Y un
toro de buena nota de Victoriano del Río, premiado inopinadamente con la
vuelta. Dos avisos para el torero extremeño, que emborrona con la espada un
trabajo de categoría.
BARQUERITO
LA ÚLTIMA
TARDE DE INVIERNO en Valencia, veinticuatro horas antes entrar la
primavera, fue inmisericorde. Una mañana soleada pero muy ventosa que se torció
a mediodía. Nubes negras bajas a la hora del paseo. Después de arrastrado el
primer toro de Victoriano del Río empezó a llover y ya no paró. Lluvia recia
durante la lidia del quinto. A mitad de corrida se habían multiplicado los
charcos. Piso muy pesado, embarrados los flecos de las muletas y las bambas de
los capotes.
En cuanto se puso a calar, la mitad de la gente de
los tendidos de sol huyó a refugiarse a las entradas cubiertas de gradas y
nayas. Poco público, pero muy presente: el sonoro eco de las gradas subrayó con
encendido entusiasmo y olés clásicos la notable faena de Antonio Ferrera al
cuarto de la tarde. Una faena de desgarro, expresión y dominio con el sello de
la torería de fondo y forma. No la torería de cartón piedra, que se sostiene
sobre posturas o gestos teatrales, sino la otra. Sin red, trampa ni cartón.
Pese a su buen estilo al galopar, el toro de
Victoriano, hondo, espléndidas hechuras, el más serio de los seis, no se había
dejado ver ni en varas -un primer puyazo notable y cuatro o cinco picotazos, y
en todos protestó o se repuchó- ni en banderillas, porque la arena no se
prestaba a florituras. Un banderillero tan seguro como José Manuel Montoliu
tuvo que salir del paso clavando de sobaquillo dos pares. Lo que sí hizo el
toro fue apretar.
Ferrera no se había apenas estrenado con el
primero de corrida, que punteó, adelantó por la izquierda, se quedó debajo
varias veces y midió. Los músicos se arrancaron demasiado pronto y no pararon
hasta el momento del cambio de espada. Un pasodoble cualquiera hizo parecer
banal ese sordo primer duelo. A cambio de lo cual la propia banda regaló los
oídos del toro, y de los demás presentes, con una pieza muy sentimental, el
Concha Flamenca, cuyo solo de clarinete, tan para virtuosos, puede subrayar una
bella faena tanto como lo hizo esta vez el coro rotundo de olés de los
refugiados en nayas y gradas.
Ferrera toreó desde el primer muletazo, el primero
de una serie de tres de castigo y horma bien trazados, y lo hizo hasta el
último. Frente a la puerta de cuadrillas, contraquerencia en Valencia, y entre
rayas, siete, ocho tandas. A todas fue común la auténtica ligazón, que conlleva
sus riesgos y encarece el toreo con el signo de la pureza. No fue la faena
perfecta o redonda al uso, pero la emoción se disparó. En el toreo en redondo
y, sobre todo, en dos tandas al natural, de las de romperse el torero sin
estridencias. Los remates, variaciones de molinetes y cambios de mano antes del
cambiado de pecho para salir de suerte, contaron casi tanto como el cuerpo de
la faena. Su gracioso ritmo sin pausas.
Contaron, además, dos cosas: el valor seco de
citar y aguantar en distancia cuando el toro estaba todavía por darse y, en
fin, una tanda de redondos -la muleta sola, sin ayudarse Ferrera de la espada-
que fue un trueno. De ella salió Ferrera con un molinete caminado, muy de su
repertorio. El toro puso mucho en el empeño: grave nobleza, prontitud. También
un punto de reserva traslucida solo a última hora, la de morir en tablas tras
haberlas barbeado, y sin descubrir para el descabello. Ferrera había cobrado un
pinchazo y una estocada trasera. Del primer intento se dolió, como si se
hubiera cortado. Sonó un aviso, hubo que perseguir al toro, sonó otro aviso y
estuvo a punto de caer el tercero. Para general sorpresa el palco sacó el
pañuelo azul. No lo vieron ni los alguaciles ni los mulilleros. El tiro de
arrastre tuvo que ir al patio a buscar el toro. Ferrera decidió dar una vuelta
de las que premian una faena sobresaliente pero mal rematada con la espada.
Además del toro de la vuelta, hubo en la corrida
de Victoriano otro que mugió y gruñó como un poseso, pero tuvo, a cambio, muy
buen son. Parecía embestir de puntillas, resistió dos varas en serio, se tragó
tres quites, uno detrás de otro -Ginés Marín salió feamente volteado y
revolcado al cobrar una gaonera derivada a capote plegado, pero se levanto sin
dolor ni duelo, la sangre caliente- y aguantó a buen ritmo una faena de buen
aire -torero más encajado que ajustado- pero falta de esa tanda que acredita el
gobierno de un toro. No entró la espada.
Sí lo hizo, y de qué manera, la del venezolano
Jesús Enrique Colombo, que tumbó al tercero de una estocada extraordinaria.
Soltando o perdiendo el engaño, pero cruzando como los buenos. No solo la
estocada. Suelto, seguro y puesto, Colombo manejó con acierto las primeras
embestidas en arreón del tercer toro, bravucón y encastado, y le consintió de
todo cuando se paró y defendió. No tan arrollador como en su última temporada
de novillero -solo el año pasado- porque la edad del toro es una diferencia,
pero el asiento es el mismo, y la ambición, todavía mayor. Quinto y sexto de
corrida fueron toros deslucidos. La cara arriba y distraído el uno; rajado sin
remedio el otro. Cumplidor Marín, afanoso Colombo.
FICHA DEL FESTEJO
Lunes, 19 de marzo de 2018. Valencia. 10ª de
Fallas. 4.000 almas. Encapotado, fresco y desapacible. Lluvia a partir del
segundo toro. Piso encharcado y embarrado, muy pesado. Dos horas y meda de
función.
Seis toros de Victoriano del Río. El cuarto, Jarretero, número 75, 535 kilos,
premiado con vuelta en el arrastre.
Antonio
Ferrera, silencio y vuelta tras
dos avisos.
Ginés
Marín, saludos tras un aviso y
ovación.
Jesús
Enrique Colombo, que sustituyó a
Román, una oreja y saludos tras un aviso.
Postdata
para los íntimos.- Valencia. El
día de San José carpintero. En los merenderos de la Malva-Rosa estaban poco
después de mediodía cociendo las gambas que se echan a los arroces en paellas
de casi un metro de diámetro o más. Soplaba el viento solano, que es frío, y no
se pudo esta vez aspirar el aroma del mar, que estaba en calma infinita. Una
mínima cresta blanca para morir en la orilla como una labor de vainica.
Esa orilla larguísima que, de norte a sur, empieza
en La Patacona -el templete que separa Alboraya del Cabañal- y termina en los
nuevos tinglados de ocio, al estilo Miami, que crecieron donde las antiguas
aduanas y sus almacenes. A la playa extrema del Cabañal la han rebautizado no
sé si oficialmente como la de Las Arenas, que era el nombre de un balneario de
los años 20 -muros pintados de rabioso añil, estilo grecorromano de pastiche- y
ahora, reconstruido y ampliado con dudoso estilo, ha colonizado la zona. La
zona del paseo Neptuno, donde los restaurantes antiguos de playa ´La Marcelina
y La Pepica- y los ya no tan modernos que vinieron después. Se han ido cribando
en función de calidad y precio. LÉstimat está considerado como el mejor de
todos. Lo suscribo. Pero La Pepica tenía y tiene otro encanto. De salón de
balneario o marino, las dos cosas. Grandes cristaleras, techos altísimos muy bien
iluminados, un zócalo de cerámica del país y sillas con respaldo que acaricia
los riñones. Dentro de La Pepica, comedores amplísimos huele más a marisco
fresco, y a mar, que paella de calentón.
Los chiringuitos que van desde La Patacona hasta
Las Arenas trabajan en verano. Y en Fallas. Vi el cartel de completo en casi
todos ellos. Y el menú consabido. Arroz, arroz, arroz. Arroces. Cuando acabé el
paseo, me di cuenta de que el poco sol entrevisto picaba como de lluvia. Con
apuros llegué a la parada termino del 95, que sube hasta la Puerta del Mar en
días falleros. No creo que hayan resistido el frío los comensales de las
terrazas. Habrán volado los manteles de papel. No el arroz de paella, que suele
pegarse al fondo. A mi padre le gustaba justamente el fondo, el arroz pegado.
No he heredado el gusto. Ni tampoco por las gambas recocidas que se retuercen
como los caracoles. Del arroz con caracoles, tan del gusto de los catalanes
mediterráneos, no opino. Me encantan los caracoles en Francia, desfigurados,
irreconocibles. En el Mercado Central, al entrar en la zona de pescado, hay un
puesto donde se venden casi solo caracoles. Cientos de ellos, en redecillas.
Muy lavados, las conchas brillan. De la baba del caracol tengo todavía menos
noticia que del arroz. En Casa Ripoll -"donde comer junto al mar es un
delicia para el paladar"- estaba anunciado en una carta larguísima de
arroces de diario.
La playa, vacía. La zona de balón volea, con sus
redes y postes, sin un alma. Están reparando la fuente de la rosa de los vientos,
donde me gusta parar todos los años. No había por el paseo de la Malva.Rosa
apenas manteros. Un grupito de bolivianos y dos o tres de senegaleses.. Bajé al
Cabanyal en tren, el cercanía de Castellón, y, luego, en el 32, tomado en la
esquina de Manuela Estellés y Blasco Ibáñez llegué hasta el límite, En el
asiento de copiloto. Ahí se perciben y estudian las ciudades muy bien, Tenia
guardado el bonobús del año pasado. Ha funcionado. El centro de Valencia estaba
infestado. Con tanta lluvia no sé si arderán las fallas.
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