CARLOS NAVARRO
ANTOLÍN
HAY gente que no veranea donde no hayan estado antes los
romanos, gente que no se sienta en un restaurante de mesas sin manteles, gente
que desconfía de quien no bebe vino, gente que no puede entrar en un aseo de
dos orinales si alguien está usando uno, gente que jamás acepta la tónica de
sabores innovadores, que rechaza el asiento del tren si no es de ventana, o que
prefiere dormir en la moqueta de una suite antes que en una cama ajena. Hay
gente de ideas fijas, de pequeñas obsesiones o de criterios tremendamente
claros, según se mire. Los psiquiatras les llaman pequeñas neuras, los
antropólogos meros usos o costumbres, y los analistas de cuota emplean el
término de frikis para los casos más extravagantes.
José Antonio Morante Camacho (La Puebla del Río, Sevilla,
1979), conocido como Morante de la Puebla, es un matador de toros que tiene
pasión por las cosas antiguas y aversión por los firmes de los ruedos que no
están completamente alisados. Se pirra, por ejemplo, por comprar un mueble a un
anticuario si ha formado parte del despacho de Joselito El Gallo, o por
recuperar el paseo a pie hasta la plaza de toros de la Real Maestranza los días
de festejo porque así lo hacía Pepe Hillo en el siglo XVIII, o incluso se mete
a reeditar y prologar un libro donde se defiende con pasión el toreo (El arte
de birlibirloque, de Bergamín). Le encantaría recuperar su primer vestido de
torear, prestado por Domingo Valderrama para una novillada en Montellano
(Sevilla). El pasado trufa el presente de un torero de éxito que sabe lo que es
encallar, buscar el refugio de una posada lejos de España, darle a la tecla f5
particular y volver a empezar. Morante hizo en 2003 unas Américas muy
personales que jamás olvidará. En las desgracias se conoce a los amigos, decían
los sabios clásicos.
Hoy es propietario de fincas arroceras, el sector donde
precisamente trabajó su padre. La primera vez que vio un vestido de torear fue
en un mercadillo. Nadie le ha encontrado antecedentes familiares relacionados
con la tauromaquia. Su afición por el pasado, por los objetos rancios y los
ritos atávicos contribuyen a forjar su leyenda de torero de época. Torero
antiguo con gusto por las antigüedades, excéntrico, un punto histriónico y otro
punto provocador. “Debo estar loco”, dice en ocasiones quien tiene claro que el
toreo sin arte pierde toda la pureza. El toreo es arte o no es toreo. El toreo
no es una profesión ni una técnica.
Este Morante inquieto, que parece un niño que se pregunta
continuamente el por qué de las cosas, sigue al día la información política.
Entre sus preferencias están las intervenciones del pensador republicano
Antonio García Trevijano en la denominada Radio Libertad Constituyente.
Mucho más de Joselito que de Belmonte. Bético con residencia
en la calle Betis de su pueblo. Consumidor de pipas. En Manizales estaba en un
mano a mano sin suerte en los dos primeros toros, cuando, antes de que saliera
el tercero, el público tuvo una reacción inusual: aplaudirle para animarle.
Dicen que se quedó impresionado. Lástima que, ay, todos los días no se pueda
pintar un cuadro, ni cuajar una faena de ensueño de las que colocan al toreo en
el sector de la creatividad y lo sacan de la factoría. Capaz de arreglar toda
una feria en los últimos diez minutos, como ocurrió con la última de Sevilla.
Perfeccionista y puntilloso. Capaz de meter la gubia en el moldeado de su
propio monumento, de estar dos horas eligiendo la tela para un vestido de
torear, o de echar una tarde para decidir el diseño de sus corbatas. Cuentan
que fue interminable la sesión en la que decidió cómo serían las viseras que
regaló al público de sol en Jerez, otra costumbre recuperada por esa afición a
los hábitos del pasado. Como en España ya no se podían hacer viseras porque ya
no se venden cartones de tabaco, las encargó a un amigo. Uso recuperado otra
vez.
Le interesa toda liturgia antigua, todo uso que haya seguido
alguna ilustre figura del toreo por la que sienta admiración. Los ritos están
para ser respetados. Aunque le perjudique ser cabeza de cartel por aquello del
frío ambiental que sufre el primer actuante, Morante exige que se cumpla la
norma. No quiere alteraciones. Ni hablar, por supuesto, de la introducción de
extrañas modificaciones en la suerte del descabello. Siente horror por los
ruedos con pendientes en el firme, preferidos por las empresas para reducir el
riesgo de formación de charcos y, por lo tanto, idóneos para evitar la
suspensión del festejo en días de lluvias. Morante quiere bien lisos los pisos
de las plazas. Su concepto del toreo así lo exige. Si la Comunidad de Madrid no
alisa el ruedo, no se anuncia en Madrid. Y así, además, se ahorra soportar la
chacota del tendido 7, los maullidos de saludo, los pañuelos verdes a
destiempo, el cabreo capitalino. Escrito está que la auténtica fiera ruge en el
tendido.
Este vecino de La Puebla es un gran conservador, escaso
amigo de los cambios, lo contrario a un revolucionario. Con su círculo de
confort es generoso. Él lo justifica con tono de filósofo: “El toreo es
grandeza”. El misterio de este torero radica en parte en no dejarse conocer con
facilidad. Ser torero en los años cincuenta era ser un héroe. Serlo hoy es
estar obligado a la cansina lucha de defender lo obvio. Y estar obligado
también a cuidar y cultivar una imagen pública coherente con su personalidad, de
guardián de las esencias del toreo, en una sociedad de medios que no existía en
aquella España en sepia.
La vida son recuerdos de haber actuado en la conocida como
“parte seria” del espectáculo del Bombero Torero, con aquellos hombrecitos que
se consideraban a sí mismos “artistas diminutos”. La vida son los conocimientos
adquiridos en las aulas de Formación Profesional en la rama del metal. La vida
es ilusión por jugar todos los partidos del equipo de fútbol llamado Los
Warriors, obsesión por los colores rojo y azul de la bandera de su pueblo,
afición por los puros y hasta por hacer sus pinitos como boxeador. La vida es
tomar el camino hacia el juzgado porque le han llamado asesino con la misma
determinación que coge con celeridad el estoque de verdad si el toro no sirve
para su toreo. La vida es decirle a los banderilleros que, si hay triunfo,
corten un trozo mínimo de oreja, cuanto más pequeño mejor. Le horroriza dar la
vuelta al ruedo con un orejón despeluchado y sanguinolento. La vida es un
contraste donde en la misma semana recibe un premio y asiste al funeral de su
tío carnal. Las fincas hablan de la personalidad del torero. En la de
Malvaloca, en Las Cabezas de San Juan, hay una colección de fotos de grandes
matadores de toros sobre la chimenea. Él no aparece en ninguna. Se ve a Pepe
Luis Vázquez, Manuel Vázquez, Rafael de Paula, Curro Romero… En otro lugar de
la estancia sí hay una de Morante, concretamente del día de su alternativa en
Burgos apadrinado por el colombiano César Rincón con Fernando Cepeda de
testigo. Pero nunca enmarca fotos suyas toreando porque, al final, le está
sacando defectos al pase cada vez que las contempla. En la finca La Huerta de
San Antonio, en La Puebla del Río, se concentran sus aficiones: el despacho de
Joselito El Gallo, su perra, un azulejo de San Antonio recién adquirido, un
escudo de los tiempos de Franco… Por cierto, en la plaza de tientas de esta
finca hay dos árboles plantados en el ruedo. ¿Por qué? Las cosas del genio.
Maniático, metódico, obsesionado por la estética,
temperamental que ha pagado el precio de algunos de sus impulsos. Sus ideas
fijas le acompañan como su cuadrilla. “El toreo no es una factoría”. Acepta las
broncas del público, pero no los ataques de los antitaurinos, con los que se
acercó a hablar en Ronda mientras comía pipas. En la Puerta de Sol de Madrid se
acercó a una manifestación en defensa de la memoria histórica: “¿Aquí también
se recuerda a las víctimas de Paracuellos del Jarama?”. Y en Valladolid cenó
con Vargas Llosa e Isabel Preysler tras un día de corrida. El escritor le
confesó que nunca tiene tantos problemas como cuando escribe o hace
declaraciones sobre los toros, ni siquiera recuerda tantas tensiones de su
etapa como candidato a la presidencia de Perú. Morante es de los pocos que hoy
llenan las plazas y, además, ha acercado a los toros a personalidades de la
cultura como Andrés Calamaro.
Sabe que le comparan, sabe que le sacan las estadísticas de
puertas grandes para restarle mérito a su trayectoria, sabe que le cuestionan
por las tardes aciagas. Es el precio del éxito, el coste de ser leyenda viva
desde hace lustros y tener aún menos de 40 años. Si Morante hubiera existido en
los años 40 hubiera sido un héroe. Su mérito quizás es que genera hoy la misma
expectación que un torero de éxito de entonces, pero teniendo que sufrir en la
muleta las rachas de viento añadido del odio a todo lo que simboliza cierto
concepto de España.
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