Tomás-Ramón Fernández
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Las corridas de toros han sido siempre un espectáculo
polémico, que, para bien o para mal, ha provocado a lo largo de la Historia
apasionados debates entre moralistas, teólogos, filósofos, literatos y, por
supuesto, políticos. Antitaurinos ha habido siempre, pero hay algo que
distingue al antitaurinismo de ayer del antitaurinismo de hoy y es la diferente
calidad intelectual y humana de quienes levantaron siglos atrás esa bandera y
de los que hoy la levantan.
El ayer al que me refiero ahora es el de finales del siglo
XVIII y principios del XIX, época en la que se produjeron la prohibición de
Carlos III, de la que la pragmática-sanción de 9 de Noviembre de 1785 exceptuó
a los pueblos "en que hubiere concesión perpetua o temporal con destino
público de sus productos, útil y piadoso", y la de Carlos IV, que la Real
Cédula de 10 de Febrero de 1805 formuló en términos absolutos suprimiendo
expresamente la excepción anterior. Ambas fueron obra del espíritu ilustrado
que entonces representaba la modernidad de la época y era el denominador común
de la élite gobernante, que "con todas las fuerzas de su espíritu y todo
el impulso de su corazón, quieren dar prosperidad y dicha, cultura y dignidad a
su Patria" (J. Sarrailh).
De su empeño renovador dan fe los valiosos testimonios que
nos dejaron, la Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos públicos
y sobre su origen en España de G.M. Jovellanos y la Disertación sobre las
corridas de toros de J. Vargas Ponce, Director que fue de la Real Academia de
la Historia, documentos señeros que hoy miramos con respeto los aficionados a la
Fiesta, aunque no compartamos sus razones. Porque lo que hay en ellos y lo que
está detrás de las prohibiciones de Carlos III y Carlos IV son razones,
discutibles o no, pero razones alentadas por un propósito noble, el progreso
moral y material de un país que atravesaba en le época un período de postración
y estancamiento, social, cultural y económico.
J. Vargas Ponce, al referirse a la Real Cédula de 10 de
Febrero de 1805 expresa muy bien el por qué ésta prohibió los toros y novillos
de muerte, "que al paso que son poco conformes a la humanidad que
caracteriza a los españoles, causan un conocido perjuicio a la Agricultura por
el estorbo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar y el atraso
de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en días
que deben ocupar los artesanos en sus labores".
Nada noble es posible encontrar, en cambio, en el
antitaurinismo de hoy. Sus huestes están muy lejos de ser la vanguardia
intelectual del país. Su discurso ya no está hecho de razones, sino de odio y
se expresa con insultos maliciosos, y amenazas, de los que ni siquiera se
libran los muertos, de cuya desaparición por trágica que haya podido ser se
burlan sin ese mínimo de piedad y de respeto que uno creía hasta ahora
patrimonio común de todos los humanos. Su credibilidad, lógicamente, se reduce
a cero porque esa actitud pone de manifiesto que su pretendido amor por los
animales no tiene en absoluto un origen franciscano, sino que es un simple
ariete, uno más, del que se sirven en su intento de romper una sociedad de la
que ambicionan apoderarse, para lo cual necesitan debilitarla previamente. De
ellos no quedará tampoco ningún documento digno de estimación, sólo esos tuits
deleznables que vomitan en el anonimato y que se perderán en la "nube".
* Es miembro de la Comisión Jurídica de la Fundación Toro de Lidia
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