PACO AGUADO
Agoniza ya San Isidro, a falta de los últimos
cinco estertores de una feria paupérrima en casta y emociones. Puede que haya
sido la última de Taurodelta, o no, en tanto que la plaza, el epicentro taurino
del mundo pese a todo, saldrá a concurso el próximo otoño. Esperemos, al menos,
que los redactores del pliego de condiciones hayan tomado buena nota de todo lo
sucedido.
Porque, pese a los rebuscados y escasos clavos
ardiendo a que la prensa complaciente se ha agarrado de tarde en tarde para
vender la moto publicitaria, este último abono madrileño ha sido de los peores
de cuantos a uno le alcanza la memoria.
Básicamente, porque en esta feria del 600, que son
los kilos que han rondado y sobrepasado en la tablilla una mayoría de
ejemplares, ha fallado el toro estrepitosamente. Desfasados y mal hechos, casi
todos han dado el juego nulo que anunciaba su propia conformación física. Esa
misma que debía ser evidente desde que la propia empresa los eligió en el
campo.
Sólo algunos animales, entre los de hechuras más
armónicas y peso lógico, han dado un mínimo juego. Pero, aun así, bastaría con
los dedos de una mano y la mitad de los de la otra para señalar a los
verdaderamente bravos y encastados de entre más de una centena.
Es decir que, después de tantas décadas con un
problema ya encallecido, urge de una vez, por el bien del espectáculo y de la
propia Fiesta, unificar criterios entre empresa y veterinarios si queremos
frenar esta acelerada deriva hacia la nada que es hoy por hoy la plaza de toros
de Madrid.
Claro que otro de los graves males del toreo, como
también se ha manifestado en esta feria, está precisamente en el otro elemento
del espectáculo. Y es que el actual escalafón, con honrosas excepciones y con
el debido respeto a todos cuantos se ponen delante del toro, pasa por uno de
los peores momentos de las últimas décadas. Arriba y abajo. Figuras y no
figuras.
Puede que nos hallemos, efectivamente, en una fase
de transición y relevo generacional, pero, aunque la generalización siempre sea
injusta, durante todo este mes se ha palpado, con esa mayoría de toros
descastados pero también, ay, con los buenos, una extendida falta de fibra y de
sentimiento, cuando no una preocupante falta de capacidad resolutiva en esas
faenas salpicadas de efectismos y tan dilatadas como anodinas, guiadas
únicamente por los criterios de una técnica ultradefensiva.
Por mucho que, hasta ahora, haya que computar dos
salidas a hombros entre los de a pie –más achacables al sentimentalismo y a la sugestión
colectiva que a la auténtica intensidad del toreo–, casi todos los contados
momentos destacables del abono, seamos realistas, no han pasado de ser hitos
puntuales y menores, sin apenas impacto ni repercusión. Y que no se quedarán en
la memoria.
Pero es evidente que los redactores del pliego de
condiciones de Las Ventas que ya prepara el Centro de Asuntos Taurinos de la
Comunidad de Madrid no tienen en su mano la solución de esta palpable crisis
del espectáculo en un momento político, además, tan crispado y amenazador.
Y, del mismo modo, los criterios de puntuación de
las ofertas, que obligatoriamente han de ceñirse a aspectos objetivos para
respetar las leyes de contratación pública, no son suficientes para atajar
sobre el papel un problema sólo subsanable con la subjetividad del buen gusto y
de una sensata, desinteresada y menos mezquina visión a medio plazo por parte
del poder taurino.
Lo que sí puede hacer, al menos, la Comunidad de
Madrid, como propietaria y responsable en última instancia de una plaza tan
determinante para el toreo, es frenar el ciego y egoísta cortoplacismo de las
grandes empresas taurinas de nuestros días fijando en el concurso algunas
imposiciones innegociables y perfectamente "objetivas".
Por ejemplo, pese a los cantos de sirena que ya se
escuchan por boca de ganso, manteniendo férreamente el concepto de plaza de
temporada, ese que los "interesados" ya califican de
"irrentable" y que pretenden eliminar para que el año de toros de
Madrid se reduzca a dos o tres abonos de pingües beneficios sin una mayor
inversión de futuro.
De lo que se trata, en cambio, es de hacer también
rentable el resto de la temporada, los otros treinta y tantos festejos que
llenan los domingos y fiestas de guardar desde marzo a octubre, pero no limitándose
a llevar a mil y pico de turistas engañados a las entradas más caras, sino
volviendo a atraer a la afición con precios módicos y en horarios adaptados al
ocio y a la comodidad del común de las gentes.
Y se trata, sobre todo, en mitad de esta crisis
económica y política que ha arrasado con las corridas y las novilladas en
plazas de tercera, de ofrecer a los aspirantes y a la clase media y baja del
escalafón de matadores una verdadera oportunidad y una mínima posibilidad de
proyección y subsistencia. Y no hacerlo en San Isidro, como pasa últimamente en
algunos carteles de manera tan barata para la empresa como aberrante para el
propio toreo.
El sistema taurino, como el de todas las épocas
pero especialmente ahora, necesita de una plaza de Madrid sana y bien
administrada, que sirva de escaparate para la siempre necesaria renovación en
los carteles. Y eso exige trabajar con una mentalidad abierta y favorable al
sondear el campo y los escalafones, no las posibles comisiones de novilleros
desfasados y sin opciones, de tal manera que se ofrezca un espectáculo con un
mínimo de garantías de éxito para participantes y espectadores.
Es así como, visto lo visto, y quizá compensando
administrativamente con una reducción del canon en el único inmueble que da
beneficios al gobierno madrileño, el capítulo de promoción y mejoras debería
ser el más puntuado y valorado de un concurso de arrendamiento en el que el
toreo, y no sólo Las Ventas, se juega más de lo que parece.
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