martes, 17 de enero de 2017

DESDE EL BARRIO: Después de la guerra fría

PACO AGUADO

Dos grupos empresariales compiten por hacerse con el poder taurino en Europa. Tras el poderoso desembarco de Alberto Bailleres y su reciente alianza con la casa Chopera, el resto de la gran patronal española se afana ahora en no quedarse atrás en lo que podría compararse con la carrera armamentística de la "guerra fría" entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Pero aquí las armas no son amenazadoras cabezas nucleares, como las que Nixon y Breznev mostraban obscenamente en las películas y en los desfiles de la Plaza Roja. Las codiciadas armas de los ya definidos grandes bloques del toreo son tanto las plazas de toros, da igual que rentables o ruinosas, como los toreros, sean figuras o medio pensionistas, contemplados como simples trofeos a acumular para hacer alarde de poder frente al contrario.

En ese contexto "pre bélico", la plaza de Málaga se ha convertido, como en los setenta alguna isla del Pacífico, en un preciado objetivo estratégico. Y no tanto por su improbable rentabilidad sino por ser la última gran pieza libre con que anotarse una victoria en la lucha por ver quién la tiene más grande. La capacidad de influencia, digo.

Es así como, tras el anuncio de Bailleres y Choperas de presentarse al inminente concurso por La Malagueta, una dispar y variopinta alianza ha reunido en un mismo grupo de aspirantes, casi diríamos que contra natura, a Simón Casas, Toño Matilla, Manuel Martínez Erice y Ramón Valencia. Su disparidad de intereses y hasta las disputas personales entre unos y otros han quedado olvidadas ante el interés común de frenar la ambición de poder taurino del grupo mexicano en España.

A falta aún de que mañana termine el plazo de admisión de pliegos en la Diputación, es un secreto a veces que el concurso de Málaga ha desatado no una guerra fría sino toda una guerra sucia mediante la cual, y para complacer la arrogante ignorancia de los políticos, unos y otros aspirantes se niegan las cartas compromiso de contratación de los toreros que apoderan y que serán, al parecer, la clave para la concesión del coso.

Pero, en realidad, la batalla por La Malagueta, una vez que la plaza se decante  hacia uno de los dos "bloques", se quedará en una mera y simple anécdota bajo el manto del que puede ser el verdadero y mayor problema con que tendría que enfrentarse el espectáculo taurino en Europa: la peligrosa consolidación en el reparto del poder de un potente duopolio empresarial.

Cerrado el paso desde hace años a nuevos empresarios –quienes, por otra parte, nunca se han decidido a recurrir en los tribunales de la competencia las dudosas prácticas concursales que dan siempre a los mismos las mejores plazas–, ahora los miembros de la vieja patronal se están encargando además de fuerzas, a uno u otro lado, para solventar definitivamente y de la manera más cómoda para ellos las consecuencias de su pésima, o incluso nula, gestión de la crisis económica de los últimos años.

Y como entre "calés no hay remanguillés", puede que, más allá de las disputas de esta momentánea guerra fría, todo quede finalmente en un gran acuerdo tácito entre ambas potencias, la hispano-mexicana y la hispano-francesa, para repartirse, junto a plazas y toreros, el control absoluto del mercado taurino, en una situación que allá en México les debe de sonar bastante conocida.

Tal y como se ha ido apuntando en los últimos dos años, todo hace creer que la primera medida del duopolio sería la de establecer urbi et orbi unas tarifas a la baja en la contratación de toros y toreros, como única y obsesiva idea con que contrarrestar la menor asistencia de público a los tendidos y la reducción de los que, no hace tanto, fueron sus pingües beneficios.

Y lo cierto es que no les costaría mucho esfuerzo conseguirlo, en tanto que, amedrentados o acomodados ante la situación, la mayoría de los toreros de la primera fila o que aspiran a serlo están ya bajo la influencia de esas grandes empresas que, por pura lógica, tienden a controlarlos y a convertirlos en empleados a sueldo, en relleno rutinario de unos carteles tan repetitivos como los que ya comienzan a conocerse esta temporada.

Esta drástica solución, que puede ser entendible dentro de la teoría económica, tendría, en cambio, un efecto demoledor en la parte artística del espectáculo a muy corto plazo, pues, no nos equivoquemos, nunca los toreros al servicio de las empresas llevaron público a las taquillas.

Porque sin motivación, sin ilusión, sin posibilidad de crecer ni de controlar su destino, sin poder resquebrajar siquiera la pétrea dictadura de los despachos, un torero pierde su esencial condición de artista rebelde para degenerar en un mero funcionario de espada y muleta, un cumplidor "matatoros" al que le es difícil apostar su vida, ponerlo todo en el empeño, sabiendo que son otros los que se llevarán el beneficio de su esfuerzo.

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