El torero extremeño, cómodo y
seguro con un dócil mansito de Victoriano del Río. El joven valenciano, pura
espuma, arriesga con el único toro de corrida que peleó en serio.
BARQUERITO
EN LA CORRIDA DE Victoriano del Río vinieron tres toros
cinqueños. No se abrieron en lotes separados según costumbre, sino que dos de
ellos se emparejaron. Los toros de Castella. Retinto el primero de la tarde,
más pegajoso que andarín, pero un poco las dos cosas. Estuvo por irse. Castella
abrió faena sentado en el estribo. Como el toro quería tablas, por tablas se
fue barbeándolas desentendido y al trote.
Hubo que recogerlo en el tercio y, luego, taparlo por
sistema, porque por las dos manos adelantaba, como suelen los andarines y
pegajosos. El trasteo no fue de castigo, ni de trámite tampoco, pero se
resolvió en un cúmulo de muletazos seguros, ligeros, seguidísimos. Contra toda
razón, faena de larga medida. De las de tomar tierra al arrancar curso. Y el
primero de los cuatro avisos que iban a sonar en otra tarde de las de dos horas
y media, y, por tanto, mucho tiempo perdido, hueco o muerto.
Aviso en cada toro de lote de Castella. Y Perera lo mismo.
Perera espació más y mejor los tramos de sus dos trasteos, pero Castella no
paró de pegar muletazos. Tantos que la segunda de sus dos faenas -buena
apertura por estatuarios en los medios cosidos con cuatro naturales y el de
pecho- llegó a adquirir forma maquinal, como de toreo seriado, del todo
predecible y con la idea aparente de tapar y tapar al toro, Castella encima,
pero sin descararse propiamente ni tener que inventarse nada.
El toro pegajoso tuvo su punto incierto propio. Este cuarto,
el último de los tres cinqueños que saltaron, no fue carne ni pescado, se
distrajo con ese aire ajeno tan de los mansos. Era burraco de pinta, como
tantos de la reserva Algarra de Victoriano del Río. Castella cumplió de capa
con sus preparatorios de curso y temporada: un quite ajustado por chicuelinas
al toro pegajoso –que ya lo fue entonces y se revolvió en un palmo- y una
gavilla de lances en el recibo del burraco: verónicas a suerte descargada y
chicuelinas en el mismo paquete. Mixtura heterodoxa. Al cuarto lo mató el torero
de Béziers de estocada al salto.
El otro cinqueño cayó en manos de Perera y se jugó de
segundo. Retinto o, como dicen los mayorales andaluces, tostado. Engatillado.
Fue toro de dos partes. Galopó de partida, se empleó en un valiente quite de
Román por tafalleras rematado con una gloriosa larga enroscada y una bien
librada brionesa y vino pronto a la mulera de Perera en una apertura muy de su
marca: cambiados por la espalda con su coda de muletazos en la surte natural y
el de pecho.
A suerte descargada, una tanda en redondo con remate a
muleta vuelta y cambiada. Y entonces se vino abajo el toro, empezó a frenarse y
a amenazar con rajarse. Buscaba tablas con la mirada, le estorbaba la presencia
de Perera y, tras dos intentos de escapada, al fin se fue a chiqueros y
aledaños. No a defenderse sino a vegetar. Perera porfió en terrenos del toro.
Ni caso. Una estocada ladeada, tres descabellos.
Dos de los tres cuatreños entraron en el lote de Román. El
tercero de la tarde fue el único de la corrida con chispa de la que enciende el
motor y ganas de pelea. Una gota agresiva por la mano derecha, más apagado por
la otra. El toro que conviene a los toreros nuevos: por moverse. Y su
inconveniente: descomponerse cuando no vino sometido.
Román estuvo muy valiente. Con ese entusiasmo cándido y
desordenado que lo marcó de novillero. Inocente desparpajo. Apertura de
rodillas entre rayas –y templados cuatro primeros muletazos de buen gobierno-,
una cogida sin consecuencias al rematar tanda –desgarro de taleguilla por la
ingle- y la fiebre propia del torero aspirante. Embalado, resuelto,
embraguetado en dos tandas ligadas en redondo. Se metió por la mano izquierda
el toro. Por no ir toreado. Pero hasta eso fue parte de la emoción. Se sostuvo
la faena con su tensión trepidante de fondo. Una arrucina casi suicida en el
postre. Encantada la gente. Una estocada con vómito.
El sexto de corrida, bizco y brocho, grandullón mal cortado,
fue el de peor nota de los seis. Se paró al tercer viaje. Le habían regalado a
Román la diana floreada que en Valencia presagia el éxtasis. Pero no pudo ser.
Román tuvo la feliz idea de abreviar. Se había hecho de noche y, en la primera
tarde primaveral de Fallas, bajó de golpe la temperatura.
El quinto, otro de los dos burracos, fue de pobre son y aire
mansito: distracciones, salidas sueltas de suerte. Al soltarse desparramaba la
mirada por los tendidos o los focos. Fue toro sumiso, más tonto que listo,
emoción cero.
La docilidad, en manos de toreros expertos, suele ser
materia maleable y Perera, inspirado en el arranque de faena con toreo cambiado
y templado, bien dibujado por abajo –los únicos diez viajes en serio del toro-,
se sintió como en un tentadero o en casa: toques, viajes acompañados y
embestidas apuradas, variaciones en la distancia, elegante toreo de
compensación y hasta un alarde de circular cambiado ligado con el de vuelta.
Deleite para impresionables. Una estocada, un aviso, dos orejas. Protestaron
mucho la segunda.
FICHA DE LA CORRIDA
Seis toros de Victoriano del Río.
Sebastián Castella, silencio tras aviso y palmas tras aviso.
Miguel Ángel Perera, silencio tras aviso y dos orejas tras
aviso.
Román Collado “Román”, una oreja y silencio.
Buenos pares de Javier Ambel,
Curro Javier y Raúl Martí.
6ª de Fallas. Primaveral. 8.000 almas. Dos horas y media de función.
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