La realidad y la sensación del
riesgo
Este artículo lo escribe don Luis
Boallín Rozalem a finales de 1959, para el diario ABC de Sevilla, dentro de una
serie titulada genéricamente "La bravura del toro bravo". Cuatro años
más tarde en el contexto de un artículo para El Ruedo, explicaba la razón del
su tesis sobre el riesgo: "Andaba yo empeñado en demostrar la tesis de
que, por ser el toreo un arte trágico, el toro de hoy --incapaz, a fuerza de su
poca fuerza, su mucha suavidad y su menguada casta, de meter en el ánimo del
aficionado la sensación de riesgo--, no es un toro apto para la lidia". Y
deja sentado: "La cornada hecha realidad es una cosa; la sensación de
riesgo, otra muy diferente. Y es esta sensación, y no aquella realidad, lo que
da el tono trágico al trágico arte del toreo".
La fiesta de toros --me sabe mal andar por caminos tan
trillados-- es un espectáculo trágico y fuerte, al que no quita dureza el
artístico ropaje con que se cubre. El toreo no puede definirse sino a base de
meter en la definición la idea de muerte... en potencia.
Pensemos --y destaquemos el contraste-- en otras
manifestaciones artísticas. Con hablar, por ejemplo, de expresar belleza “combinando colores”, o “creando formas”, o
“armonizando sonidos”, basta y sobra para tener una visión, tan vulgar como
precisa, de lo que son la Pintura, la Escultura y la Música. Pero una
definición de este estilo no sirve para el arte de torear; porque lo que allí
es un lienzo, o un bronce, o un pentagrama, aquí́ es un toro. Por eso, en el
concepto de toreo —y no en el de las otras bellas artes—, tiene que entrar el
ingrediente de la tragedia en potencia.
Quiero dejar bien afinado este matiz. Lo que da tinte
trágico a las corridas no es la posibilidad objetiva de que el drama llegue,
sino la subjetiva sensación, que el espectador experimenta, de que el drama
puede llegar. Por eso, cuando los aferrados a la idea de que hoy tiene más
grados que nunca el clima trágico de la fiesta de toros, esgrimen como
argumento supremo el cartelito de “No hay camas disponibles”, colocado durante
casi toda la temporada en la puerta del Sanatorio de Toreros, yo, sin entrar ni
salir en la posible ineptitud de las victimas como principal causa de los
percances, me limito a decir por todo comentario:
--Lo más triste es que, la mayor parte de las veces, no
entra en el animo del espectador, al producirse la cogida, la idea de que el
toro que se está lidiando pueda herir.
Y todo porque al percance trágico no le precede una psicosis
de tragedia. ¡Lamentable y deprimente!
Un amigo me contó este caso. Se televisaba una corrida y él
estaba ante la pantalla de su receptor. Los toros iban saliendo muy... 1959 (y
aquí pongan ustedes todo lo que quieran de instinto borreguil, aunque no de
tamaño y hechuras, pues la presentación era irreprochable). Un peón cayó al
suelo al dar un capotazo. El toro se quedó mirando al hombre en actitud beatifica,
y asi permaneció varios segundos, como si pensara:
--La verdad es que yo, toro, tengo la “obligación” de
arrancarme a este hombre y cornearle con furia. Pero ¿quién hace semejante
atrocidad a un infeliz que no me ha causado el menor daño? Sin embargo, hay que
dejar bien alto el prestigio de mi especie. Sacrifiquémonos y... ¡a comear se
ha dicho!
Coincidió este instante —el de la “decisión” del toro a
cumplir su “penoso deber”— con la aproximación de la imagen en la pantalla
televisora. En primerisimo plano, mi amigo el televidente vio al toro meter la
cabeza para coger al torero; pero vio también que, en el momento justo, un
capote providencial se interponía y quedaba consumado el milagro del quite.
Por la noche, comentando la corrida con otros varios que
habían estado en la Plaza, mi amigo quiso confirmación de lo que para él era
indudable: la gran emoción de todo el público en el momento del oportunísimo
quite al peón caído. Pues bien: ni uno solo de los asistentes a la corrida
recordaba el episodio. Y cuando mi asombrado amigo les daba detalles para
refrescar su memoria frágil, ellos, como de pasada, decían con fría
indiferencia: “¡Ah, si; fue un quite muy bueno!”; y seguían hablando de otra
cosa.
Moraleja: si aquel quite no revolotea milagroso, llega la
cornada, y con ella una cama libre menos en el hospital, o una tumba más en el
cementerio. Habría surgido entonces el percance trágico, pero sin previa
psicosis de angustia en el ánimo de los espectadores. Habría habido cornada;
pero sin la sensación antecedente de que el toro pudiera herir o matar.
Tragedia --que es lo malo-- sin clima de tragedia --que es lo bueno--; sangre
en la fiesta de toros, pero sin la atmósfera dramática que a los toros debe
rodear.
Recordad el choque de Belmonte con la masa. Para ella, Juan
no era el artista supremo, el revolucionario genial, el renovador de una
estética; era... el trágico, porque angustiaba el corazón haciendo aquel toreo
con aquellos toros pletóricos de casta.
¡Dónde habría ido esta aureola popular del trianero si en
vez de toros sólo hubiese toreado esas otras reses que por su edad o por su
“sexo”, no dan sensación de peligro: novilletes de becerrada o vaquillas de
tienta! Bueno, pues... atención: un becerro de festival en Zumaya y una vaca en
la finca salmantina de Argimiro Pérez Tabernero le causaron los dos únicos
percances graves que ha tenido en su vida taurina. Las demás cornadas
--bastantes-- apenas tuvieron importancia; y eso que las recibió en corridas
serias de verdad; en aquellas corridas --de toros de casta-- en las que Juan
Belmonte iba escribiendo, página a página, su historia de torero dramático.
No olvidemos la lección: la cornada hecha realidad es una
cosa; la sensación de riesgo, otra muy diferente. Y es esta sensación, y no
aquella realidad, lo que da el tono trágico al trágico arte del toreo.
© Luis Bollaín, ABC de Sevilla, 12 de noviembre de 1959
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