miércoles, 21 de marzo de 2018

FERIA DE FALLAS EN VALENCIA – ULTIMA CORRIDA: Una gran faena de Antonio Ferrera

Y un toro de buena nota de Victoriano del Río, premiado inopinadamente con la vuelta. Dos avisos para el torero extremeño, que emborrona con la espada un trabajo de categoría.
 
BARQUERITO

LA ÚLTIMA TARDE DE INVIERNO en Valencia, veinticuatro horas antes entrar la primavera, fue inmisericorde. Una mañana soleada pero muy ventosa que se torció a mediodía. Nubes negras bajas a la hora del paseo. Después de arrastrado el primer toro de Victoriano del Río empezó a llover y ya no paró. Lluvia recia durante la lidia del quinto. A mitad de corrida se habían multiplicado los charcos. Piso muy pesado, embarrados los flecos de las muletas y las bambas de los capotes.

En cuanto se puso a calar, la mitad de la gente de los tendidos de sol huyó a refugiarse a las entradas cubiertas de gradas y nayas. Poco público, pero muy presente: el sonoro eco de las gradas subrayó con encendido entusiasmo y olés clásicos la notable faena de Antonio Ferrera al cuarto de la tarde. Una faena de desgarro, expresión y dominio con el sello de la torería de fondo y forma. No la torería de cartón piedra, que se sostiene sobre posturas o gestos teatrales, sino la otra. Sin red, trampa ni cartón.

Pese a su buen estilo al galopar, el toro de Victoriano, hondo, espléndidas hechuras, el más serio de los seis, no se había dejado ver ni en varas -un primer puyazo notable y cuatro o cinco picotazos, y en todos protestó o se repuchó- ni en banderillas, porque la arena no se prestaba a florituras. Un banderillero tan seguro como José Manuel Montoliu tuvo que salir del paso clavando de sobaquillo dos pares. Lo que sí hizo el toro fue apretar.

Ferrera no se había apenas estrenado con el primero de corrida, que punteó, adelantó por la izquierda, se quedó debajo varias veces y midió. Los músicos se arrancaron demasiado pronto y no pararon hasta el momento del cambio de espada. Un pasodoble cualquiera hizo parecer banal ese sordo primer duelo. A cambio de lo cual la propia banda regaló los oídos del toro, y de los demás presentes, con una pieza muy sentimental, el Concha Flamenca, cuyo solo de clarinete, tan para virtuosos, puede subrayar una bella faena tanto como lo hizo esta vez el coro rotundo de olés de los refugiados en nayas y gradas.

Ferrera toreó desde el primer muletazo, el primero de una serie de tres de castigo y horma bien trazados, y lo hizo hasta el último. Frente a la puerta de cuadrillas, contraquerencia en Valencia, y entre rayas, siete, ocho tandas. A todas fue común la auténtica ligazón, que conlleva sus riesgos y encarece el toreo con el signo de la pureza. No fue la faena perfecta o redonda al uso, pero la emoción se disparó. En el toreo en redondo y, sobre todo, en dos tandas al natural, de las de romperse el torero sin estridencias. Los remates, variaciones de molinetes y cambios de mano antes del cambiado de pecho para salir de suerte, contaron casi tanto como el cuerpo de la faena. Su gracioso ritmo sin pausas.

Contaron, además, dos cosas: el valor seco de citar y aguantar en distancia cuando el toro estaba todavía por darse y, en fin, una tanda de redondos -la muleta sola, sin ayudarse Ferrera de la espada- que fue un trueno. De ella salió Ferrera con un molinete caminado, muy de su repertorio. El toro puso mucho en el empeño: grave nobleza, prontitud. También un punto de reserva traslucida solo a última hora, la de morir en tablas tras haberlas barbeado, y sin descubrir para el descabello. Ferrera había cobrado un pinchazo y una estocada trasera. Del primer intento se dolió, como si se hubiera cortado. Sonó un aviso, hubo que perseguir al toro, sonó otro aviso y estuvo a punto de caer el tercero. Para general sorpresa el palco sacó el pañuelo azul. No lo vieron ni los alguaciles ni los mulilleros. El tiro de arrastre tuvo que ir al patio a buscar el toro. Ferrera decidió dar una vuelta de las que premian una faena sobresaliente pero mal rematada con la espada.

Además del toro de la vuelta, hubo en la corrida de Victoriano otro que mugió y gruñó como un poseso, pero tuvo, a cambio, muy buen son. Parecía embestir de puntillas, resistió dos varas en serio, se tragó tres quites, uno detrás de otro -Ginés Marín salió feamente volteado y revolcado al cobrar una gaonera derivada a capote plegado, pero se levanto sin dolor ni duelo, la sangre caliente- y aguantó a buen ritmo una faena de buen aire -torero más encajado que ajustado- pero falta de esa tanda que acredita el gobierno de un toro. No entró la espada.

Sí lo hizo, y de qué manera, la del venezolano Jesús Enrique Colombo, que tumbó al tercero de una estocada extraordinaria. Soltando o perdiendo el engaño, pero cruzando como los buenos. No solo la estocada. Suelto, seguro y puesto, Colombo manejó con acierto las primeras embestidas en arreón del tercer toro, bravucón y encastado, y le consintió de todo cuando se paró y defendió. No tan arrollador como en su última temporada de novillero -solo el año pasado- porque la edad del toro es una diferencia, pero el asiento es el mismo, y la ambición, todavía mayor. Quinto y sexto de corrida fueron toros deslucidos. La cara arriba y distraído el uno; rajado sin remedio el otro. Cumplidor Marín, afanoso Colombo.

FICHA DEL FESTEJO
Lunes, 19 de marzo de 2018. Valencia. 10ª de Fallas. 4.000 almas. Encapotado, fresco y desapacible. Lluvia a partir del segundo toro. Piso encharcado y embarrado, muy pesado. Dos horas y meda de función.
Seis toros de Victoriano del Río. El cuarto, Jarretero, número 75, 535 kilos, premiado con vuelta en el arrastre.
Antonio Ferrera, silencio y vuelta tras dos avisos.
Ginés Marín, saludos tras un aviso y ovación.
Jesús Enrique Colombo, que sustituyó a Román, una oreja y saludos tras un aviso.

Postdata para los íntimos.-  Valencia. El día de San José carpintero. En los merenderos de la Malva-Rosa estaban poco después de mediodía cociendo las gambas que se echan a los arroces en paellas de casi un metro de diámetro o más. Soplaba el viento solano, que es frío, y no se pudo esta vez aspirar el aroma del mar, que estaba en calma infinita. Una mínima cresta blanca para morir en la orilla como una labor de vainica. 

Esa orilla larguísima que, de norte a sur, empieza en La Patacona -el templete que separa Alboraya del Cabañal- y termina en los nuevos tinglados de ocio, al estilo Miami, que crecieron donde las antiguas aduanas y sus almacenes. A la playa extrema del Cabañal la han rebautizado no sé si oficialmente como la de Las Arenas, que era el nombre de un balneario de los años 20 -muros pintados de rabioso añil, estilo grecorromano de pastiche- y ahora, reconstruido y ampliado con dudoso estilo, ha colonizado la zona. La zona del paseo Neptuno, donde los restaurantes antiguos de playa ´La Marcelina y La Pepica- y los ya no tan modernos que vinieron después. Se han ido cribando en función de calidad y precio. LÉstimat está considerado como el mejor de todos. Lo suscribo. Pero La Pepica tenía y tiene otro encanto. De salón de balneario o marino, las dos cosas. Grandes cristaleras, techos altísimos muy bien iluminados, un zócalo de cerámica del país y sillas con respaldo que acaricia los riñones. Dentro de La Pepica, comedores amplísimos huele más a marisco fresco, y a mar, que paella de calentón.

Los chiringuitos que van desde La Patacona hasta Las Arenas trabajan en verano. Y en Fallas. Vi el cartel de completo en casi todos ellos. Y el menú consabido. Arroz, arroz, arroz. Arroces. Cuando acabé el paseo, me di cuenta de que el poco sol entrevisto picaba como de lluvia. Con apuros llegué a la parada termino del 95, que sube hasta la Puerta del Mar en días falleros. No creo que hayan resistido el frío los comensales de las terrazas. Habrán volado los manteles de papel. No el arroz de paella, que suele pegarse al fondo. A mi padre le gustaba justamente el fondo, el arroz pegado. No he heredado el gusto. Ni tampoco por las gambas recocidas que se retuercen como los caracoles. Del arroz con caracoles, tan del gusto de los catalanes mediterráneos, no opino. Me encantan los caracoles en Francia, desfigurados, irreconocibles. En el Mercado Central, al entrar en la zona de pescado, hay un puesto donde se venden casi solo caracoles. Cientos de ellos, en redecillas. Muy lavados, las conchas brillan. De la baba del caracol tengo todavía menos noticia que del arroz. En Casa Ripoll -"donde comer junto al mar es un delicia para el paladar"- estaba anunciado en una carta larguísima de arroces de diario.

La playa, vacía. La zona de balón volea, con sus redes y postes, sin un alma. Están reparando la fuente de la rosa de los vientos, donde me gusta parar todos los años. No había por el paseo de la Malva.Rosa apenas manteros. Un grupito de bolivianos y dos o tres de senegaleses.. Bajé al Cabanyal en tren, el cercanía de Castellón, y, luego, en el 32, tomado en la esquina de Manuela Estellés y Blasco Ibáñez llegué hasta el límite, En el asiento de copiloto. Ahí se perciben y estudian las ciudades muy bien, Tenia guardado el bonobús del año pasado. Ha funcionado. El centro de Valencia estaba infestado. Con tanta lluvia no sé si arderán las fallas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario