martes, 19 de septiembre de 2017

Si no hay respeto para el toro, difícil es que lo haya para la tauromaquia

Hoy solo existe la fiesta de los toreros, alentada por aficionados dadivosos y orejeros.
 
ANTONIO LORCA
Diario EL PAIS de Madrid

Tiempo hoy que el toro, el gran protagonista de la tauromaquia -el jefe de la cosa, el rey- ha sido destronado y dormita escondido en un exilio interior que lo tiene desesperanzado y triste. No hay más que verle la cara cada vez que uno de ellos aparece en un ruedo.

Tiempo ha que ha sufrido un violento golpe de estado que lo ha despojado de sus poderes y relegado a un deshonroso papel de convidado de piedra en una fiesta a la que ya no conoce ni el que la fundó.

Y los golpistas han sido los toreros -con la colaboración diligente, irresponsable e imprudente de ganaderos y empresarios-, erigidos en dueños de un negocio que, a la vista está, se les va de las manos con la huída en masa de los aficionados.

No tiene sentido alguno que la tauromaquia se siga llamando ‘fiesta de los toros’, cuando estos han sido despojados de toda autoridad y cometido estelar. Hoy no existe más que la fiesta de los toreros, alentada por esos aficionados de nuevo cuño -espectadores, no más- que se definen como ‘toreristas’, como si la tauromaquia se sustentara en las poses aflamencadas de un señor vestido de luces ante un tonto toro artista y apocado.

Es ya una práctica habitual que se anuncien carteles sin toros (actuarán fulano, zetano y mengano con toros por designar); acaba de suceder con las dos corridas que se celebrarán en la próxima feria de Jaén, pero no es un hecho aislado. Figuras como El Juli -y no es el único- han permitido semejante tropelía en algún momento.

En otras palabras, al toro bravo se le ha perdido el respeto. Son los toreros los que hacen el boicot, abandonan y, en muchos casos, condenan al exterminio a ganaderías que se distinguen por su casta, fiereza y movilidad, y aupan al podio de la fama a hierros caracterizados por su bondadosa condición y su desafortunada consideración de artistas.

“La nobleza y la dulzura me gustan en un perro, no en un toro”, confesaba hace unos días un aficionado en twitter. El pasado día 13, el periódico digital Noticiascyl de Salamanca escribía lo siguiente sobre la corrida celebrada en esa ciudad en la que actuaron Talavante, Ferrera y Cayetano con toros de García Jiménez (Matilla): “La tarde fue la demostración más palpable de la situación actual de la Fiesta, fundamentada en el torero y, con perdón, casi menospreciando la condición del toro. Una Fiesta con toros hechos para las figuras actuales; bondadosos, noblotes, a medida… La gente -no toda, obviamente- va a ver toreros, no va a ver toros… y se deja llevar por las faenas bonitas ante toros fáciles”.

Nobleza y dulzura del denostado y vigente perritoro; y animalitos a la medida de las figuras en Salamanca, otrora tierra sagrada del toro bravo y hoy cualquiera sabe lo que será…

En fin, que la emoción ha sido sustituida por la diversión, y los espantados aficionados serios y exigentes por un público festivo, alborotador y lego en cuestiones taurinas.

Y la más nefasta consecuencia ha sido el triunfalismo imperante y la proliferación de los indultos.

Ya se sabe aquella máxima que dice que ‘sobre aquello que no se conoce se tiene mejor opinión’. Y ahí está la televisión -un arma peligrosa de doble filo- que, por un lado, te permite, por ejemplo, ver los toros de la prestigiosa feria de Bilbao y, al mismo tiempo, te enseña que el prestigio de esa plaza -como el de Pamplona o de tantas otras- no es más que una reminiscencia del pasado sin sentido alguno en la actualidad.

Esa pequeña pantalla muestra cada tarde cómo la fiesta está inundada de triunfalismo, movido por un público -bien pertrechado de comida y bebida, por lo general-, dadivoso, orejero y con ansias de diversión que olvida por desconocimiento absoluto las normas básicas que han hecho grande la tauromaquia.

Esa pequeña pantalla muestra cada tarde cómo ha desaparecido el tercio de varas, cómo han perdido importancia el capote y las banderillas, y todo se reduce a interminables y soporíferas faenas de muleta como preámbulo de un posible indulto no más que un toro muestre movilidad y dulce comportamiento.

Esas -el triunfalismo y el indulto- parecen ser las únicas respuestas del taurinismo al muy difícil momento que padece la fiesta: a más dificultad, más orejas y más toros a la dehesa, como si la diversión inocua fuera el bálsamo a tanto desafuero.

Y no es así; claro que no. La única solución de la fiesta está en el toro, en su recuperación, en el respeto que nunca se le debió perder.

Es el toro íntegro, encastado, fiero y noble, el que tiene la respuesta adecuada a la situación actual. El único que puede hacer nuevos aficionados, y el que devolverá la emoción y la exigencia.

Es más, si no hay respeto para el toro, difícilmente podrá haberlo para la tauromaquia.

Es, quizá, buen momento este para recordar aquella célebre reflexión de Joaquín Vidal sobre el aficionado:

“Aquello de que a los toros hay que ir a divertirse es una falsedad. A los toros hay que ir dispuesto a sufrir; provisto de lupa para comprobar la casta y fortaleza de las reses, la integridad de sus astas, el discurrir de la lidia, el mérito de los lidiadores, la calidad de los lances… Y si algo de todo esto falta, el aficionado conspicuo lo exigirá con la vehemencia que sea del caso; y si se cumple cabalmente, lo celebrará gozoso, e, incluso, puede que entre en trance y crea que se le ha aparecido la Virgen”.

Hace unos días, Diario de Sevilla publicaba una entrevista con Ara Malikian, el famoso violinista de origen libanés, y el título de la misma era toda una declaración: “Es un deber que cada espectador vuelva a casa emocionado’.

Se refería, claro es, a la música, pero imagínese por un momento que hablaba de toros. Esa es la clave.

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