Espectáculo larguísimo, dos toros
de Juan Pedro devueltos por flojos, pero otros tres de noble son y buen juego. ***
Ponce se lleva el lote deslucido de la corrida. *** Un llenazo.
Ginés Marín |
BARQUERITO
Foto: EFE
LA COSA ESTUVO al borde del precipicio. Una primera mitad de
una hora y cuarenta minutos con abuso inaceptable de tiempos muertos. Fueron
devueltos por inválidos los dos primeros de sorteo, pero devueltos después de
haber pasado la aduana de dos encuentros con los caballos de pica. Cuatro
picotazos testimoniales o de trámite porque los dos toros se desencuadernaron a
las primeras de cambio.
Cayetano se había plantado frente a chiqueros, entre la
segunda raya y la boca de riego, y de rodillas saludó al segundo de corrida con
una larga cambiada brillante y bien volada. Tras ella, lances en la vertical de
serio asiento, pero más escupidos que templados. Y enseguida un galleo
deslucido por el vuelco del toro descarrilado, que, tambaleante después de la
primera vara y tundido después de la segunda, levantó un revuelo de iras.
Un coro de palmas de tango había castigado poco antes la
flojera insuperable del primero de los cinco toros del hierro de Veragua que
entraron en sorteo y partió plaza. Ponce le dio de capa trato ortopédico, pero
ni así. El signo de los dos sobreros en liza fue bastante distinto. El primero
de ellos, también veragua, dio en báscula 650 kilos. Muy alto de cruz, no
destartalado pero de porte descompensado con el resto de corrida. Por eso ese
quedaría en la reserva.
Cayetano salió a quitar a pies juntos con ganitas y calma.
Ponce, que se había limitado a catarlo con el capote sin molestarlo, lo tuvo
metido en la muleta con solo cinco viajes. Pareció descolgar el toro, justísimo
de voluntad. Aire mansito. Ponce ligó un molinete con un cambio de mano por
delante, perdió pasos por la mano izquierda,
se vino abajo el toro y nada más pasó. Media estocada y un descabello.
El segundo sobrero, de Vegahermosa y sangre Jandilla,
sobrante de la corrida del pasado miércoles, fue muy distinto de los dos
vegahermosas jugados entonces de primero y quinto. Ni la calidad del uno ni la
casta díscola del otro. Ni las hechuras
tan armónicas de aquel, ni el hondo cuajo de este otro. Zancudo, alto y
estrecho, el sobrero no tenía el aire de embestir. Salió acalambrado, escarbó,
se rebrincó y, en cuanto enganchó tela y cabeceó dos veces, se descompuso.
Cayetano abrió faena por alto y solo los seis muletazos de apertura contaron.
Una estocada tendida.
Entre la orden de devolver el toro de la larga cambiada y la
aparición del sobrero de Vegahermosa se pasaron diez minutos de reloj. Los
areneros se lo tomaron con la tranquilidad de siempre, la parada de ocho mansos
salió a darse un garbeo, el toro volvió a corrales por libre y pareció que iba
a ser espectáculo de los de tres horas.
No llegó la sangre al río. Ya no se cayó ningún toro más. El
tercero salió buenecito y estable. El cuarto, que llegó a casi sentarse y
claudicar, se paró como los toros de piedra, y ni Ponce ni una grúa. Y, en fin,
los dos últimos de corrida se movieron bien. El quinto, claro de rayas afuera,
tuvo un caro pitón izquierdo. El sexto, del hierro de Parladé, más de 600
kilos, alto de agujas pero proporcionado, fue de los de dulce son.
Cayetano se entregó con el buen quinto. Sin arrebatos, los
riñones metidos, la figura compuesta con arrogante plástica, agitanado el
dibujo del toreo al natural, ligazón en dos tandas, firmeza notoria, empaque,
toreo de brazos, un desplante de singular prestancia, un rico final de frente
con la izquierda, un segundo desplante, un circular cambiado antes de la
igualada y una estocada que hizo rodar al toro. Toreo más de expresión que de
dominio. Pero eso es parte del encanto.
La faena tuvo fuerza, ritmo seguido sin atender ni a
terrenos n a distancias, y la gente se calentó de verdad. Un pasodoble de
acento trianero con solo largo de saxo tenor puso no poco en ese calor. La
banda de Montroy, menguada pero bien afinada, cumplió como las de primera. El
solista saludó antes de entrar Cayetano a matar. Una ingenuidad impropia.
Aupado a un cartel perfecto para torero aspirante, Ginés
Marín vino a dejar probadas varias cosas: la primera o la última, su sitio y
arrojo con la espada; la segunda su habilidad para manejarse, defenderse y
pleitear con un capote y una muleta de mínimas dimensiones donde no todos los
viajes ni todas las caras de toro caben, y eso se traduce en lances y muletazos
de corto alcance; la tercera, su teatralidad de torero pendiente tanto de la
gente como del toro, y por eso se salpicaron de pausas, sonrisas, paseos y
guiños al tendido dos faenas de son más gracioso que de fondo. Buenos muletazos
sueltos, tandas breves, ligazón desigual, airosos remates de pecho.
Una tanda de sedicentes bernadinas se celebró en el sexto
toro como un hallazgo. Y con más razón
otra mixta en el tercero: el pase de las flores, dos redondos, un cambio de mano, el de pecho y el del desdén,
todo enjaretado en el mismo envío. Poco antes de las ocho menos cuarto, todos a
casa. Ríos de gente por la calle Játiva.
FICHA DE LA CORRIDA
Cuatro toros -1º bis, 3º, 4º y 5º- de Juan Pedro Domecq, uno -6º- de Parladé
(Juan Pedro Domecq Morenés) y un segundo sobrero -2º bis- de Vegahermosa (Borja Domecq Noguera).
Enrique Ponce, saludos y silencio.
Cayetano, silencio y una oreja.
Ginés Marín, oreja tras un aviso y oreja.
Buen trabajo de Joselito Rus
e Iván García en brega y
banderillas.
8ª de Fallas. Primaveral. Lleno. 11.000 almas. Dos horas y cuarenta
minutos de función.
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