PACO AGUADO
Dos grupos empresariales compiten por hacerse con el poder
taurino en Europa. Tras el poderoso desembarco de Alberto Bailleres y su
reciente alianza con la casa Chopera, el resto de la gran patronal española se
afana ahora en no quedarse atrás en lo que podría compararse con la carrera
armamentística de la "guerra fría" entre Estados Unidos y la Unión
Soviética.
Pero aquí las armas no son amenazadoras cabezas nucleares,
como las que Nixon y Breznev mostraban obscenamente en las películas y en los
desfiles de la Plaza Roja. Las codiciadas armas de los ya definidos grandes
bloques del toreo son tanto las plazas de toros, da igual que rentables o
ruinosas, como los toreros, sean figuras o medio pensionistas, contemplados
como simples trofeos a acumular para hacer alarde de poder frente al contrario.
En ese contexto "pre bélico", la plaza de Málaga
se ha convertido, como en los setenta alguna isla del Pacífico, en un preciado
objetivo estratégico. Y no tanto por su improbable rentabilidad sino por ser la
última gran pieza libre con que anotarse una victoria en la lucha por ver quién
la tiene más grande. La capacidad de influencia, digo.
Es así como, tras el anuncio de Bailleres y Choperas de
presentarse al inminente concurso por La Malagueta, una dispar y variopinta
alianza ha reunido en un mismo grupo de aspirantes, casi diríamos que contra
natura, a Simón Casas, Toño Matilla, Manuel Martínez Erice y Ramón Valencia. Su
disparidad de intereses y hasta las disputas personales entre unos y otros han
quedado olvidadas ante el interés común de frenar la ambición de poder taurino
del grupo mexicano en España.
A falta aún de que mañana termine el plazo de admisión de
pliegos en la Diputación, es un secreto a veces que el concurso de Málaga ha
desatado no una guerra fría sino toda una guerra sucia mediante la cual, y para
complacer la arrogante ignorancia de los políticos, unos y otros aspirantes se
niegan las cartas compromiso de contratación de los toreros que apoderan y que
serán, al parecer, la clave para la concesión del coso.
Pero, en realidad, la batalla por La Malagueta, una vez que
la plaza se decante hacia uno de los dos
"bloques", se quedará en una mera y simple anécdota bajo el manto del
que puede ser el verdadero y mayor problema con que tendría que enfrentarse el
espectáculo taurino en Europa: la peligrosa consolidación en el reparto del
poder de un potente duopolio empresarial.
Cerrado el paso desde hace años a nuevos empresarios
–quienes, por otra parte, nunca se han decidido a recurrir en los tribunales de
la competencia las dudosas prácticas concursales que dan siempre a los mismos
las mejores plazas–, ahora los miembros de la vieja patronal se están
encargando además de fuerzas, a uno u otro lado, para solventar definitivamente
y de la manera más cómoda para ellos las consecuencias de su pésima, o incluso
nula, gestión de la crisis económica de los últimos años.
Y como entre "calés no hay remanguillés", puede
que, más allá de las disputas de esta momentánea guerra fría, todo quede
finalmente en un gran acuerdo tácito entre ambas potencias, la hispano-mexicana
y la hispano-francesa, para repartirse, junto a plazas y toreros, el control
absoluto del mercado taurino, en una situación que allá en México les debe de
sonar bastante conocida.
Tal y como se ha ido apuntando en los últimos dos años, todo
hace creer que la primera medida del duopolio sería la de establecer urbi et
orbi unas tarifas a la baja en la contratación de toros y toreros, como única y
obsesiva idea con que contrarrestar la menor asistencia de público a los
tendidos y la reducción de los que, no hace tanto, fueron sus pingües
beneficios.
Y lo cierto es que no les costaría mucho esfuerzo
conseguirlo, en tanto que, amedrentados o acomodados ante la situación, la
mayoría de los toreros de la primera fila o que aspiran a serlo están ya bajo
la influencia de esas grandes empresas que, por pura lógica, tienden a
controlarlos y a convertirlos en empleados a sueldo, en relleno rutinario de
unos carteles tan repetitivos como los que ya comienzan a conocerse esta
temporada.
Esta drástica solución, que puede ser entendible dentro de
la teoría económica, tendría, en cambio, un efecto demoledor en la parte
artística del espectáculo a muy corto plazo, pues, no nos equivoquemos, nunca
los toreros al servicio de las empresas llevaron público a las taquillas.
Porque sin motivación, sin ilusión, sin posibilidad de
crecer ni de controlar su destino, sin poder resquebrajar siquiera la pétrea
dictadura de los despachos, un torero pierde su esencial condición de artista
rebelde para degenerar en un mero funcionario de espada y muleta, un cumplidor
"matatoros" al que le es difícil apostar su vida, ponerlo todo en el
empeño, sabiendo que son otros los que se llevarán el beneficio de su esfuerzo.
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