FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Cabalgando sobre la espléndida pluma de Chaves Nogales,
aseguraba Juan Belmonte que el día que se torea crece más la barba. El miedo,
es el culpable de tan insólita alteración del normal crecimiento de pelo en el
rostro varonil. Debe ser verdad tan curioso aserto, porque así lo confirman
cuantos toreos fueron preguntados acerca de esta cuestión.
Sea como fuere, lo cierto es que las constantes
sicosomáticas de quienes van a jugarse la vida en plena juventud tantas veces a
una hora determinada, deben alterarse de forma fluctuante y galopante, por
mucha serenidad que aparente ese espécimen humano que es el torero. Y es que
registrar y administrar un aluvión de emociones a la vez y en tan corto espacio
de tiempo debe ser una dosis brutal para las constantes vitales del cuerpo, por
muy jóvenes, también, que sean los órganos que las producen; por tanto los
efectos de ese desgaste, de esa erosión permanente que –imagino—supone la
ventolera que levanta la continua cercanía de la muerte, y el acoso a que se ve
sometido por el público de toros –ese dragón veleidoso, que decía El Tío
Caniyitas– tarde o temprano terminan por manifestarse de forma visible, incluso
tangible.
A este respecto, hay un dato que corrobora –que certifica–
lo fehaciente del trauma que soportan quienes se enfrentan al toro en la Plaza:
los toreros encanecen muy pronto, la mayoría cuando apenas han llegado a la
cuarentena. El dato me lo reveló Sebastián Palomo Linares en el patio de
cuadrillas de la plaza de toros de Valladolid, en una feria de San Mateo de
finales de los años 70, cuando le acerqué aquellos armatostes que manejábamos
los periodistas incipientes para grabar las entrevistas a los protagonistas de
la corrida y pregunté, sorprendido por la blancura de su abundante cabellera:
–¿A qué se deban esas canas tan prematuras, Sebastián?,
inquirí sin ánimo de ofender, pero sin cortarme un pelo.
–Es el miedo, amigo mío: a los toreros el miedo nos pone el
pelo a punto de nieve, me respondió Palomo, sin echar cuentas de mi
involuntaria impertinencia.
Sin embargo, tengo para mí que lo de las canas no deja de
ser anecdótico; lo que debe ser terrible es el trabajo, el esfuerzo, que ha de
soportar el corazón de los toreros en días de corrida. Un corazón de torero no
puede ser un corazón normal. Tiene que tener pericardio de doble cuerpo,
aurículas y ventrículos de generosa amplitud y, en general, una masa muscular
bien respetable. Ya lo dijo el músico que compuso el pasodoble al torero
alcalaíno de Madrid Luis Gómez El Estudiante: Con ese corazón de torero que
tiene usted…, encontrando, sin quererlo, el lema de la animosa partitura.
A un torero de mi generación, Sebastián Palomo Linares, le
ha fallado estrepitosamente el suyo: su corazón de torero. Varios infartos,
anginas de pecho o como diantres se llamen los fallos cardíacos en la jerga
enrevesada de quienes practican la medicina de nuestro tiempo, han llevado al
quirófano a este Palomo que tan alto voló en plena juventud… para sucumbir en
esa jaula que forma el enjambre del multicableado de la UCI, tras la cirugía
invasiva de una operación de no menos alto riesgo.
Ha muerto Palomo. Así, sin anestesia, se nos comunicó la
noticia cuando el sol de abril calentaba desde lo más alto la media mañana del
mes de abril. Noticia medio falsa, porque, en realidad, era una muerte
anunciada, pero no certificada hasta la mediatarde. La premura que acelera la
ansiedad por capturar la primicia en el periodismo, suele deparar estos revolcones
a los devotos de un estúpido primicismo. Palomo, lo diga quien lo diga, murió
cuando los médicos que le asistieron certificaron formalmente la fatal noticia.
Ni antes ni después.
Ahora vendrán los practicantes del elogio póstumo a
improvisar obituarios envueltos en un falso plañiderismo. Probablemente,
aquellos que se apuntaron al acoso y derribo del torero que hizo historia al
cortar el último rabo concedido hasta el momento en la Plaza de Las Ventas.
¡Cómo recuerdo aquella efeméride! Aquél crespón en la delantera de andanada,
aquéllas diatribas del desalmado de turno, aquella visceralidad hacia un premio
que se había otorgado a las grandes figuras de épocas pasadas, principiando por
el que paseó el novillero Pepe Valencia de un utrero –¿o era cuatreño?—de Pablo
Romero y acabando por el rabo que se ganó Curro Caro; o el que entre medias
cortó Alfredito Corrochano, el torero contertulio favorito de mi compañero
Andrés Amorós. Un montón de rabos se cortaron en Madrid, sin que nadie dude la
gloria de sus ilustres cortadores: Belmonte, Marcial, Manolo Bienvenida,
Lorenzo Garza o El Soldado y algunos más que podrán buscar ustedes en ese
espabilaburros de la moderna cibernética llamado Google. ¿Acaso temblaron los
cimientos de la Plaza de la Carretera de Aragón o la de Las Ventas? Pues, en el caso del rabo que Palomo Linares
paseó del toro Cigarrón de Atanasio Fernández, se desató un tsunami de tales
proporciones que, al parecer, aceleró la muerte del presidente de aquella
corrida memorable, el señor Panigua, que en paz descanse.
Sebastián Palomo Linares fue paradigma de lo que pudiéramos
llamar torero de raza. No se dejó ganar la pelea jamás, ni dentro ni fuera del
ruedo, siendo capaz de disputar el triunfo en el ruedo a la baraja de toreros
más importante del siglo XX –Viti, Puerta, Camino, El Cordobés…- y de
engallarse con uno de ellos, en directo, ante millones de espectadores en uno
de los programa más célebres de la Televisión Española.
Conocí a Palomo en plena ascensión al triunfo, con su
flequillo rebelde de mozuelo que no quiere perder la hierba de su boca. Lo
traté de cerca. Jugué con él al mus en Alameda de la Sagra y acabé compartiendo
partido de golf, juego en el que ambos no pasábamos de cortar una orejilla
ratera. Pero no puede decirse que fuéramos amigos, porque nuestra relación,
desde su primera etapa como matador de toros hasta el otro día que coincidimos
en una cena, era tan afectiva como puntual.
Me duele su muerte, porque la muerte cuando es sorprendente
y traumática te pega un calambrazo difícil de neutralizar. Le ha fallado su
corazón de torero enrazado, de jaque en guardia permanente que defiende la fama
y el prestigio que tanto le costó alcanzar. Y la gloria, a la que se ha ido
derechito, con la mochila de su leyenda bien cargada y afirmada a la espalda.
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