sábado, 24 de marzo de 2018

OBISPO Y ORO - La llave de la sorpresa

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Capacidad para sorprender. Esa es una de las condiciones básicas que debe tener el torero para entrar en el lugar tan ansiado y tan abstruso que es el inamovible recoveco del recuerdo.

La historia de la Tauromaquia registra una serie de nombres que se repiten constantemente como paradigmas de lo novedoso, deslumbrante e increíble, o como los portadores de ese chispazo de genialidad que les hace diferentes a los demás congéneres, practicantes ellos de esa disciplina que se halla instalada en  las coordenadas del Arte, donde considero que, dentro de su infinita multiplicidad, debe encontrarse al Toreo. Así, pues, el artista que sorprende ante la cara del toro, obtiene de inmediato la respuesta del público, afectado éste súbitamente por la conmoción que produce el calambrazo de lo imprevisto.

Sin embargo, conviene distinguir entre la conmoción y la emoción. Aquella se produce por una convulsión violenta del ánimo, mientras que la emoción penetra lentamente en los órganos sensitivos de los humanos, imponiendo sensaciones placenteras o dolientes, según los casos.

Con independencia de la mayor o menor trascendencia que hayan tenido en la evolución del arte del toreo, no cabe duda de que los axiomas sorprendentes de Belmonte en la llamada Edad de Oro del Toreo, o aquellas series de naturales, cosidos a los flecos de su muleta, que el viejo Chicuelo le pegó al toro Corchaíto, de Graciliano, en el año 28, dejaron alucinados a los espectadores de la Plaza madrileña de la carretera de Aragón, sentado las bases de lo que hoy se llama ligazón; de que todavía se habla de cómo toreaba Cagancho a la verónica… cuando estaba inspirado, de cómo bajaba los brazos, también con la capa, Gitanillo de Triana – aquél Curro Puya de ¡como “tiempla” el primo!, que decían los de su raza y … muchacho, ¿no se te para el corazón cuando toreas? , que le  preguntaba Corrochano-, de cómo  Manolete dejó patidifusos a los aficionados de la España de cartilla de racionamiento, de cómo después El Cordobés convulsionó a esa otra España de los Planes de Desarrollo, o, en fin, de cómo Paco Ojeda irrumpió de forma volcánica en los años 80 del pasado siglo. Supongo que me habré dejado en el tintero algún que otro nombre que impactara en los públicos de toros de otras épocas –el más reciente pudiera ser José Tomás–, pero, en síntesis, considero que los mencionados pueden entrar dentro de lo que podríamos llamar toreros de conmoción.

Después, se pueden citar a toreros que entusiasmaron y entusiasman ahora –en mayor o menor medida– con su arte, incluso con su dominio del arte y del arte del dominio. En  este apartado les dejo la barra libre para que consuman a su gusto. Todos ellos, indudablemente, fueron –y son– capaces de generar emociones, incluso intensas emociones y tardes memorables, por lo cual merecen el respeto y la admiración de los aficionados. Emociona la esplendidez de su arte, la capacidad de su dominio, pero, aún reconociendo su interés por innovar algunos aspectos en la ejecución de las suertes de la lidia, la mayoría no aportan la cualidad del latigazo de la sorpresa.

Lo ideal sería encontrar el torero que fuera capaz de compaginar su expresión artística –emoción por la vía de la estética— con su capacidad para conmover, improvisando sobre la marcha ante la cara del toro y provocando una espontánea explosión de admiración en el público –conmoción por la vía de la sorpresa–. Eso, digo, sería lo ideal,  pero lo ideal no es sino un producto embridado en la imaginación.

El pasado viernes, en Valencia, pude ver un ejemplo de lo que puede representar el valor de la sorpresa en el público de toros, cuando Andrés  Roca Rey inició su faena de muleta de rodillas, pasándose al toro de Cuvillo por delante y por detrás sin importarle perder de vista los pitones del animal ni la ventolera que soplaba en la Plaza. Aquello me sobrecogió, y, por supuesto, levantó al público de los asientos. ¿Qué había ocurrido?; pues que por entre el celofán de la ventolera se había destapado el regalo de la sorpresa. La sorpresa en los toros conlleva cruzar miradas de incredulidad con quienes ocupan localidades contiguas, echarse las manos a la cabeza y aplaudir con rotundidad, no por cortesía o mimetismo.  Entiendo que Roca Rey tiene la yerba en la boca, y torea divinamente, pero, además, atesora esa otra divinidad que es el rapto que le sobreviene cuando está delante del toro y se inventa otra forma de conducir la embestida del bruto astado, al margen del ritual que dicta el academicismo imperante; por eso sorprende a quien lo contempla, incluso al propio toro.

¿Quiere esto decir que Roca Rey es un revolucionario del toreo? Cuidado. Soy un confeso refractario al dogmatismo, pero mucho más al agorerismo o las profecías. No obstante, constato que, de momento, es quien tiene la llave de la sorpresa en el bolsito de la chaquetilla. Y la suelta a su antojo.  Cuidado con él.

A este respecto, recuerdo también aquél cite con la muleta plegada en la mano izquierda que Morante de la Puebla hizo en Sevilla, para cambiar el viaje del toro al hilo de las tablas. ¡Qué maravillosa e inolvidable sorpresa! La pena fue que el toro –sobrero de Victoriano del Río— le propinó una grave cornada en el muslo. Fue en la feria de abril del año 2000, en el último toro de la tarde, cuando ya tenía las dos orejas del tercero en el esportón y quería una Puerta del Príncipe que le proclamara Rey del Toreo. Quien estuviera presente aquella tarde en la Maestranza difícilmente olvidará el momento. Morante, jacarandoso y arrogante, llama al toro con la muleta plegada –ese cartucho de pescao que Paula llama cucurucho— y se le juega sin ambages, para consolidar su triunfo, algo que parecía imprevisible en un torero esencialmente artista; sin embargo, Morante demostró aquella tarde que es algo más, mucho más, que un artista del toreo y por supuesto, infinitamente más que el pinturero del pingüi, como le motejaban quienes ahora morantean sin el menor recato.

Ambas reflexiones me llevan a repetir lo anterior: la magnificencia del artista sería completa si fuera capaz de generar, a la vez, conmociones y emociones en los públicos.

Pero eso es algo que está solo al alcance de los genios.

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