FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
A primeras horas de la atardecida de ayer, cuando media
España (o casi toda ella) futboleaba con euforia y alborozo, no por el triunfo
de su equipo, sino por la derrota o no victoria del equipo rival, me hiela el
corazón la noticia de la derrota más cruel, injusta, dramática y dolorosa que,
en el momento actual, podía encajar este
pequeño, fantástico y generoso mundo de los toros: Ha muerto Adrián.
Ha muerto Adrián, con ocho añitos, porque en el día después
del Viernes de Dolores el negro toro de una horrible enfermedad lo tenía
acorralado contra las tablas, unas tablas de salvación ensambladas por la
ilusión, el cariño y la esperanza que se han hecho demasiado altas para su
menguada estatura y demasiado febles para el certero hachazo del infame cáncer.
La muerte es terca. Inapelablemente terca. No pide partida
de nacimiento ni carné de identidad. Pero no por ello habíamos dejado de soñar,
de cargar las pilas de la fe, de resetear la computadora que pudiera abrir el
pantallazo del milagro; pero parece ser que el abstruso mundo de la milagrería
es cosa de Dios, juez supremo de nuestra existencia, árbitro del ser o no ser.
A riesgo de ser irreverente –que me perdonan los acendrados creyentes–, creo
que, en el caso de Adrián, Dios ha tenido un despiste. Los árbitros también se
equivocan.
Hubiera sido magnífico que este niño guapo e inocente, que
jugaba al toro porque le fascinaba el mundo del toreo o sencillamente porque le
daba la gana, se hubiera curado; no solo porque la muerte de cualquier niño ya
es de por sí una tragedia, sino porque hubiera supuesto la mejor respuesta a
esa horripilante horda de malnacidos/as que no tuvo el menor reparo en hacer público
su ferviente deseo que se lo llevara la Parca cuanto antes.
No tengo palabras, ni tiempo, ni el ánimo templado para
expresar el asco, la rabia y la ira que se me revuelven por las entrañas cuando
la memoria me devuelve la imagen y el mensaje de aquellas bestias que
insultaban y asesinaban de pensamiento a un pobre niño. El hondo pesar y la
profunda tristeza pueden con todo, hasta con el quizá disculpable deseo de
aplicarles la misma cicuta para ellas/os y su ascendencia y descendencia,
porque algo de ignominia se habrá heredado en ambos casos. Pero no lo haré. No
lo haré porque el propio Adrián, allá donde estuviere ahora, y sus familiares
más directos me lo podrían reprochar, y con razón.
No hace tanto tiempo que la imagen de una criatura de apenas
tres añitos apareció muerta en una playa, bien lejana de su lugar de origen.
Era la víctima inútil de una sociedad enferma. Una sociedad que se retrata en
ese campo de minas antipersonas en que se han convertido las Redes Sociales, en
muchos casos nido de rufianes y refugio de cobardes. Este es el mundo que
tenemos: el mundo del odio, el que ha resuelto sentenciar a muerte a un ser
humano en la más tierna infancia para salvar la vida de cualquier otro ser de
“su” mundo animal, cualesquiera que sea la especie a que pertenezca, alimañas y
depredadores incluidos, mientras soporta con resignada hipocresía cómo llora un
niño sirio después de haber contemplado el asesinato de sus hermanos y
amiguitos, tras un bombardeo con armas químicas; el mundo que nos envía la
fotografía de un cuerpecito inerte aparcado en el litoral húmedo de un país
extraño, una foto de escalofrío que merece –algo es algo– un Pulitzer.
Un Premio Pulitzer también mereció la fantástica novela
Matar un ruiseñor, de la escritora norteamericana –creo—Harper Lee. No leí el
libro, pero recuerdo vagamente su adaptación a la película de principios de los
60, en blanco y negro y protagonizada por Gregory Peck, una cinta que narraba
la injusticia social, el racismo galopante y la insensibilidad de los seres
humanos de aquellos Estados Unidos de América durante la Gran Depresión que
comenzó en el año 29 e hizo entrar en crisis económica y espiritual al mundo
–más o menos—civilizado (?)
La narradora de aquella película era una niña de ocho años,
que hacía el papel de hija del protagonista y contaba cómo veía las cosas de la
vida desde su inocente perspectiva. Los mismos años que nuestro querido Adrián.
La misma inocencia. Ocurre sin embargo que, en la ficción, aquella niña se
supone que llegaría a la ancianidad y conocería un mundo mejor, pero Adrián no
ha tenido tanta suerte.
Dentro de unas pocas horas iré a la plaza de Las Ventas para
ver la corrida toros de este Domingo de Ramos, un domingo tradicional de toros
y palmas, en el que estrenamos tristeza. Todos los presentes guardaremos un
minuto de silencio en recuerdo de Adrián Hinojosa, el pequeño que soñó que
algún día haría el paseíllo en esa Monumental. No me cabe duda de que todos
tendremos presentes las barbaridades que desencadenó su horrible enfermedad y,
por el contrario, la solidaridad y la
emoción que despertó en la inmensa familia taurina hasta hace tan solo
unos días, cuando en Valencia los toreros firmaban el reverso gualda de un
capote de brega, para infundirle ánimo ante su preocupante empeoramiento.
No creo que haya ni una sola persona con un mínimo gramo de
sensibilidad que no lamente profunda y sinceramente la muerte de un niño, sean
cuales fueran las circunstancias que hayan propiciado tan lamentable desenlace.
Matar un ruiseñor que habla, siente y padece, aunque solo sea un deseo
irrefrenable, voluntariamente expresado, no deja de ser una catástrofe –una
más– que envilece a la especie humana. No puede haber indulgencia para quien se
haga portador/a de tan vomitivo mensaje. No tiene perdón de Dios.
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