FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
A punto de culminar la primera semana del Nuevo Año, medio
repuesto de la cansera de las fechas festeras que se atropellan unas a otras,
del bullicio familiar y afectivo, de la prueba anual a que se ve sometido
nuestro aparato digestivo y, en fin, de la batalla que emprenden entre sí las
emociones y el despilfarro, enarbolo la bandera blanca del sosiego, enjuago la
mente atiborrada de villancicos, retomo los trastos y me pongo a escribir. Los
primeros granitos de arena de este 17 del siglo XXI ya han caído sobre el reloj
de su calendario. Ha comenzado la cuenta atrás de lo que se me antoja una etapa
crucial para el futuro de la fiesta de los toros.
Me fundo para hacer observancia de tan categórica afirmación
en mi personal convencimiento –llámenlo pálpito, llámenlo intuición de lo
deseable, llámenlo equis, como dice Joaquín Sabina en la retahíla hilarante de
una de sus populares composiciones– de que el 17 ha sido guarismo mágico y
enrojador de capital importancia en la fragua de la Tauromaquia.
Si echamos una ojeada a los datos que sirven las
hemerotecas, las efemérides taurinas de hace justamente un siglo nos hablan de
un año 1917 en el cual un torero llamado Juan Belmonte dispuso los cimientos
del toreo contemporáneo, con su magistral faena al toro Barbero, de Concha y
Sierra, la tarde del 21 de junio y que justamente trece días después –¡fuera
gafes!—nacía en Córdoba Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, hijo de un mediocre
torero apodado Manolete, casado en segundas nupcias con una oronda albaceteña
llamada Angustias, viuda del también torero Lagartijo Chico. Dos fechas
históricas. Dos acontecimientos que se harán centenarios en el presente
calendario. Sus protagonistas promulgaron e impusieron –quizá sin proponérselo–
dos nuevas formas de enfrentarse al toro: Belmonte, en plenitud de su genio
creativo, desplegando el arte más puro que jamás se viera, a decir del célebre
crítico taurino Gregorio Corrochano; Manolete, aún en pañales, estaba destinado
a torear a todos los toros con la misma partitura, interpretada bajo la batuta
de una mayestática quietud, tan asombrosa, tan cercana al peligro y tan
impensable, que obligó al no menos célebre Clarito a tirar de ditirambo para
asegurar que el arte del toreo está tan lleno de Manolete como el cielo y la
tierra de la voluntad de Dios…
Por tanto, estos dos sucesos merecen subrayarse en los
anales de la fiesta de los toros como básicos y trascendentales para su
consolidación como ejercicio artístico de especial y considerable magnitud.
Aquél año 17, cuando España entraba en crisis con la cuestión europea, en
debilidad su Gobierno conservador (Dato) y con el fracaso de una huelga
revolucionaria, auspiciada principalmente por los más destacados miembros de la
UGT, el arte del toreo resplandecía en el apogeo de la llamada Edad de Oro y
alumbraba una estrella de singular fulgor.
Cien años después, España trata de sobrenadar después de
sacar la cabeza a la superficie tras el aluvión de un tsunami llamado Crisis y
de los vaivenes y veleidades de una clase política nacida de las limosidades y
secuelas que arrastra todo sobresalto socioeconómico –en este caso, brutal–,
con un gobierno supuestamente conservador también en debilidad (Rajoy) y unas
huestes revolucionarias de la izquierda que amenazan con tomar la calle para
asaltar el cielo…
En medio de este panorama, la fiesta de los toros aparece
atribulada y a merced de los vientos que la traen de acá para allá, como el
abanico de una tonta, acosada por la corriente turbulenta de los animalistas y
abandonada a su suerte por las nuevas generaciones. Es una etapa de nuestra
Historia realmente preocupante, dicen que Regeneracionista y Constituyente.
En este tiempo tenemos una baraja de toreros excepcional. Si
en aquél 17 del siglo pasado eran dos, en este 17 hay, al menos, media docena
de toreros excepcionales, y a su zaga otros tantos que muestran unas cualidades
extraordinarias. ¿Y el toro? Pues, mire usted, si el tal Barberode Concha y
Sierra que salió al ruedo de la Plaza de la Carretera de Aragón sale hoy al de
Las Ventas, con esa carita y esa corpulencia, se lía la mundial. No le digo
más. En cambio, Belmonte realizó con ese toro, bravo y ¡noble! una faena
sublime, cautivó a los abuelos de los aficionados madrileños actuales y se
apoderó del estro de las mejores plumas de la crítica taurina, obligándolas en
mojarse en el tintero del paroxismo.
Esa es la gran diferencia, lo que va de ayer a hoy. Saber de
toros no solo es tener conocimientos enciclopédicos o el aval –inocuo, por
demás– de un abono permanente, sino tener la capacidad de comprender, de
asimilar, de aquilatar las cosas y sus circunstancias. Y, a mayores, contar con
quien sepa contarlas sin prejuicios.
No se presenta, ciertamente, este año de gracia de 2017 como
exponente de una Edad de Oro de la fiesta de los toros, pero sí como una
oportunidad de oro para revitalizarla, para enderezarla, para resolver los
problemas que tiene enquistados desde hace décadas y, sobre todo, para
reivindicar al toro de lidia, a quienes lo crían, a los profesionales que a él
se enfrentan y a quienes amamos el resultado de la simbiosis que genera tan
colosal encuentro.
Tenemos por delante un año para resolver la cuestión de la
vuelta de los toros a Cataluña, en cumplimiento de la sentencia del Tribunal
Constitucional, un tema que no se puede dejar abocado al pudridero de
inoperancia política. Si los llamados estamentos taurinos no se ponen en marcha
con operatividad galopante, aquí no mueve un dedo nadie. ¿Dónde están los
empresarios intrépidos? ¿Dónde los grandes toreros y ganaderos solidarios?
¿Dónde los miembros de la Fundación Toro de Lidia, tan diligente en la
organización de la macrocorrida de Valladolid, so pretexto de homenajear a
Víctor Barrio?
Tenemos un año por delante para recuperar la credibilidad de
un hecho cultural reconocido por Ley, pero que no se atreven a abordar desde la
primera línea de nuestra Política. Hay otros asuntos de imperiosa necesidad por
resolver, dicen. Ya. Así llevamos más de un lustro de inoperancia, de oídos
sordos, de pacatez absoluta en los despachos de la Administración. Y menos mal
que, de momento, no acceden al poder –espero y confío en que no lleguen jamás–
los que pretenden la abolición de la Tauromaquia, por mucho que quieran
despistarnos con burdos gambeteos semánticos.
Pero el tema principal, el asunto nuclear de la cuestión
estriba en poner en marcha una labor pedagógica que prenda en el entendimiento
de las nuevas generaciones. Sin el recambio, no hay futuro. Hay que empezar por
abajo, por hablar de grandezas, antes que de miserias. De todo hay, pero por
orden y, sobre todo, con prioridades absolutas. La raíz, el tronco y las ramas
son los elementos básicos del árbol. La hojarasca, lo superfluo.
Un ejemplo: durante los últimos días del pasado año, la
actualidad taurina en nuestro país ha estado protagonizada por la controversia
de unas declaraciones del torero Enrique Ponce, explicando verbal y
gráficamente la supina estupidez con que se lleva tratando ¡durante cuarenta
años! el presunto truco del pico de la muleta. Enrique, además de un torero
inconmensurable es un buen hombre. Tan bueno, que todavía no ha comprendido que
el público de toros practica la atávica necesidad de encontrar la posible
trampa (¿?) en el juego más real y más auténtico del mundo en que vivimos. Alguien
interesado suelta una memez cáustica y hace fortuna con ello. Parece ser que,
ahora mismo, la gran preocupación de la fiesta de los toros se centra en hacer
una apología de la panza de la muleta.
La panza importante es la transparente de ese reloj de arena
que empieza a desperezarse en este 2017. Ojalá durante su vertido hayamos
conseguido abordar y enderezar las grandes cuestiones que tienen encorsetada,
lacerada y abandonada a la Tauromaquia de nuestro tiempo. Las paparruchas,
interesan menos.
Tenemos un año por delante…
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