un descubrimiento cada vez que se nos viene a los ojos una
obra. Disfruté casi a solas con la exposición -su hija atendía a unos amigos a
las seis de la tarde- y todavía me dura la emoción. Paisajes, horizontes, cosas
pequeñas, soledades de invierno, primaveras de prados, cielos enormes, de moche
o de día, una reflexión repetida sobre la soledad panteísta.
Luces distintas probablemente en función del temperamento de
cada día. Un retrato de su hija a los diez años vestida de uniforme marinero.
Otra de todos sus amigos pintores reunidos en la tertulia del Café Gijón, sin
el aire sombrío de la tertulia del Pombo que tan célebre hizo Gutiérrez Solana,
sino con un candor iluminado y romántico que refleja el profundo sentido que
Carmenchu tenía de la amistad. De su pasión por la vida es testimonio esa
pequeña colección entera. Dos horas después de la inauguración, La Casa se
llenó de amigos. Entre ellos, unos cuantos de los pintores del retrato del
Gijón. Con veinticinco años más que en la fecha del retrato. A la hora de
comer, su familia y los intimos fueron a esparcir las cenizas por un rincón
escondido de las faldas de Guadarrama, cerca de El Carrascal, donde ella pasó
mucho tiempo. Pintando. Los cielos del camino de Valsaín estaban ayer a la hora
del ocaso como algunos de los cuadros alegres de Carmenchu. A eso se llama
vivir dentro de un cuadro. La pintura tiene algo de inmortal.
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