FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Foto: EFE
La primera vez que asistí a una corrida de toros fuera de
España, en lo que pudiéramos llamar el plusultra de la geografía taurina, fue
en Bogotá. Hace de esto ya 26 años… ¡madre mía, cómo pasa el tiempo! Viajé por
los aires del mundo con el Atlántico bajo la panza del gigantesco Boeing, con
la expectativa a flor de piel y con la incertidumbre y la ilusión que se aborda
todo aquello que está a punto de aparecer con luz propia y, por tanto, de
abandonar ese inconcreto habitáculo que es el cuarto oscuro de la imaginación.
En diciembre del 91, Bogotá y Colombia toda transpiraban un
taurinismo desbordante, una afición a los toros desbordante y una veneración,
elevada a la máxima potencia, por un torero, una estrella rutilante recién
aparecida en el firmamento taurino, uno de los suyos, un bogotano menudo de
talla pero de talla artística inconmensurable: César Rincón.
Al cabo de los años, recuerdo aquellos días felices vividos
en la capital de Colombia, como una de las experiencias más gratificantes de mi
actividad profesional. Me impresionó el fervor taurino-patriótico de los
colombianos, el legítimo orgullo con que exhibían la grandeza de un compatriota.
Aquella corrida organizada por los compañeros de la prensa colombiana (la de
Crotaurinos era su título oficial) fue el más grande acontecimiento taurino que
había presenciado. En una pancarta de enormes proporciones (ocupaba varios
tendidos de la Plaza) se leía: Gracias, César, nos has hecho grandes… todavía
me emociona su recuerdo.
Me impresionó, también la plaza de toros. Se abrió al
público pocos meses antes que la de Las Ventas, pero su modelo fue la vieja de
la carretera de Aragón de Madrid. Sus fachadas eran obra de los antiguos
orfebres del ladrillo macizo o recocho, con su toquecito mudéjar y sus
apilastrados y cresterías de encaje a cara vista. Una joya. ¡Qué tarde de toros
aquélla! Allí estaban las instancias políticas de primer nivel y los prohombres
de la nación. Allí estaba todo el toreo de paisano. Allí estaba, vestido de
luces, en solitario, el nuevo ídolo. El todo Colombia estaba esa tarde en la
Santamaría, a través de la televisión y en la misma Plaza.
A la plaza de toros de Bogotá se le llama La Santamaría, en
honor a su impulsor, Ignacio Sanz de Santamaría, el hombre que se arruinó por
amor a la fiesta de los toros, levantando el monumento de su coso taurino y
llevando desde España sementales de Santa Coloma, para fundar la ganadería de Mondoñedo.
La Santamaría acabó siendo absorbida por el Consistorio de la ciudad y víctima
del nuevo fervor antitaurino de un sector de la sociedad y de la clase
política. El anterior Alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, utilizó múltiples
argucias para tratar de aniquilar el destino para el que fue edificada y, al
fin, la Justicia determinó su reapertura para cumplir la función de su origen:
celebrar corridas de toros.
El largo preámbulo pretende poner en antecedentes al gran
acontecimiento que ayer se vivió en la capital de esa gran nación llamada
Colombia. Por fin volvieron los toros a Bogotá. Máxima expectación. Un
empresario valiente y enamorado de la Fiesta llamado Felipe Negret tomó las
riendas de la organización y La Santamaría colocó en las taquillas el cartel de
No Hay Billetes; así, pues, la corrida de la reapertura (cuatro años de sequía
son demasiados) tenía pendiente a todo el mundo taurino a través de las redes
sociales. ¿Qué pasará hoy en Bogotá? ¿Cómo responderá el público? ¿Qué
respuesta se dará en la calle?
De este último interrogante salimos de dudas en seguida. Una
turba de manifestantes, primero enmascarados pretendiendo cortar el tráfico,
después a cara descubierta profiriendo insultos y agresiones a los hombres y
mujeres que se dirigían ilusionados y rozagantes al remozado coso taurino,
estuvo a punto de causar un conflicto de orden público de enormes proporciones.
He visto imágenes que, por su dureza y su vileza, mueven a
una profunda reflexión. ¿Cómo se puede tolerar la vomitera de insultos, de
escupitajos, de golpes dados a traición a los hombres y mujeres que circulaban
por los aledaños de la Plaza, con intención de acudir al festejo que en ella se
iba a celebrar? ¿Cómo se puede contemplar que se agreda a la propia Policía,
sin que se les caiga la cara de vergüenza y los palos del sombrajo a quienes
solo quieren vivir en paz y libertad? ¿Pero en qué mundo vivimos? ¿Qué quiere
esta tropa que se organiza –algunos subvencionados– para asaltar a la gente
pacífica por el mero hecho de que ENTIENDAN lo que ellos son incapaces de
entender?
Te metes en las redes sociales y encuentras como principal
argumento, como aval y justificación de lo injustificable, que los asaltados y
agredidos son ¡asesinos! que van a disfrutar con el olor y el vertido de la
sangre de unos pobres animales indefensos. ¡Pobre gente! No merece la pena ni
llamarlos gentuza.
Lo que sí merece la pena es asumir que este movimiento
animalista y cerril, este barullo agresivo que no respeta modos ni maneras,
derechos ni deberes, que utiliza la violencia y el odio sin reparar las
consecuencias que pueda acarrear, es altamente peligroso para la convivencia.
El lema de esta turbulencia desquiciada es que La Tortura ni es Arte ni
Cultura. Naturalmente. ¿Quién no va a suscribir ago así? Pero, miren, no merece
la pena gastar ni un minuto de mi tiempo, ni una miniresma de papel para
intentar abrir su mente y tratar de que ENTIENDAN la supina estupidez de su
comparanza. Su mente es obtusa, impenetrable. Y su capacidad para el diálogo
sereno y bienintencionado, nula, de toda nulidad.
¡Asesinos! Hijoesputa!… esto es lo que oyeron a diestro y
siniestro los respetables irrespetados que ayer se dirigían en libertad, con
esperanza y alegría a La Santamaría de Bogotá. Les llovieron, además, gargajos
y golpes. A los policías, también. Esta es la gente –repito, no merece la pena
ni llamarlos gentuza—que se moviliza amparada por los derechos democráticos,
pero contra el pensamiento distinto (¿?). Y lo hace con violencia tal, que solo
puede estar generada por el odio.
Qué peligroso es el odio. Ya he advertido en varias
ocasiones que cualquier día estos valerosos adalides de lo que ellos consideran
una sagrada causa –cómo se frotarán las manos los beneficiarios de la industria
de las mascotas, esto es, los que venden y revenden la libertad de los
animales– se pueden encontrar con la horma de su zapato. La paciencia, el
respeto y…¡el miedo! tienen un límite.
Algunos de los que ayer fueron a los toros en Bogotá,
volverán, no lo duden. No les pidan más sumisión, absentismo y templanza,
porque si su libertad, su honor y su dignidad siguen cercenándose, una tarde
cualquiera se puede armar gorda en torno a la Santamaría, ¡madre de Dios!…
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