Días de dolor y de orgullo. Dolor porque en menos de un año
se han ido dos toreros ejemplares, como toreros y como seres humanos. Víctor
era el empuje de la juventud, la ilusión y el ir escalando peldaño a peldaño la
empinada cuesta de llegar a lo que llaman figura, o a lo que se entiende
también como torero de ferias. Su Linares, su Pozoblanco, su Talavera, su
Colmenar le esperaba en Teruel, la ciudad de los amantes. Con Raquel en el
tendido. Víctor fue un torero ejemplar, sí, porque se ganaba el siguiente
contrato con su esfuerzo y nadie le regaló nada. Lo mismo, o menos todavía,
sucedió con Iván. Posiblemente el más luchador, bravo, duro y limpio de los
buscadores de la gloria. Iván, celta, vasco, alcarreño, apátrida, libre, sin
fronteras, llegó a ser figura, sí figura, apoyándose en su casta y su orgullo y
en el hombro de Néstor, el único que se embarcó con Iván en el infierno, en la
gloria y en el purgatorio taurino. Iván fue un gran torero. Mejor de lo que le
trataron. Su único pecado era que quería, quiso y fue siempre libre. Y fue rey
de Madrid y villano en la corte taurina. A nadie le pasaron una factura tan
ácida. Nunca un gesto se convirtió en rayo exterminador.