PACO AGUADO
Otro minuto de silencio más en este año de adioses. En un
golpe helado se nos fue Adrián, el niño que toreaba al cáncer con la ilusión de
vencerlo para hacerse más torero. No pudo ser. Los degenerados que antes le
desearon la muerte por ello habrán celebrado su aquelarre animalista, pero el
toreo entero se ha encargado de compensar tanta podredumbre demostrando de
nuevo su profunda humanidad.
Hubo así silencio en Las Ventas antes de la corrida de
Victorino. Sólo que, viviendo únicamente de las modas del presente, de la
inmediatez canalizada por las redes sociales, se nos olvidó ese día acordarnos
de Chocolate, un taurino clásico que también lloró desconsoladamente por la
muerte de un niño torero, de su Yiyete, ese que sí que llegó a conseguir su
sueño antes de que la muerte impidiera su advenimiento en la cumbre.
Banderillero antes que mozo de espadas, y buena gente antes
que cualquier otra cosa, Chocolate no tuvo su silencio masivo en Madrid, que
bien pudiera haber compartido con Adrián. Pero un extraño protocolo policial,
que no tiene verdadera memoria del toreo, dirige estos tristes actos venteños,
a veces tan sentidos como el domingo, pero también a veces tan insuficientes.
El caso es que, con o sin silencio, en esa plaza donde
tantas veces mostró su buen hacer a uno u otro lado de la barrera, unos cuantos
nos acordamos de Juan Bellido Romero, en el melancólico clamor interno que nos
deja la ausencia de otro de los nuestros, de otro auténtico que se lleva la
esencia de unos tiempos distintos para unirse a la tertulia eterna de los
grandes.
Y es que hay silencios públicos y silencios íntimos, pero
también silencios prudentes y elegantes, como el que está guardando el
novillero Ángel Sánchez ante la lapidación pública a la que le han sometido por
rechazar la firma de un contrato de apoderamiento con Ortega Cano.
El joven madrileño, tras su gran actuación de hace nueve
días en Las Ventas, ha decidido quedarse con quien le apoyó y dirigió su
carrera desde el primer momento, el matador retirado y ganadero Carlos Aragón
Cancela, que ha sido el que incluso le ha conseguido las pocas novilladas
picadas que ha podido torear.
Con ello, digan lo que digan, ha demostrado el chaval, al
que se le atisba personalidad y determinación de hombre hecho y derecho, un
agradecimiento profundo a quien más lo merece, más allá de los focos y de las
apariencias. Y pese al retorcido y sesgado maltrato radiofónico que cuentan que
ha sufrido, ha sabido mantener la calma y el silencio respetuoso hacia un
maestro que ha pasado solo puntualmente por el arranque de la que parece una
prometedora carrera.
Choca, por tanto, ese clamor periodístico que intenta
sentenciar cruelmente a un simple novillero frente la trastienda de su
prudencia, en la que debe haber poderosas razones, quién sabe si alguna que
otra cláusula leonina y abusiva, que la prepotencia periodística ni se ha
molestado en averiguar.
Pero lo peor de toda esta forzada polémica es que en apenas
una semana el clamor de su soberbia faena, ese alarde de gran toreo que Sánchez
ya llevaba dentro, ha quedado silenciado por el griterío del cotilleo y del
resentimiento. Así de nefasto es el periodismo mal entendido, que no respeta ni
el futuro con tal de primar la mezquindad de su presente.
Un "periodismo" que también dicen ejercer los
correveidiles del corazón que llevaban tiempo persiguiendo a El Cordobés, al
auténtico digo, para sacarle alguna declaración sobre el culebrón de sus
paternidades, que siguen reportando a sus herederos los grandes beneficios de
la monstruosa popularidad del más popular de los toreros de la historia.
Hasta ahora El Pelos había conseguido quebrar las embestidas
de los paparazzis, tratando de mantener también un prudente silencio acerca de
esa morbosa "guerrilla" sin guerra de fondo que se han montado sus
dos hijos toreros, el natural y el registrado, y que necesita perentoriamente
de la presencia del patriarca en algún tendido para tener la foto definitiva que
la avale en el rosado cuché y en la telebasura.
Pero pillado por las cámaras contra las tablas, a la puerta
de una venta, el Manuel Benítez no ha tenido más remedio que romper su paciente
silencio y, en un alarde de hartazgo y genialidad, ha acabado por decir la
última palabra. No una sino varias, las que ha utilizado, tan breve como
rotundamente, para asegurar que no le esperen en ninguno de esos montajes y
para aconsejar a sus vástagos que se dejen de "decir pegoletes por las
teles".
Pero la sentencia final, la frase casi bíblica del jefe de
la tribu, llegó justo al final de su clamorosa declaración pública. Justo
cuando, genio y figura, el sabio apuntilló la barata polémica diciéndoles a
ambos, urbi et orbi, que, en vez de a Morón y a Palma del Río, "adonde
tienen que ir a torear es a Madrid…". Amén, señor Benítez. Porque así de
claro no habló ni Zaratustra.
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