FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Antes de iniciar el desarrollo del tema que me concierne,
para el que he sido convocado en este acto, permítanme echar la vista atrás,
instalarme en el espacio del recuerdo y abrir en él un pequeño hueco a la
melancolía.
Dentro de cinco meses, aproximadamente, se cumplirán 20 años
que tuve el honor de comparecer ante las gentes íncolas de Córdoba, y de
quienes se desplazaron desde otros lugares de la geografía del mundo, para
hablar de uno de los hijos de esta ciudad que se hallaba instalado en el supremo
estrado de la universalidad, al cumplirse 50 años de su trágica desaparición.
Decía, entonces, que tratar el tema de Manolete, por boca de un castellano de
pan llevar que no tuvo más oportunidad de verlo en acción que a través de las
imágenes de un rancio celuloide y de la obsesiva lectura de una catarata de
libros y textos que se ocupaban de escudriñar y de glosar su figura y su obra
desde los ángulos más insospechados, iba más allá de los términos de la osadía,
para invadir el campo de la temeridad. Hablar de Manolete me parecía, por
tanto, un contrasentido. Que hablen otros, decía: los que le trataron, los que
le entendieron, hasta los que no le entendieron.
A dos decenios de distancia, me sigue invadiendo esa pereza
lánguida que invita a la cautela, esa laxitud que recomienda permanecer al
margen de lo que pudiera considerarse una insolente intrepidez, pero que a la
vez estimula el afán vindicativo que merece quien tiene bien ganada la
categoría de personaje histórico.
En este dintorno me debato a la hora de trazar los perfiles
previos que habrán de delinear el quid de la cuestión; una cuestión que, en un
detalle de suma generosidad, me ha sido encargada por los organizadores de los
actos que pretenden conmemorar un hecho considerado trascendental en los anales
de la Tauromaquia: el centenario del nacimiento en Córdoba de un hombre
excepcional.
La Historia nos enseña que el próximo 4 de julio, cuando se
cumplan cien años del nacimiento de Manolete, el mundo en general y España en
particular, se encontraban en un momento bien delicado.
Aquél año 1917, en pleno fragor la primera Guerra Mundial,
la vieja Europa era un verdadero polvorín, un campo de batalla permanente,
mientras en la Rusia imperial la revolución bolchevique había derribado la
monarquía de los Romanov y obligado a abdicar al zar Nicolás II, haciendo
prisionera a toda la familia, antes de fusilarla junto a la servidumbre y el
médico de cabecera al año siguiente. La misma suerte que corría pocos días
después en París la bella Mata Hari, juzgada en sumarísimo consejo de Guerra,
acusada de doble espionaje y condenada a la máxima pena, entonces muy común
entre las naciones más desarrolladas del llamado primer Mundo.
España, estaba fuera del ardor belicista, pero no ajena a
sus propios conflictos. Al día siguiente de aquél 4 de julio, el Ayuntamiento
de Barcelona pedía al Gobierno una reunión inmediata de Cortes Constituyentes
para deliberar sobre los problemas
político-económico-administrativos-territoriales que afectaban especialmente a
Cataluña; y unos pocos meses después, caído el Gobierno de Dato, Antonio Maura
pronuncia la célebre frase: ¡que gobiernen los que no dejan gobernar! ¿Les
suena la música y la letra que dibuja la partitura de aquélla España?
Era la España que utilizaba la meseta del toril de la plaza
de toros de Madrid para que los líderes políticos lanzaran sus encendidas
proclamas, tan encendidas como las ovaciones que dedicaban a la bailaora
Pastora Imperio en teatros y tablaos; o a Belmonte, tras su histórica faena al
toro Barbero, de Concha y Sierra, en la corrida del Montepío de la villa y
corte, apenas dos meses antes de que un novillero cordobés, llamado José Flores
y apodado Camará, con 19 añitos, cortara ¡tres orejas! en ese mismo ruedo y
armara una inmensa tremolina, al punto de tener que dar la vuelta al ruedo
después de un clamoroso tercio de banderillas.
A todo esto, naturalmente –y en especial al último suceso
referido–, era bien ajeno el niñito que, en aquellos días de verano del 17, era
paseado por su madre y hermanas por las calles tórridas de Córdoba en un
cochecillo rudimentario; y, sin embargo, el Destino ya tenía decidido el
maridaje de aquél bebé que lloraba entre pañales con el joven alborotador que
vestía sus primeras sedas bordadas en oro, para formar el tándem más importante
y mejor compenetrado de la historia del toreo. El niño era Manolete –para su
madre y sus hermanas fue siempre eso, el niño—, llamado a ser uno de los
pilares de la Tauromaquia, y el joven rozagante de su gran triunfo, Camará, el
hombre que, andando el tiempo, gozaría como apoderado de aquél, el más alto
prestigio que imaginarse pueda.
Así, pues, dos grandes figuras en ciernes, vinculadas ambas
al mundo de los toros, andaban por Córdoba aquél año 1917 en estratos taurinos,
sociales y ambientales bien distintos… y bien ajenos a lo que en un futuro, no
demasiado lejano, les acabaría uniendo de forma indisoluble, tras el
encadenamiento de sucesos de muy variado jaez.
Lo cierto es que Manolete, como casi todos los nuevos
españoles de su tiempo,vivió su niñez en Córdoba con las zozobras y carencias
propias de la paupérrima situación del país y con las afectaciones colaterales
que deparó el trienio de un brutal conflicto armado.
De la vía genética y de las concomitancias que confluyen
para fomentar la vocación taurina de Manolete, habrán de ocuparse con profusión
otras voces y otras plumas más autorizadas que la mía, a lo largo de los actos
proyectados para conmemorar el centenario de su llegada al mundo. Por tal
motivo, he de obviar la enredosa genealogía que adorna a tan venerado personaje
y en la exitosa cronología de su vida taurina, para poner el acento en la
significación e importancia que su concepto del Arte de Torear tuvieron en el
proceso evolutivo de la Tauromaquia.
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Uno de los libros de toros que repaso con más frecuencia –al
punto de tenerlo literalmente deshojado y literariamente absorbido–, es el
escrito por Conchita Cintrón a finales de los años 70 del pasado siglo, cuando
la bella artista del toreo a caballo y a pie –la Diosa Rubia, le llamaron–
llevaba retirada varios años de los ruedos y, por ende, capacitada para ejercer
la reflexión sin prejuicios, que es el más preciado don que puede aportar la
veteranía. El libro, rescatado por mí en una librería de viejo en México D.F.,
se titula ¿Por qué vuelven los toreros?; pero no es este el argumento principal
de la obra. En realidad, se trata de una recopilación de artículos, en los
cuales analiza, con bella prosa, situaciones, acontecimientos y experiencias en
las que ella misma compartió protagonismo con grandes figuras del toreo de
distintas épocas.
Dice Conchita en uno de estos artículos que la arquitectura
no solamente es la que comanda la clasificación de las seis Bellas Artes que
enumera y registra la Historia, sino también el resumen de todas ellas, lo cual
debe entenderse como un compendio extraído de las otras Artes que completan ese
exiguo escalafón.
Lo sorprendente, por novedoso, es la relación que la gentil
amazona establece entre la arquitectura y el toreo; para lo cual se inventa un
nuevo verbo: arquitectar. Torear es arquitectar, asegura con rotundidad. Y
dentro de esta tácita y metafísica simbiosis artística, va colocando alarifes y
proyectistas según el estilo y la personalidad de los más cualificados en las
distintas épocas de la Tauromaquia, a la manera que García Lorca hizo con los
duendes y sus más genuinos representantes, con nombres propios de toreros. A
Manolete, la popular artista le asignó, el estilo gótico: tan esbelto y
espiritual… un torero de luz ensombrecida por una mirada de penumbra; una luz
semejante a la de las catedrales iluminadas por vidrieras.
Creo, sinceramente, que Conchita Cintrón exagera con el
referido compendio que absorbe la arquitectura de las demás Artes que completan
lo podríamos considerar el top de la belleza terrenal, esto es, la belleza que
conforta los sentidos y alimenta el espíritu de los seres humanos; pero estoy
muy de acuerdo en su comparanza con el Arte del Toreo, porque en este caso sí
que entran en su composición la pintura, la escultura, la música, la literatura
y la danza, bien entendido que en distintas proporciones. Y la arquitectura,
por supuesto. Torear, es arquitectar. Me gusta.
Habría que ser experto en sociología para definir el
comportamiento de las personas en función de las constantes que concurren en su
formación, tanto física como intelectual, y las circunstancias que envuelven el
entorno en que se desarrollan sus relaciones humanas.
En el caso de Manolete, la crisis que asfixiaba a la
sociedad española en aquél año 1917, y la inestabilidad político-económica de
los años subsiguientes, a causa del popurrí de dirigentes de variadas y a veces
encontradas ideologías que gobernaban el país, y las necesidades perentorias
que acuciaban en su casa, le abocaron a crecer con una flaqueza de carnes y un halo de tristeza que
ya no le abandonarían a lo largo de su muy corta vida.
Habría que ser, también, experto en psicología para
estudiar, y en su caso identificar, la relación que existe entre el aspecto
físico y el carácter de los individuos, para entender las concausas que
desarrollan lo que llamamos personalidad. Manolete, ya ven, era espigado,
serio, adusto, hierático… pero, a la vez, afanoso buscador de cariño, de
comprensión y de redención.
Si se cumpliera la teoría de Juan Belmonte, según la cual se
torea como se es, encontraríamos ese retrato de Manolete que acabo de esbozar
en la expresión de su obra artística frente al toro. Y si asumiéramos la tesis
de Conchita Cintrón, identificaríamos al torero y al hombre que este año
homenajeamos, como el artífice de un concepto gótico del toreo.
Como todos los movimientos artísticos, de fecunda
implantación, el gótico es un estilo rompedor de las normas que, con inmediata
anterioridad, se consideraban clásicas; y como todas las novedosas formas del
Arte, responde a los cambios radicales que se van produciendo en la naturaleza
humana a lo largo de la Historia.
Veamos ahora la concomitancia que pudiera existir entre los
estilos arquitectónicos y la necesaria evolución del toreo:
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A mediados del siglo XII, cuando en la vieja Europa comienza
a declinar la influencia del Sacro Imperio Romano Germánico, el estilo que
imperaba en las construcciones emblemáticas, en su mayoría dedicadas al culto
religioso, era el llamado, por extensión, románico, un estilo que se
caracteriza por la robustez de sus muros de carga perimetrales, la elegante
simplicidad de sus bóvedas de cañón, los arcos de medio punto y las anchas
columnas en espacios exentos o porticados; y por otra parte, durante los siete
primeros lustros del siglo XX, en la España taurina se ha vivido el fulgor de
la llamada Edad de Oro del Toreo, capitaneada por Joselito y Belmonte, y la
subsiguiente de Plata, en la que brilla especialmente Domingo Ortega. Durante
ambas, el ejercicio de enfrentarse al toro se ha convertido en el Arte de la
Tauromaquia, para lo cual se han demolido los dogmas y preceptos del clasicismo
anterior, basado en la constante movilidad del torero para despedir al toro de
su jurisdicción, algunos adornos floridos con los utensilios de torear y la
finalidad de la faena de muleta como ejercicio preparatorio para la suerte
suprema de la estocada.
Durante estos 35 años de siglo, puede observarse que la
arquitectura de la lidia estaba sólidamente apoyada sobre las piernas del
torero, es decir, románicamente afirmada, tomando como uno de sus puntos de
referencia el arco de medio punto de la media verónica belmontina. Solo cuando
se vislumbra esa treintena, la romanización del toreo comienza a perder
hegemonía. Las líneas horizontales, que son preceptos hasta entonces
inviolables, comienzan a difuminarse en la ejecución de las suertes de la
lidia. Y es, precisamente, en el año 1935 cuando Manolete se da a conocer, como
novillero, en el suburbio madrileño de Tetuán de las Victorias. El concepto
gótico del toreo acaba de excavar sus primeros cimientos.
Manolete llega a la fiesta de los toros para imprimir una
nueva compostura, una forma de arquitectar la ejecución de las suertes basada
en la línea vertical. Si Belmonte consideraba que el toreo es un ejercicio de
orden espiritual, Manolete vino a fundar una nueva espiritualidad. Como el
gótico. Como la Orden religiosa del Cister que lo promovió hace más de ocho
siglos.
El estilo gótico acabó con la robusta oscuridad románica,
ganando espacio en línea ascendente, apuntando hacia los cielos, cambiando
solidez por levedad, promoviendo la ascética liturgia de los cistercienses,
solo que cambiando también el hábito religioso por un luminoso vestido de
torear.
Manolete mostró también la sobria actitud de los ascetas, en
la ejecución de las suertes, unas suertes de libreto corto pero intenso,
apoyadas en las pilastras de unas piernas en permanente reposo, en las bóvedas
de crucería que trazan la curva de sus brazos, en los arbotantes de sus muñecas
y en el arco apuntado que acentúa la verticalidad de su figura. Vistas así las
cosas, Manolete, en efecto, fue el gran propulsor de la arquitectura gótica de
un arte dinámico, o como decía el maestro Clarito, una aguja catedralicia
metida a matador de toros.
Esta forma de torear de Manolete no es sino el reflejo de su
actitud ante la vida y de las circunstancias que la han propiciado. Realmente,
el toreo también es eso, la expresión vital y artística de una forma de ser;
pero, ojo, con la inestimable aportación de un aditamento crucial: es la misma
vida la que se pone en juego sobre el tapete del ruedo. Palabras mayores.
Una forma de torear que encontró –y todavía encuentra— voces
de censura en los sempiternos escudriñantes de la mácula, en la venalidad de
interesados compañeros de su contemporaneidad o en los arqueólogos llorones,
añorantes de un pasado que ni siquiera conocieron.
Tampoco yo conocí a Manolete… ni al Cid Campeador, ni a
Fernando el Católico, ni a Napoleón Bonaparte, ni a infinidad de hombres y
mujeres que contribuyeron a escribir la Historia de España y del resto del
mundo; pero ello no empece que me subyugue el estudio en profundidad de la
veracidad de sus acciones y la pertinencia de sus consecuencias.
He de reconocer que, en lo que a Manolete respecta, he sido
un incansable buceador en su extensa bibliografía. Es por eso que creo oportuno
rescatar unos párrafos de quien, a mi juicio, ha sido el más certero y
brillante de los escritores que trataron su obra y entendieron su grandeza:
Guillermo Sureda Molina, un mallorquín, erudito de largo recorrido y
excepcional aficionado a los toros, que supo encontrar en la aportación de
Manolete a la Tauromaquia el siguiente y explícito corolario:
La técnica taurina era, antes de “Manolete”, y en términos
generales y un tanto confusos –todos estos conceptos puramente teoréticos son
un tanto confusos–, la adaptación del torero al toro; es decir, consistía en el
esfuerzo que hacía el torero para adaptarse al “carácter” del toro. Sin
embargo, después de “Manolete” no puede admitirse esta definición, porque,
precisamente, todo el giro que da el toreo moderno está en el giro de esta
definición, hasta el punto de que la técnica moderna actual habremos de
definirla de un modo casi opuesto y, por tanto, como el esfuerzo que hace el
torero para que el toro se adapte a su toreo, a su concepción taurina de
lidiar. Si antes el torero era distinto ante cada toro, hoy intenta ser el
mismo ante todos los toros. Y en eso radica toda la revolución “manoletista”.
Es decir, que este cordobés que próximamente cumpliría cien
años de vida, partiendo de su concepto gótico del arte del toreo, sentó una
normativa que sigue vigente después de 70 años de su desaparición.
Evidentemente, no debemos olvidar –ni mucho menos renunciar
a su estudio–, los estilos de todas las Artes, sino a reconocer su evolución
para adaptarse a las nuevas exigencias de la sociedad y, en el caso del toreo,
a las sensibilidades de los públicos; pero la evidencia demuestra que, de
Manolete para acá, el arte taurino por él desplegado, su ciencia y su técnica,
además de imponerse ante todos los toros, se ha ido estatificando, llegando en
la actualidad a una rigidez casi absoluta, tanta, que en ocasiones raya en el
envaramiento. En cuestiones taurinas, el más difícil todavía, parece ser la
constante obsesiva del progreso.
Sin embargo, creo que yerra quien considere al Monstruo
cordobés el autor de un catecismo dogmático. Manolete no impuso normas, sino
formas. La idealización de un espacio, tomando como referencia el eje vertical
de su figura. Para ello citaba a los toros en la angostura que pidiera su forma
de embestir, ligeramente distanciado de los boyantes y muy en corto a los más
reacios. Siempre al rafe del cuerno; pero, en ocasiones, cruzándose
ligeramente, casi de forma imperceptible, con rápidos movimientos de la suela
de las zapatillas –ras, ras, ras…- en dirección al pitón de afuera, no para
colocarse en el sitio (como dirían los aristarcos que en la actualidad funden
su exigencia con la ignorancia), sino para provocar la arrancada, que es para
lo que, desde que se inventó el toreo, sirven los desplazamientos hacia el
pitón que es opuesto al natural de la embestida.
Esta breve exposición de una teoría elemental de la que, por
cierto, reniegan quienes se empeñan en no utilizar el sentido común, solo
pretende ser el argumento fehaciente que trata de contrarrestar el efecto que
ha causado la fustigación permanente de la tauromaquia manoletista a lo largo
de los últimos decenios, haciendo pertinaz hincapié en lo que podríamos llamar
el perfilerismo.
Manolete, especialmente con la muleta, toreaba de perfil.
Naturalmente. Su pase natural puede considerante el arbotante del toreo gótico
por él inventado, es decir, el puente que transmite la mayor carga emocional de
su severo repertorio. Para ejecutarlo, se quedaba quieto, impasible, con su
muñeca de seda dormida, los dedos de la mano izquierda reposados sobre el
listoncillo redondeado del estaquillador y la muleta en posición vertical, con
los flecos enredados entre la arena del ruedo. En Manolete, todo era
verticalidad. Y desde esa monolítica posición, aguarda impasible la llegada del
toro.
En ese esperar al toro (en vez de ir en su busca ofreciendo
la muleta por delante, para que no dude en la elección entre el trapo y el
bulto), en el escalofrío que se deja sentir –lo sabemos hasta los que nos hemos
puesto delante de simples becerritas— cuando el ojo del animal te está mirando
a ti y no al engaño, en la incertidumbre que el público percibe durante los
breves segundos en que el cuerno pasa por delante de los muslos, antes de
alcanzar el lienzo de la muleta, en ese albur mayestático, se concentra también
gran parte de doctrina manolestista. A medida que iba puliendo el manejo de los
utensilios de torear Manolete también iba concentrando todo el rigor de su
apostura ante los toros, valiéndose de la nave central de su toreo
catedralicio, donde se recogía la verónica, larga y lenta, de su capote, y los
pases en redondo de su muleta.
Los lances de Manolete eran una verdadera apología de la
solemnidad y su remate con media verónica de mano baja, a pies juntos, un
broche cadencioso inimitable. Y todo esto, citando y después embarcando y
templando la embestida del toro por su sentido natural, ligeramente perfilado
con él, esto es, del modo que recomienda Guerrita en su Cartilla de Torear: “…
encontrándose el diestro de costado al bicho y no de frente, tiene más
facilidad para dar salida y para repetir la suerte”… Es decir, que de esta
forma el torero puede ligar los lances a la verónica apenas sin enmendarse,
algo que sutilmente deja apuntado José Alameda, apostillando: Antonio Fuentes
toreaba así a la verónica, siguiendo a “Guerrita” y fue el verdadero enlace
hacia el toreo de nuestro tiempo. Sin eso, no podría haber toreado Belmonte
como toreó, ni “Gitanillo de Triana”, ni “El Soldado”, ni Solórzano, ni
“Cagancho”, ni Rafael de Paula. (Ni, por supuesto, Manolete, añado yo ahora).
Pero “Guerrita” era un ventajista. ¿No sería un genio?
Hemos expuesto la forma de citar a los toros de Manolete, el
terreno que pisaba y su obsesión por acercarse a la cara del cornúpeta y por
encadenar los pases. Y es que Manolete practicaba un continuo toreo de ida, en
el que, cuando el toro vuelve del pase anterior, vuelve el torero a situarse en
la dirección de la embestida, dejando llegar al animal por el terreno que
naturalmente le corresponde, para lo cual, habrá girado sobre los talones,
dejando inmóvil la llamada pierna de salida, para no perder ni un ápice del
territorio que él mismo se acaba de asignar.
Antes de Manolete, el toreo era de ida y vuelta: un pase en
la suerte natural (el que se ejecuta con la mano que corresponde el cuerno) y
el siguiente, otro tomando al toro por el pitón contrario, es decir, un pase de
pecho; pero el Monstruo se encargó de hacerlo en una sola dirección y en
redondo, con lo cual cerró el círculo que había esbozado Chicuelo en Madrid,
con sus portentosos naturales al toro Corchaíto, de Graciliano, en el año 28.
En definitiva, el toreo de ida de Manolete es el que hoy
–mucho más pulimentado, sin apenas enganchones y con series de pases más
dilatadas—se practica en todas las plazas de toros del mundo. El propio torero,
lo explicaba al exponer su concepto del pase natural. Copio textualmente:
En el toro que embiste no se le debe adelantar la muleta,
sino dejar llegar al toro hasta que los pitones llegan hasta una distancia como
de una cuarta de la muleta. Cuando el toro está a esa distancia, entonces se le
debe correr la mano con la máxima lentitud y estirar el brazo todo lo que se
pueda; la pierna izquierda tiene que permanecer inmóvil, y cuando el pase
llegue a su terminación es entonces cuando hay que girar la pierna derecha
hasta quedar en la posición de darle el siguiente muletazo en el mismo terreno
en que se inició el primero y, así, sucesivamente, dar todos los que se puedan…
o se deje dar el toro.
Un poco más adelante, añade:
Todo esto que se dice de cargar la suerte en el natural
viene a ser lo mismo que en las otras faenas del toreo. Esto es, simplemente,
una ventaja para el torero, puesto que se desvía más fácilmente el camino que
trae el toro. Cargar la suerte, yo lo creo así, es tan solo una desventaja (se
entiende para el toro). En el pase natural hay que dejar que el toro se
estrelle en la muleta.
Respecto del primer axioma manoletista no incidiré, para
evitar caer en la redundancia; pero sí quisiera llamar la atención en un
detalle: Manolete raramente daba el pase de pecho para rematar las series,
sustituyéndolo por un molinete, normal o invertido, ejecutado en la misma línea
natural de la embestida. Es decir, que el toreo de ida lo practicaba hasta para
cerrar las tandas en redondo. Era éste un muletazo florido y garboso, junto con
las manoletinas de final de faena, lo que podríamos llamar los elementos
decorativos que completan el estilo gótico de su toreo, añadiéndole unos toques
de fantasía, como los gabletes que coronan los pináculos, los rosetones de las
ventanas vidrieras o los florones y gárgolas que emperejilan los remates
exteriores en las grandes catedrales.
Respecto del segundo, no me cansaré de repetir que la suerte
no se carga cuando el toro está parado o acaba de iniciar la embestida. La
suerte solo se carga cuando se produce, esto es, cuando el toro llega a la
jurisdicción del torero y comienza a perseguir el señuelo de la muleta. Por
tanto, cuando tan solo es un esbozo, una premonición, no hay nada que cargar; o
por decirlo en el argot que estamos utilizando: cuando solo es un proyecto, no
hay nada que arquitectar.
Resumiendo: la cargazón de la suerte –como todas las cosas
que en la vida hay que cargar—no estriba en la colocación de una pierna, sino
en el esfuerzo intrínseco que se traslada a las palancas anatómicas del cuerpo
del torero encargadas de tal función, que son los brazos y la cintura. Las
piernas, ambas, son meros puntos de apoyo.
No insistiré tampoco en el anatema que, en formato de
conferencia escrita, Domingo Ortega descargó sobre Manolete, tres años después
de la tragedia de Linares, proclamando, con indisimulado afán dogmático, la
entronización de su concepto dominador y poderoso de un arte del toreo de
románicas líneas horizontales y ambulantes, a la vez que condenaba al
exterminio o a la demolición la gótica verticalidad de Manolete.
Aquél antiguo Testamento Taurino, aquellas Tablas de la Ley
que el profeta Ortega leyó sobre el Sinaí del Ateneo madrileño, no se rompieron
jamás y, por tanto, todavía tienen cierta vigencia, a 67 años vista. Todavía se
habla de la pata p’lante como único signo de pureza inmaculada, de la cargazón
de la suerte andándoles a los toros desde la cabeza al rabo, en definitiva, de
ese toreo dinámico, de ida y vuelta, que practicaba (mejor que nadie, eso sí)
un tal Domingo López Ortega, gratuitamente entronizado por él mismo como Sumo
Sacerdote del Arte del Toreo.
Pero, ya ven, a pesar de las diatribas orteguianas, la
Tauromaquia de nuestro tiempo sigue apoyada en la estática del torero y en la
dinámica del toro. Y, sobre todo, en la circulación del animal en derredor de
la figura del hombre, mandando éste en su embestida y en los terrenos, y no al
revés, como hacía y predicaba Ortega. En definitiva, en la consumación de una
forma de interpretar las suertes sin pasos entre los pases, según perspicaz
observación del toreo mexicano Manuel Capetillo.
México, donde –¡qué curioso!— se veneró a Manolete, y se le
venera todavía, como una referencia indiscutible, un dios pagano de mirada
taciturna que enloqueció a los públicos de aquél maravilloso país, ganándose,
además, el respeto y la admiración de todos los compañeros aborígenes que con
él alternaron. Tuve la fortuna y el privilegio de hablar en varias ocasiones,
en estricta intimidad, con Silverio Pérez, la figura del toreo mexicano,
contemporánea del genio cordobés, más contrastada y cualificada.
Hablamos de la entrañable amistad que les unía y, también,
de sus flaquezas y timideces fuera del ruedo… pero, sobre todo, de su
aplastante y suprema autoridad dentro del él. Me contaba Silverio que, en la
espontaneidad que desplegaba cuando acudía a las francachelas de su rancho, él
le llamaba Monstruo y Manolete respondía llamándole Tormento, que es el vocablo
injertado por Agustín Lara en la letra de su célebre pasodoble, para sugerir la
pasión –solo figurada, desde luego– que el Faraón despertaba en las mujeres.
Llegado el momento, le fui preguntando a Silverio por los
toreros españoles que con él alternaron y, también por los que conoció de
cerca, cuando se apartó de los ruedos. Me hablaba de los tres o cuatro que
acapararon en México máxima expectación y lograron triunfos de clamor. Me
hablaba de los gachupines consentidos de la afición mexicana; pero al final
añadía, a modo de sentencia inapelable: Si…, pero ninguno como Manolete.
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Hago extracción de estas intimidades, porque siempre he
sentido un íntimo pesar cuando oigo o leo los vilipendios que, a través de los
años, han ido anidando en el cómodo ramaje de la irreflexión y la ignorancia de
las gentes aficionadas a los toros –profesionales incluidos– de nuestro país;
o, peor aún, de los vertidos por una perversa venalidad.
El santuario catedralicio de estilo gótico que Manolete
plantó sobre los ruedos sigue ahí, solemne y esbelto, enigmático, siempre
protegido por la pátina de una personalidad apabullante. ¿Y quién que no se
halle afectado por las teoréticas confusas a que aludía Sureda, puede negarle
personalidad a Manolete, esto es, acento personal inimitable? ¿Quién mejor que
él ha practicado en tan poco tiempo las suertes del toreo, cosiendo el
recorrido del toro a los vuelos de su capote o al cáncamo de su muleta, como si
el lance o el pase fueran un poema improvisado sobre la hoja en blanco de la
embestida?
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A lo largo de este año 2017, Córdoba, y toda España, celebra
el centenario de un hombre que, como buen hispánico, jamás volvió la cara ante
la muerte ni ante sus emisarios, como el toro, por ejemplo. Manolete, pues,
debe ser este año más héroe que nunca, el genuino portador de ese valor que el
escritor mexicano Guillermo H. Cantú describe como la vocación ancestral del
hispano para el sacrificio estoico.
A este respecto, es obligado traer a colación al cordobés
más universal, patriarca de la filosofía en tiempos de la Roma Imperial,
profundo estudioso de los comportamientos que el hombre debe adoptar durante la
vida, ordenándolos y guionizándolos a través de su doctrina estoica: Lucio
Anneo Séneca, a quien, muchos siglos después, el filósofo alemán Friedrich
Nietzche llamó toreador de la virtud.
Tengo para mí que, de haberlo podido estudiar en su campo de
acción (el ruedo de las plazas de toros) Nietzche también se lo hubiera llamado
a Manolete; y es que este virtuoso cordobés, que llegó a la vida hace cien
años, bien pudiera haber tomado el cuerpo y el espíritu de esos especimenes que
son portadores de unos rasgos temperamentales específicos, tan proclives a la
severidad senequista.
He comenzado hablando de recuerdos, de incursiones
bibliográficas y de la apasionada entrega que siempre puse en el estudio y
reflexión que demanda el advenimiento de un concepto del Arte del Toreo, tan
condicionado siempre por el nomadeo de los formulismos, consignas y doctrinas
que recogen los catecismos taurinos, vigentes todos ellos conforme al dictamen
de la moda de los tiempos. Pero, a fuer de sincero, debo decirles que, en
ocasiones, hablar de Manolete me supera, incitándome a entrar en el poco
recomendable sendero de la hagiofrafía.
Cuando esto sucede, me suelo abstraer rebobinando el
encintado de la memoria, para rememorar aquellas imágenes en blanco y negro de
Manolete toreando en la plaza de El Toreo de la Condesa de México, o en la
nueva de Insurgentes, o en cualquiera de las principales de la geografía
española. Es entonces cuando dejo a un lado disquisiciones o dogmatismos,
asumiendo plenamente la reflexión de Antonio Machado: solo recuerdo la emoción
de las cosas, y se me olvida todo lo demás.
Manolete, como asegura el feliz eslogan que pone marchamo a
este año de gracia, sigue estando entre nosotros. Vivo, al cabo de 100 años.
Está en el lugar que le corresponde: el de la gloria bien ganada, esa gloria
adonde apuntan las agujas que arquitectaron su toreo.
El poeta colombiano Carlos Castro Saavedra supo retratar ese
glorioso descansadero en unos versos que buscan la beatífica serenidad, pero
que están cargados de emoción:
La gloria es reposar. Tú ya la tienes.
……………………………………………………………………………….
Duermes con tu victoria eternamente
y eternamente crece tu victoria
porque te has olvidado de ti mismo.
Tu gloria es ese espacio
que ocupas en la frente de Dios todos los días.
En esa gloria, Manuel, queremos que te contemplen quienes
saben valorar la grandeza de tu obra y las gentes de buena voluntad de todas
las tierras del mundo que saben respetar un impecable paso por la vida y un
impasible ademán ante la muerte.
En virtud de ello, déjenme poner epílogo a este largo
monólogo, con el grito que todos los sanagustines llena el paisaje olivarero
del pueblo de Linares:
¡Gloria a Manolete!
Muchas gracias.
Fernando Fernández Román.
Córdoba, 21 de marzo de 2017.
Centenario del nacimiento de Manuel Rodríguez, Manolete
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