miércoles, 25 de enero de 2017

OBISPO Y ORO: Lo de La Santamaría, ¡madre de Dios!…

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Foto: EFE

La primera vez que asistí a una corrida de toros fuera de España, en lo que pudiéramos llamar el plusultra de la geografía taurina, fue en Bogotá. Hace de esto ya 26 años… ¡madre mía, cómo pasa el tiempo! Viajé por los aires del mundo con el Atlántico bajo la panza del gigantesco Boeing, con la expectativa a flor de piel y con la incertidumbre y la ilusión que se aborda todo aquello que está a punto de aparecer con luz propia y, por tanto, de abandonar ese inconcreto habitáculo que es el cuarto oscuro de la imaginación.

En diciembre del 91, Bogotá y Colombia toda transpiraban un taurinismo desbordante, una afición a los toros desbordante y una veneración, elevada a la máxima potencia, por un torero, una estrella rutilante recién aparecida en el firmamento taurino, uno de los suyos, un bogotano menudo de talla pero de talla artística inconmensurable: César Rincón.

Al cabo de los años, recuerdo aquellos días felices vividos en la capital de Colombia, como una de las experiencias más gratificantes de mi actividad profesional. Me impresionó el fervor taurino-patriótico de los colombianos, el legítimo orgullo con que exhibían la grandeza de un compatriota. Aquella corrida organizada por los compañeros de la prensa colombiana (la de Crotaurinos era su título oficial) fue el más grande acontecimiento taurino que había presenciado. En una pancarta de enormes proporciones (ocupaba varios tendidos de la Plaza) se leía: Gracias, César, nos has hecho grandes… todavía me emociona su recuerdo.

Me impresionó, también la plaza de toros. Se abrió al público pocos meses antes que la de Las Ventas, pero su modelo fue la vieja de la carretera de Aragón de Madrid. Sus fachadas eran obra de los antiguos orfebres del ladrillo macizo o recocho, con su toquecito mudéjar y sus apilastrados y cresterías de encaje a cara vista. Una joya. ¡Qué tarde de toros aquélla! Allí estaban las instancias políticas de primer nivel y los prohombres de la nación. Allí estaba todo el toreo de paisano. Allí estaba, vestido de luces, en solitario, el nuevo ídolo. El todo Colombia estaba esa tarde en la Santamaría, a través de la televisión y en la misma Plaza.

A la plaza de toros de Bogotá se le llama La Santamaría, en honor a su impulsor, Ignacio Sanz de Santamaría, el hombre que se arruinó por amor a la fiesta de los toros, levantando el monumento de su coso taurino y llevando desde España sementales de Santa Coloma, para fundar la ganadería de Mondoñedo. La Santamaría acabó siendo absorbida por el Consistorio de la ciudad y víctima del nuevo fervor antitaurino de un sector de la sociedad y de la clase política. El anterior Alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, utilizó múltiples argucias para tratar de aniquilar el destino para el que fue edificada y, al fin, la Justicia determinó su reapertura para cumplir la función de su origen: celebrar corridas de toros.

El largo preámbulo pretende poner en antecedentes al gran acontecimiento que ayer se vivió en la capital de esa gran nación llamada Colombia. Por fin volvieron los toros a Bogotá. Máxima expectación. Un empresario valiente y enamorado de la Fiesta llamado Felipe Negret tomó las riendas de la organización y La Santamaría colocó en las taquillas el cartel de No Hay Billetes; así, pues, la corrida de la reapertura (cuatro años de sequía son demasiados) tenía pendiente a todo el mundo taurino a través de las redes sociales. ¿Qué pasará hoy en Bogotá? ¿Cómo responderá el público? ¿Qué respuesta se dará en la calle?

De este último interrogante salimos de dudas en seguida. Una turba de manifestantes, primero enmascarados pretendiendo cortar el tráfico, después a cara descubierta profiriendo insultos y agresiones a los hombres y mujeres que se dirigían ilusionados y rozagantes al remozado coso taurino, estuvo a punto de causar un conflicto de orden público de enormes proporciones.

He visto imágenes que, por su dureza y su vileza, mueven a una profunda reflexión. ¿Cómo se puede tolerar la vomitera de insultos, de escupitajos, de golpes dados a traición a los hombres y mujeres que circulaban por los aledaños de la Plaza, con intención de acudir al festejo que en ella se iba a celebrar? ¿Cómo se puede contemplar que se agreda a la propia Policía, sin que se les caiga la cara de vergüenza y los palos del sombrajo a quienes solo quieren vivir en paz y libertad? ¿Pero en qué mundo vivimos? ¿Qué quiere esta tropa que se organiza –algunos subvencionados– para asaltar a la gente pacífica por el mero hecho de que ENTIENDAN lo que ellos son incapaces de entender?

Te metes en las redes sociales y encuentras como principal argumento, como aval y justificación de lo injustificable, que los asaltados y agredidos son ¡asesinos! que van a disfrutar con el olor y el vertido de la sangre de unos pobres animales indefensos. ¡Pobre gente! No merece la pena ni llamarlos gentuza.

Lo que sí merece la pena es asumir que este movimiento animalista y cerril, este barullo agresivo que no respeta modos ni maneras, derechos ni deberes, que utiliza la violencia y el odio sin reparar las consecuencias que pueda acarrear, es altamente peligroso para la convivencia. El lema de esta turbulencia desquiciada es que La Tortura ni es Arte ni Cultura. Naturalmente. ¿Quién no va a suscribir ago así? Pero, miren, no merece la pena gastar ni un minuto de mi tiempo, ni una miniresma de papel para intentar abrir su mente y tratar de que ENTIENDAN la supina estupidez de su comparanza. Su mente es obtusa, impenetrable. Y su capacidad para el diálogo sereno y bienintencionado, nula, de toda nulidad.

¡Asesinos! Hijoesputa!… esto es lo que oyeron a diestro y siniestro los respetables irrespetados que ayer se dirigían en libertad, con esperanza y alegría a La Santamaría de Bogotá. Les llovieron, además, gargajos y golpes. A los policías, también. Esta es la gente –repito, no merece la pena ni llamarlos gentuza—que se moviliza amparada por los derechos democráticos, pero contra el pensamiento distinto (¿?). Y lo hace con violencia tal, que solo puede estar generada por el odio.

Qué peligroso es el odio. Ya he advertido en varias ocasiones que cualquier día estos valerosos adalides de lo que ellos consideran una sagrada causa –cómo se frotarán las manos los beneficiarios de la industria de las mascotas, esto es, los que venden y revenden la libertad de los animales– se pueden encontrar con la horma de su zapato. La paciencia, el respeto y…¡el miedo! tienen un límite.

Algunos de los que ayer fueron a los toros en Bogotá, volverán, no lo duden. No les pidan más sumisión, absentismo y templanza, porque si su libertad, su honor y su dignidad siguen cercenándose, una tarde cualquiera se puede armar gorda en torno a la Santamaría, ¡madre de Dios!…

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