jueves, 16 de marzo de 2017

El antitaurinismo de ayer y de hoy

Tomás-Ramón Fernández *

Las corridas de toros han sido siempre un espectáculo polémico, que, para bien o para mal, ha provocado a lo largo de la Historia apasionados debates entre moralistas, teólogos, filósofos, literatos y, por supuesto, políticos. Antitaurinos ha habido siempre, pero hay algo que distingue al antitaurinismo de ayer del antitaurinismo de hoy y es la diferente calidad intelectual y humana de quienes levantaron siglos atrás esa bandera y de los que hoy la levantan.

El ayer al que me refiero ahora es el de finales del siglo XVIII y principios del XIX, época en la que se produjeron la prohibición de Carlos III, de la que la pragmática-sanción de 9 de Noviembre de 1785 exceptuó a los pueblos "en que hubiere concesión perpetua o temporal con destino público de sus productos, útil y piadoso", y la de Carlos IV, que la Real Cédula de 10 de Febrero de 1805 formuló en términos absolutos suprimiendo expresamente la excepción anterior. Ambas fueron obra del espíritu ilustrado que entonces representaba la modernidad de la época y era el denominador común de la élite gobernante, que "con todas las fuerzas de su espíritu y todo el impulso de su corazón, quieren dar prosperidad y dicha, cultura y dignidad a su Patria" (J. Sarrailh).

De su empeño renovador dan fe los valiosos testimonios que nos dejaron, la Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos públicos y sobre su origen en España de G.M. Jovellanos y la Disertación sobre las corridas de toros de J. Vargas Ponce, Director que fue de la Real Academia de la Historia, documentos señeros que hoy miramos con respeto los aficionados a la Fiesta, aunque no compartamos sus razones. Porque lo que hay en ellos y lo que está detrás de las prohibiciones de Carlos III y Carlos IV son razones, discutibles o no, pero razones alentadas por un propósito noble, el progreso moral y material de un país que atravesaba en le época un período de postración y estancamiento, social, cultural y económico.

J. Vargas Ponce, al referirse a la Real Cédula de 10 de Febrero de 1805 expresa muy bien el por qué ésta prohibió los toros y novillos de muerte, "que al paso que son poco conformes a la humanidad que caracteriza a los españoles, causan un conocido perjuicio a la Agricultura por el estorbo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar y el atraso de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en días que deben ocupar los artesanos en sus labores".

Nada noble es posible encontrar, en cambio, en el antitaurinismo de hoy. Sus huestes están muy lejos de ser la vanguardia intelectual del país. Su discurso ya no está hecho de razones, sino de odio y se expresa con insultos maliciosos, y amenazas, de los que ni siquiera se libran los muertos, de cuya desaparición por trágica que haya podido ser se burlan sin ese mínimo de piedad y de respeto que uno creía hasta ahora patrimonio común de todos los humanos. Su credibilidad, lógicamente, se reduce a cero porque esa actitud pone de manifiesto que su pretendido amor por los animales no tiene en absoluto un origen franciscano, sino que es un simple ariete, uno más, del que se sirven en su intento de romper una sociedad de la que ambicionan apoderarse, para lo cual necesitan debilitarla previamente. De ellos no quedará tampoco ningún documento digno de estimación, sólo esos tuits deleznables que vomitan en el anonimato y que se perderán en la "nube".

* Es miembro de la Comisión Jurídica de la Fundación Toro de Lidia

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