FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Ahí lo tienen, hecho un pincel. Con su smoking negro, su
pajarita, su calzado guay del Paraguay y su carísimo peluco asomando por la
bocamanga y apoyado en la férula elástica de su muñeca izquierda, tan
maltratada por el bisturí. Ahí lo tienen, dando la espalda a ese paredón
publicitario que llaman fotocol, en verbalización hispánica, dejándose fusilar
–más o menos voluntariamente– por un enjambre de cámaras digitalizadas de
última generación.
Él es, también, un artista de última generación, que acude
periódicamente a la ciudad suiza de Ginebra para mostrar su galanura, categoría
y autoridad publicitaria en el Salón Internacional de Alta Relojería, como uno
de los más prestigiados iconos de la marca IWC Schaffhausen (he tenido que
deletrear esto cuidadosamente, espero no haberme comido alguna vocal o
consonante).
Parece ser –no tengo más conocimiento del hecho que lo que
trasmiten las noticias de prensa—que el espectacular montaje de tan exclusivo
evento atrae a las más grandes figuras de la pantallas cinematográficas y de
televisión, pasarelas de moda, circuitos de Fórmula I, músicos, literatos y
todos los practicantes de las artes y las ciencias que circulan por esta Aldea
Global de nuestros pecados, entre los cuales, aparece, cómo no, el fucilazo del
deporte-espectáculo más universal: el fútbol.
Las crónicas espigan entre los asistentes los nombres más
estelares de cada constelación, pero me niego a reproducirlos por dos motivos:
el franco desconocimiento de la mayoría de ellos (soy lego, sobre todo, en el
campo de la moda y del estrellato de las pantallas más o menos grandes) y
porque me parece un idiotez castigar otra vez el teclado de mi ordenador
copiando, a dedo por letra, una serie de nombres que me suenan a chino. Ni me
compensa ni me interesa el experimento.
El que me interesa, desde luego es el guaperas que viste el
preciado look de Dolce & Gabbana. No habita en lugares remotos, ni habla
idiomas extraños, ni se dedica a actividades ajenas a nuestro conocimiento,
antes al contrario lo tenemos muy a mano en todo. Es, simplemente, un torero,
llamado José María Dols Samper, un chico de Alicante que se anuncia en los
carteles taurinos con el apodo de su padre y de su abuelo: Manzanares.
Me llena de orgullo (y satisfacción, como diría el monarca
emérito) contemplar la imagen de un torero compartiendo protagonismo con las
elites más lustrosas de la sociedad contemporánea, es decir, metido en la
pomada de la alta alcurnia, en lo que a popularidad se refiere.
Me consta, asimismo, que algunos aficionados a los toros
afearán esta conducta, motejándola de mediáticamente improcedente. No hagan
caso, son los habituales practicantes del plañiderismo ancestral que lleva
cosido al dobladillo de su falda doña Tauromaquia desde que se envolvía en
pañales. Para ellos, un torero que no salga en los papeles o en los medios de
comunicación audiovisuales, vestido de luces, representa poco menos que una
afrenta para el sagrado arte que practica.
Los plañideros, los añorantes del torero-macho que escupe
por el colmillo o se encierra en la gayola de su mismidad taurómaca, sin hacer,
pensar o actuar en otra cosa que en torero, quizá ignoren que Juan Belmonte fue
portada de la prestigiosa revista norteamericana Time en 1925, y que El
Cordobés (Benítez) fue portada de Life en 1964. Dos hombres que adoptaron y
pusieron en práctica una concepción bien diferente del toreo, pero –sin hacer
comparanzas de ningún tipo– dos personalidades mundialmente reconocidas como
tales.
La presencia de José Maria Manzanares en una Gala que tiene
repercusión transversal (la palabra de moda), codeándose con lo más florido de
las artes, las ciencias, las letras y el deporte, es algo más que un mensaje
publicitario para la marca relojera que representa en ese instante. Es la
constatación de que la fiesta de los toros no es un tabú universal, una
perversión perseguida con lamentable contumacia por las huestes ignorantes o
malévolas, en todo caso, vindicativas de un animalismo desaforado. Es la imagen
de un muchacho de nuestro tiempo que tiene el raro don de crear un arte
bellísimo a sabiendas de que puede morir en el intento. Ni más ni menos.
Ahí lo tienen, posando por sexto año consecutivo en una
ciudad centroeuropea, bien lejos del bullicio taurino de nuestra España. Ahí lo
tienen, saludado y a buen seguro
admirado, por otras gentes de la más variada condición, triunfadores
indiscutibles en sus respectivas profesiones o disciplinas. La fiesta de los toros
necesita de estos empujes, de estas manifestaciones de alto nivel, de estas
presencias fuera de los ruedos para exportar un mensaje universal de
naturalidad y elegancia, bien lejos de la barbarie retrógrada con que quieren
identificarla quienes arrostran una animadversión enfermiza contra ella o no
tienen capacidad de entenderla, por aquello que Lorca definió como la falsa
educación pedagógica que han recibido.
Quiero entender que la presencia de Manzanares en Ginebra,
vestido de smoking es una conquista para la tauromaquia de nuestro tiempo. De
vez en cuando, el arte del toreo debe ser rescatado del formato rígido que le
envuelve en oro, seda, sangre y sol para llevarlo a otros escenarios y
mostrarlo en otros escaparates, lejos de las plazas de toros, para que le dé el
aire.
Me encanta que los toreros sintonicen con la realidad actual
y se desenganchen, aunque sea esporádicamente, de atavismos incoherentes. El
torero, desde luego, debe conservar de cara al público el prurito de misterio
que encierra el arte que practica, pero ello no tiene por qué colisionar con la
cohabitación en otros entornos sociales diferentes. Al contrario, debe ser
solidario con ellos. El pasado año, Enrique Ponce toreó en Istres vestido de
smoking, y aquello le encantó a la concurrencia. Miren, mejor de smoking que vestido
con algunos trajes seudoregionales, dentro de los cuales el torero parece un
esperpento. ¿Acaso la tauromaquia debe estar reñida con la elegancia?
La cuestión no es nueva. Ya el torero vasco Luis Mazzantini,
el que propinaba unas estocadas monumentales a los toros de finales del siglo
XIX, se preocupó de culturizarse, de estar al tanto de los avatares políticos
de aquella España (para poder opinar con conocimiento de causa), de oír música
clásica y de vestir con pulcritud y aseo cuando estaba fuera del ruedo. Cuentan
que, con ocasión de actuar una tarde en la plaza de toros de Málaga, le fue a
visitar un picador malagueño apodado El Ruso, para desearle suerte. Don Luis
(así le acabaron llamando) le recibió en el lujoso cuarto del hotel envuelto en
una fina bata de seda negra, estampada con flores de chillones colores; y
comoquiera que les contara de inmediato a sus amigos tan importante encuentro,
uno de ellos preguntó:
–Te habrá tratado con gran cariño, dada la amistad que os
une.
A lo que el viejo piquero respondió.
–¡Y tanto! No os digo más que me ha recibido ¡vestido de
japonés!…
A veces, a la fiesta de los toros le conviene más el olor a
Chanel que el tufillo a boñiga.
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