martes, 11 de abril de 2017

DESDE EL BARRIO: Silencios y clamores

PACO AGUADO

Otro minuto de silencio más en este año de adioses. En un golpe helado se nos fue Adrián, el niño que toreaba al cáncer con la ilusión de vencerlo para hacerse más torero. No pudo ser. Los degenerados que antes le desearon la muerte por ello habrán celebrado su aquelarre animalista, pero el toreo entero se ha encargado de compensar tanta podredumbre demostrando de nuevo su profunda humanidad.

Hubo así silencio en Las Ventas antes de la corrida de Victorino. Sólo que, viviendo únicamente de las modas del presente, de la inmediatez canalizada por las redes sociales, se nos olvidó ese día acordarnos de Chocolate, un taurino clásico que también lloró desconsoladamente por la muerte de un niño torero, de su Yiyete, ese que sí que llegó a conseguir su sueño antes de que la muerte impidiera su advenimiento en la cumbre.

Banderillero antes que mozo de espadas, y buena gente antes que cualquier otra cosa, Chocolate no tuvo su silencio masivo en Madrid, que bien pudiera haber compartido con Adrián. Pero un extraño protocolo policial, que no tiene verdadera memoria del toreo, dirige estos tristes actos venteños, a veces tan sentidos como el domingo, pero también a veces tan insuficientes.

El caso es que, con o sin silencio, en esa plaza donde tantas veces mostró su buen hacer a uno u otro lado de la barrera, unos cuantos nos acordamos de Juan Bellido Romero, en el melancólico clamor interno que nos deja la ausencia de otro de los nuestros, de otro auténtico que se lleva la esencia de unos tiempos distintos para unirse a la tertulia eterna de los grandes.

Y es que hay silencios públicos y silencios íntimos, pero también silencios prudentes y elegantes, como el que está guardando el novillero Ángel Sánchez ante la lapidación pública a la que le han sometido por rechazar la firma de un contrato de apoderamiento con Ortega Cano.

El joven madrileño, tras su gran actuación de hace nueve días en Las Ventas, ha decidido quedarse con quien le apoyó y dirigió su carrera desde el primer momento, el matador retirado y ganadero Carlos Aragón Cancela, que ha sido el que incluso le ha conseguido las pocas novilladas picadas que ha podido torear.

Con ello, digan lo que digan, ha demostrado el chaval, al que se le atisba personalidad y determinación de hombre hecho y derecho, un agradecimiento profundo a quien más lo merece, más allá de los focos y de las apariencias. Y pese al retorcido y sesgado maltrato radiofónico que cuentan que ha sufrido, ha sabido mantener la calma y el silencio respetuoso hacia un maestro que ha pasado solo puntualmente por el arranque de la que parece una prometedora carrera.

Choca, por tanto, ese clamor periodístico que intenta sentenciar cruelmente a un simple novillero frente la trastienda de su prudencia, en la que debe haber poderosas razones, quién sabe si alguna que otra cláusula leonina y abusiva, que la prepotencia periodística ni se ha molestado en averiguar.

Pero lo peor de toda esta forzada polémica es que en apenas una semana el clamor de su soberbia faena, ese alarde de gran toreo que Sánchez ya llevaba dentro, ha quedado silenciado por el griterío del cotilleo y del resentimiento. Así de nefasto es el periodismo mal entendido, que no respeta ni el futuro con tal de primar la mezquindad de su presente.

Un "periodismo" que también dicen ejercer los correveidiles del corazón que llevaban tiempo persiguiendo a El Cordobés, al auténtico digo, para sacarle alguna declaración sobre el culebrón de sus paternidades, que siguen reportando a sus herederos los grandes beneficios de la monstruosa popularidad del más popular de los toreros de la historia.

Hasta ahora El Pelos había conseguido quebrar las embestidas de los paparazzis, tratando de mantener también un prudente silencio acerca de esa morbosa "guerrilla" sin guerra de fondo que se han montado sus dos hijos toreros, el natural y el registrado, y que necesita perentoriamente de la presencia del patriarca en algún tendido para tener la foto definitiva que la avale en el rosado cuché y en la telebasura.

Pero pillado por las cámaras contra las tablas, a la puerta de una venta, el Manuel Benítez no ha tenido más remedio que romper su paciente silencio y, en un alarde de hartazgo y genialidad, ha acabado por decir la última palabra. No una sino varias, las que ha utilizado, tan breve como rotundamente, para asegurar que no le esperen en ninguno de esos montajes y para aconsejar a sus vástagos que se dejen de "decir pegoletes por las teles".

Pero la sentencia final, la frase casi bíblica del jefe de la tribu, llegó justo al final de su clamorosa declaración pública. Justo cuando, genio y figura, el sabio apuntilló la barata polémica diciéndoles a ambos, urbi et orbi, que, en vez de a Morón y a Palma del Río, "adonde tienen que ir a torear es a Madrid…". Amén, señor Benítez. Porque así de claro no habló ni Zaratustra.

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