La Santamaría en Bogotá no ha
solo servido para ver la fiesta brava, sino también para medir el pulso de la
opinión pública en momentos claves de la vida nacional.
Revista Semana de
Bogotá
Cuando el domingo 22 de enero, en punto de las 3:30 de la
tarde y al paso de las notas del pasodoble El gato montés, eche a andar el
paseíllo, la plaza de toros La Santamaría no solo reabrirá sus puertas tras
cuatro años de veda, sino que iniciará la conmemoración de 85 años de vida,
entre arena y escenario político y social de Bogotá.
La Santamaría se mantiene incólume, contra el paso de los
años y de las diferencias, las (viejas) partidistas y las (recientes)
animalistas. La plaza, también genérico de los taurófilos, es uno de los más
ricos vestigios arquitectónicos de la primera mitad del siglo XX.
Para comenzar, sobrevivió La Santamaría a su propio y
complejo parto. Cada día queda más claro que Ignacio Sanz de Santamaría moría
por la fiesta de los toros hasta el punto, real, de poner en riesgo su
integridad, no de protagonista en el ruedo, pero sí de empresario. De hecho,
levantar un anfiteatro con capacidad cercana a los 15.000 espectadores en una
ciudad que en esos años apenas rondaba los 300.000 habitantes era ya de por sí
suicida. Más aún cuando los ecos de la depresión del 29 se sentían con
intensidad en el mundo entero.
Mejor dicho, La Santamaría pudo morir antes de nacer. El
terreno, que antes eran chircales, costó 70.000 pesos de entonces, poca cosa
frente a los 400.000 dólares (casi lo mismo en pesos de la época) que le costó
levantarla a Ignacio.
El 8 de febrero de 1931, con el presidente Enrique Olaya
Herrera como simbólica autoridad, tres toreros españoles del montón (Manolo
Martínez, el Exquisito y Gallito de Zafra) cruzaron el ruedo seguidos de sus
picadores, hombres desconocidos hasta entonces para la afición de los notables
que vestían de paño negro y sombrero Barbisio (sus localidades costaban entre
3,30 y 2,50 pesos), o el pueblo de dril y alpargatas que buscaba puesto en los
altos de sol por 50 centavos. No fue extraño que la boletería se agotara.
Aparte del cine y alguna retreta, eran los toros el espectáculo popular de más
arraigo, cuando el fútbol se jugaba en los clubes sociales.
En barrera, al lado del Olaya Herrera que reconquistaba el
poder para el liberalismo, se sentó el expresidente conservador Carlos E.
Restrepo (1910-1914), un presagio de lo que sería La Santamaría como foro
político. Y a su lado tomó lugar esa obsesión con nombre propio, Ignacio Sanz
de Santamaría. Su creación, aún en obra gris, ya era carne.
Solo que le duró poco. Antes de tres años, la empresa había
quebrado por la debacle económica mundial y por los cálculos del propio Sanz de
Santamaría sobre la supuesta existencia en Bogotá de una afición del tamaño de
las de Madrid, Sevilla o Valencia, en donde lo había picado el bicho del toro
bravo. Es decir, quizás sí había sed por la fiesta brava, pero no fondos para
saciarla. Al final, tuvo que declararse en quiebra y no tardó mucho para que su
salud se deteriorara hasta llevarlo a la tumba a finales del 33. Se confirmaba:
moría por los toros.
En medio de la efervescencia de ideas que caracterizó a
Colombia en esa década de los cuarenta, y con el advenimiento de la guerra
civil española, La Santamaría se mantuvo como epicentro del ocio bogotano. Así,
mientras fracasaban intentos de empresarios por hacer rentable el negocio, los
bogotanos se convertían en conocedores de la tauromaquia, casi a nivel de
mexicanos y españoles. Cosa que no ha cambiado. Desde ese momento, se formó una
dinastía de aristócratas taurófilos de la cual el mayor exponente fue el
recientemente fallecido Fermín Sanz de Santamaría, nieto del fundador de la
plaza.
Asomaron las primeras figuras y por primera vez en la
historia La Santamaría pareció buen negocio. Algunas llegaron cuando ya
anunciaban su buen retiro (caso Domingo Ortega) y otras, en pleno ejercicio de
sus facultades. Uno de ellos, el legendario Manolete, vino en 1946, un año
antes de caer herido mortalmente en la plaza de Linares.
Desde entonces, no hay torero importante que no haya pasado
por Bogotá. Desde Luis Miguel Dominguín (hoy más célebre por ser el padre de
Miguel Bosé), hasta José Tomás, el más mediático de los matadores recientes,
pasando por Manuel Benítez, el Cordobés, quien en la segunda mitad de los
sesenta y comienzos de los setenta se dio el lujo de ser tapa de diarios y
revistas en el inmenso mundo no afecto a la lidia del toro bravo.
Capítulo aparte es el de César Rincón, quien nació como
novillero en La Santamaría en los ochenta y creció allí como torero, hasta
adquirir el oficio que le permitió más tarde ser considerado en España como
una, si no la más grande, figura del toreo de comienzos de los noventa, tras
sus célebres actuaciones en la plaza de Las Ventas.
Pero mientras esa arena servía para faenas inolvidables, la
política también se medía en el mismo escenario a la opinión pública, o a ese
“monstruo de mil cabezas”, como lo definió Guillermo León Valencia en una
célebre conferencia en la Universidad de Salamanca, en la que hizo un paralelo
entre espectadores de una y otra actividad; al fin y al cabo, los mismos.
Ahí, entre manifestaciones y discursos; entre ovaciones y
condenas públicas, La Santamaría ha presenciado un largo capítulo que liga esas
dos actividades. Jorge Eliécer Gaitán hizo suya la plaza en su campaña para el
46. A su muerte, en la noche del 9 de abril de 1948, muchos de sus seguidores
se concentraron allí a la espera de la orden que nunca llegó de marchar sobre
Palacio. Una fotografía de Laureano Gómez y su esposa María Hurtado, puestos en
barrera, con Gaitán dos filas atrás, resume esos momentos de la historia.
Ocho años después, el 5 de febrero de 1956, la policía
política de la dictadura de Rojas Pinilla cobró a los espectadores la protesta
de ocho días atrás por el brindis que un torero nacional –Joselillo de
Colombia– había hecho a María Eugenia Rojas y, aún más, por las ovaciones al
nombre de Alberto Lleras Camargo.
A partir de ahí, La Santamaría se convirtió durante mucho
tiempo en el termómetro de la clase política. La validez de esas encuestas
(cuando no había encuestas), con que la gente aclamaba o chiflaba a cuanto
líder se atreviera a dejarse ver por los tendidos, jamás admitió discusión. Por
ella pasaron hombres en el poder y candidatos. E Incluso, víctimas de efectos
colaterales, como sucedió en febrero de 1995, cuando un ofrecimiento de la
lidia de un toro por parte de César Rincón se convirtió en tubo de escape del
debate al presidente Ernesto Samper Pizano y el proceso 8.000.
Entre tantas idas y vueltas, La Santamaría mantuvo su
actividad sin mayores pausas, a excepción de comienzos de 2.000, cuando estuvo
a punto de naufragar la temporada y la Corporación Taurina de Bogotá echar un
capote. Con él, estuvo lidiando hasta 2012, cuando el alcalde Gustavo Petro
abrió lo que parecía ser un espacio de discusión sobre los toros. Eso terminó
siendo una flagrante violación a los derechos consignados en la Constitución.
Petro, en supuesta representación de una minoría, la de los antitaurinos,
atentó contra otra minoría, la de los taurinos.
Desde entonces hasta hoy, el debate ha alcanzado una gran
polarización. Con dos grandes diferencias respecto al pasado. Una, la plaza,
cerrada a cal y canto, ha pagado con inactividad los platos rotos. Dos, nadie
es indiferente al tema y prevalece la animadversión a la fiesta brava, ya sea
por convicción o por simpatía con la causa antitaurina.
Sin embargo, no es a la luz de las mayorías que este tema se
ha resuelto, sino en donde debe ser, en los tribunales. Allí, en la Corte
Constitucional, por acción de Felipe Negret Mosquera, la fiesta de los toros se
ganó el derecho a existir en Bogotá. Y eso, un hecho político, precisamente comenzará
a pasar el 22 de enero. Con un invitado insospechado, el antitaurinismo,
dispuesto a lo que le garantiza la misma Constitución: a protestar, más no a
impedir. Entonces, una vez más, La Santamaría volverá a ser ese epicentro de
pasiones que jamás ha dejado de ser durante 85 años y quién sabe cuántos más.
Buen relato pero incompleto, la plaza la perdió el viejo Santamaría porque no pudo cancelar la deuda adquirida con los bancos, para ese entonces sumaba cerca de 800.000 pesos, ante el fracaso de la osadía que lo llevó a la quiebra por apostar todo su patrimonio a la construcción de esa plaza, no le quedó más remedio que entregarla en dación de pago y ni con eso pudo cubrir la deuda que quedó por tanto impaga, así quebrado y desmoralizado fue que murió el viejo.
ResponderEliminarAhora, los bancos no se quedarían con ella, entonces la ofrecieron al distrito para que la comprara, así que fue adquirida y fue necesario además gastar mucho dinero del erario público para terminarla porque cuando murió el viejo, la fachada estaba a medias y ni los palcos y ni los tendidos habpian sido terminados, es así que la plaza es de todos los bogotanos desde entonces, no fue ninguna donación como muchos dicen.
Por otra parte, hay que hacer claridad del concepto de "minorías", no es un término cuantitativo sino cualitativo, es cuestión de condición de aminoramiento, de una población en estado de vulnerabilidad, históricamente desfavorecidos, orpimidos, olvidados, relegados a una indiferencia del estado en particular y de la sociedad por decir lo menos, en esto tenemos a los afrodescendientes, los indigenas, los campesinos, la clase obrera, la población LGBTI, y si, en esta podemos ubicar incluso a los animalistas, pero de ninguna manera a los taurinos, usted mismo lo describe, la clase política, la élite es la conductora de esta afición, no son ni pobres siquiera, son históricamente una clase llena de privilegios con las leyes en su favor puesto que ellos mismos eran quienes las dictaban, así que tratar a los taurinos como una minoría infigna a las verdaderas minorías.
Hay que hacer claridad de lo ocurrido en 2012, si bien Petro no era partidario a las corridas de toros, desconocer el detonante del asunto no suma a una discusión objetiva, es de caballeros dar verdad a los acontecimientos realmente como sucedieron, para el año 2012, el Tribunal de Cundinamarca luego de revisar la legalidad de varios de los contratos celebrados con el Distrito, encontró que le contrato de la Corporación taurina en el 2.000 y sus posteriores prórrogas hasta el 2012 inclusive, adolecía de flagrantes violaciones a lo que se debía hacer con la celebración de contratos sobre los bienes públicos, como es una licitación abierta y transparente al público, en esos años jamás se realizó, entonces la Corporación taurina recurrió al Consejo de Estado para que tal decisión fuese revisada y evitar dicha cancelación, sin embargo el Consejo falló en favor de lo dictado por el Tribunal de Cundinamarca y refrendó la cancelación.
Continpua...
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ResponderEliminarPosteriormente Petro una vez cancelado el contrato acatando la orden, propuso a la corporación taurina que en obediencia a la ley 84 de 1989 en la que en su articulo 7 del capítulo 3, indicara que aunque las corridas de toros pudiesen darse en la plaza, también establecía que debía morigerarse el trato cruel y las actividades tortuosas a los toros, les propuso a los taurinos que si querían dar corridas debían no herir ni matar a los toros, que podían torearlos pero sin dañar a los animales, en resumidas cuentas que se realizaran lo que se conoce como corridas incruentas, similar a las que se realizan en California, EEUU, donde las banderillas no tienen arpón sino un velcro que se adhieren a una especie de chaqueta que se le pone al toro y que ni usan la vara ni el estoque, tampoco el descabello ni la puntilla. Sin embargo, la corporación dijo que de ninguna manera accederían a hacerlo, es decir, se negaron siquiera a obedecer lo establecido en esa ley, mrigerar para ellos era inaudito, entonces al no haber conciliación, Petro decidió no licitar el contrato si ya sabían cuales eran las condiciones, luego vendría la historia jurídica desde la promovida consulta antitaurina hasta el fallo de la sentencia T296 que ordenó volver a permitir que la plaza se ofreciera en licitación para las fechas de corridas que tradicionalmente se efectuaban, licitación que por cierto en su primera oferta, fue declarada desierta y que fue necesario una abreviada que finalmente con un solo oferente fue asignada al consorcio de la corporación bogotana y la manizaleña.
Hay que ver que siendo una licitación de un contrato al menos debió presentar dos interesados en aras de transparencia y para mayor beneficio del Distrito, pero no, se dió con uno solo que aquí y en cafarnaún se puede entender como una asignación a dedo.
Ya para terminar, si, el antitaurinismo de aquel 2012 al 2017 ha crecido descomunalmente, para ese 2012 se reunpian cientos apenas, hoy ya cuentan miles en las manifestaciones, interesante fue la del 2014, que reuniera cerca de 35.000 personas en la marcha de octubre 18 que llenó la plaza de Bolívar, desde entonces el movimiento antitaurino, ha dado una ardua batalla en todos los ámbitos políticos y sociales, ya esa minoría se hizo escuchar y en consonancia proyectos de ley han cursado y actualmente hay tres en trámite de debate además que la consulta antitaurina sigue viva por un fallo de octubre de 2016 de la misma Corte Constitucional (http://www.semana.com/nacion/articulo/fallo-corte-constitucional-sobre-corridas-de-toros/498016).
Los taurinos aún siguen en la cuerda floja, tal vez ganaron una batalla, de forma algo dudosa por como se dió el proceso de revisión de tutela y la ponencia de un magistrado taurino, Mauricio Gonzalez, además del voto del otro magistrado ganadero Pretelt, pero en fin, los anititaurinos cada vez mejor representados por congresistas y altos cargos públicos han manifestado apoyar la finalización por vías legales de la tauromaquia en Colombia.
No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, reza el adagio popular, la tauromaquia cuenta sus días finales como quien sufre un cáncer terminal y ya ha sido desahuciado.
Saludos cordiales.