PACO AGUADO
En Londres tendrían a los Rollings y a los Beatles, pero en
España disfrutábamos a El Cordobés y a Palomo. O, lo que es lo mismo, dos
toreros "yeyés" –adaptación castiza del cansino "yeah,
yeah" del rock británico– que hasta se enfrentaron a las grandes
"discográficas" del negocio taurino y marcaron el camino del
"indi" en aquella temporada de "la guerrilla".
Esa portátil que también comenzó a viajar en mayo del 68,
abarrotada en cada pueblo por la alianza de dos populares mechudos, fue mucho
más que un recurso que los Lozano supieron manejar con astucia, sino un símbolo
más de una España que despertaba tras los años de penuria, a remolque de las
propinas del turismo –esas suecas en bikini del landismo y de la tecnocracia de
los ministros del Opus.
En las radios de aquí sonaban Los Brincos y Los Pekenikes,
nuestros yeyés particulares, y en las plazas triunfaban los últimos maletillas,
los elegidos de entre tantos miles de chavales de piel curtida y surcada que
abandonaban el arado o el andamio para dejarse crecer el pelo y emigrar, maco
al hombro, a la tierra prometida de Vista Alegre.
Palomo fue el último de ellos, la consecuencia inmediata del
dominante cordobesismo mediático, aquel recurrente espejo de fortuna que, desde
las primeras mariscadas con El Pipo, propagaban el NODO y el Dígame, el diario
Pueblo y el parte de Radio Nacional, con parada oficial en el festival de El
Pardo ante los ojos de "la collares" Polo de Franco.
Fueron miles, sí, los adolescentes –entre ellos un gitanito
rubio al que llamaban Camarón– que acudieron al reclamo de gloria de Domingo
Dominguín y Emilio Romero, buscando esa misma salida a la miseria de una España
con retardo en la que alguna luz se colaba por las primeras grietas del
Régimen.
Hijo predilecto de su tiempo e imagen perfecta del contexto
social y cultural, desde el primer momento el zapaterito de Linares encajó como
un guante en la corriente de moda, ese estilo "pop" que también
invadía los ruedos. Por su imagen y por esa ambición desenfadada con la que,
como con Benítez, tantos se identificaban en sus sueños de prosperidad. Y lo
mismo en la plaza que en los platós de televisión, con la de Miura en la
Maestranza o con Marisol en las escenas de "Solos los dos".
Palomo –"El
Rata" para los viejos compañeros de las tapias de Sierra Morena– no fue,
ni quiso ser, un virtuoso del clasicismo, como tampoco lo fueron los nuevos
músicos que entonces conquistaban el mundo. Pero, igual que ellos, acabó por
erigirse en un portador de ilusiones y de optimismo, en su caso como un apóstol
continuador del mensaje social de El Cordobés.
La clave, la esencia de todo eran la casta y el desparpajo,
una contagiosa alegría de vivir, un desenfado torero de destellos en blanco y
plata que minaba el oficialismo y que, en sintonía con los jóvenes rebeldes de
París, buscaba la playa que estaba bajo los adoquines.
Bastaba entonces para llenar las plazas con eso… y con esa
firme forma de citar importada de México, la muleta adelantada de Capetillo y
Martínez, que identificó a aquel eterno niño torero de expansiva sonrisa y que
el cine dio a conocer urbi et orbi como "Nuevo en esta plaza". Esa
película primera afianzó su fama en el arranque de una carrera polémica e
incontestable, pues, quieran o no, es el único torero contemporáneo que pudo
presumir de haber cortado un rabo en Madrid y en la México.
Pero aquel pletórico espíritu torero del mayo del 68 ha
muerto precipitadamente a los 69 años, cerrando un círculo que se mantuvo
siempre a corazón abierto. Aquel genio indomable en el triunfo profesional y en
el fracaso personal, ha sido vencido por un derrame cerebral que firmó una
defunción anunciada, extraoficial pero cierta durante horas.
Cuentan que antes de entrar en quirófano Palomo donó sus
órganos a sabiendas, tras el último tinto de despedida, un postrero alarde del
vitalismo con el que, tan pop como McCartney, tan provocador como Jagger,
alegró el toreo, encrespó a los puristas y contagió de ilusión a una España
necesitada.
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