lunes, 10 de abril de 2017

OBISPO Y ORO - Matar un ruiseñor

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

A primeras horas de la atardecida de ayer, cuando media España (o casi toda ella) futboleaba con euforia y alborozo, no por el triunfo de su equipo, sino por la derrota o no victoria del equipo rival, me hiela el corazón la noticia de la derrota más cruel, injusta, dramática y dolorosa que, en el momento actual,  podía encajar este pequeño, fantástico y generoso mundo de los toros: Ha muerto Adrián.

Ha muerto Adrián, con ocho añitos, porque en el día después del Viernes de Dolores el negro toro de una horrible enfermedad lo tenía acorralado contra las tablas, unas tablas de salvación ensambladas por la ilusión, el cariño y la esperanza que se han hecho demasiado altas para su menguada estatura y demasiado febles para el certero hachazo del infame cáncer.

La muerte es terca. Inapelablemente terca. No pide partida de nacimiento ni carné de identidad. Pero no por ello habíamos dejado de soñar, de cargar las pilas de la fe, de resetear la computadora que pudiera abrir el pantallazo del milagro; pero parece ser que el abstruso mundo de la milagrería es cosa de Dios, juez supremo de nuestra existencia, árbitro del ser o no ser. A riesgo de ser irreverente –que me perdonan los acendrados creyentes–, creo que, en el caso de Adrián, Dios ha tenido un despiste. Los árbitros también se equivocan.

Hubiera sido magnífico que este niño guapo e inocente, que jugaba al toro porque le fascinaba el mundo del toreo o sencillamente porque le daba la gana, se hubiera curado; no solo porque la muerte de cualquier niño ya es de por sí una tragedia, sino porque hubiera supuesto la mejor respuesta a esa horripilante horda de malnacidos/as que no tuvo el menor reparo en hacer público su ferviente deseo que se lo llevara la Parca cuanto antes.

No tengo palabras, ni tiempo, ni el ánimo templado para expresar el asco, la rabia y la ira que se me revuelven por las entrañas cuando la memoria me devuelve la imagen y el mensaje de aquellas bestias que insultaban y asesinaban de pensamiento a un pobre niño. El hondo pesar y la profunda tristeza pueden con todo, hasta con el quizá disculpable deseo de aplicarles la misma cicuta para ellas/os y su ascendencia y descendencia, porque algo de ignominia se habrá heredado en ambos casos. Pero no lo haré. No lo haré porque el propio Adrián, allá donde estuviere ahora, y sus familiares más directos me lo podrían reprochar, y con razón.

No hace tanto tiempo que la imagen de una criatura de apenas tres añitos apareció muerta en una playa, bien lejana de su lugar de origen. Era la víctima inútil de una sociedad enferma. Una sociedad que se retrata en ese campo de minas antipersonas en que se han convertido las Redes Sociales, en muchos casos nido de rufianes y refugio de cobardes. Este es el mundo que tenemos: el mundo del odio, el que ha resuelto sentenciar a muerte a un ser humano en la más tierna infancia para salvar la vida de cualquier otro ser de “su” mundo animal, cualesquiera que sea la especie a que pertenezca, alimañas y depredadores incluidos, mientras soporta con resignada hipocresía cómo llora un niño sirio después de haber contemplado el asesinato de sus hermanos y amiguitos, tras un bombardeo con armas químicas; el mundo que nos envía la fotografía de un cuerpecito inerte aparcado en el litoral húmedo de un país extraño, una foto de escalofrío que merece –algo es algo– un Pulitzer.

Un Premio Pulitzer también mereció la fantástica novela Matar un ruiseñor, de la escritora norteamericana –creo—Harper Lee. No leí el libro, pero recuerdo vagamente su adaptación a la película de principios de los 60, en blanco y negro y protagonizada por Gregory Peck, una cinta que narraba la injusticia social, el racismo galopante y la insensibilidad de los seres humanos de aquellos Estados Unidos de América durante la Gran Depresión que comenzó en el año 29 e hizo entrar en crisis económica y espiritual al mundo –más o menos—civilizado (?)

La narradora de aquella película era una niña de ocho años, que hacía el papel de hija del protagonista y contaba cómo veía las cosas de la vida desde su inocente perspectiva. Los mismos años que nuestro querido Adrián. La misma inocencia. Ocurre sin embargo que, en la ficción, aquella niña se supone que llegaría a la ancianidad y conocería un mundo mejor, pero Adrián no ha tenido tanta suerte.

Dentro de unas pocas horas iré a la plaza de Las Ventas para ver la corrida toros de este Domingo de Ramos, un domingo tradicional de toros y palmas, en el que estrenamos tristeza. Todos los presentes guardaremos un minuto de silencio en recuerdo de Adrián Hinojosa, el pequeño que soñó que algún día haría el paseíllo en esa Monumental. No me cabe duda de que todos tendremos presentes las barbaridades que desencadenó su horrible enfermedad y, por el contrario, la solidaridad y la  emoción que despertó en la inmensa familia taurina hasta hace tan solo unos días, cuando en Valencia los toreros firmaban el reverso gualda de un capote de brega, para infundirle ánimo ante su preocupante empeoramiento.

No creo que haya ni una sola persona con un mínimo gramo de sensibilidad que no lamente profunda y sinceramente la muerte de un niño, sean cuales fueran las circunstancias que hayan propiciado tan lamentable desenlace. Matar un ruiseñor que habla, siente y padece, aunque solo sea un deseo irrefrenable, voluntariamente expresado, no deja de ser una catástrofe –una más– que envilece a la especie humana. No puede haber indulgencia para quien se haga portador/a de tan vomitivo mensaje. No tiene perdón de Dios.

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