La gran trilogía necesaria en el
arte del toreo
Tiene casi medio siglo a sus
espaldas. Pero el paso de los años no le ha hecho perder actualidad. Diríase
que hasta le da nueva vigencia. En lo que no llegó a ser polémica, porque no
tuvo respuesta, como contraposición a las tesis de Juan León expuestas en
"El Ruedo", ese intelectual y gran aficionado que fue don Luís
Bollaín Rozalem, estudioso como pocos del misterio belmontista, publicó un
clarificador artículo sobre qué debe entenderse por esa trilogía del
"parar, templar y mandar" como eje vertebral del arte del toreo.
Semejante fundamento no puede explicarse con un lenguaje más sencillo y más
torero. Con la visión que hoy se tiene, repasar la realidad de esos tres
elementos, de cuya conjunción nace el arte, constituye un ejercicio muy
recomendable.
Redacción www.taurologia.com
En EL RUEDO escribía Juan León un Pregón de Toros sobre el
"tópico" --así́ lo calificó él--
"parar, templar y mandar”, con promesa de seguir ocupándose del
tema en otros números.
Y yo, que llevo mucho tiempo sin pisar las arenas de este
RUEDO, y he permanecido callado ante otros muchos sugestivos temas de toros que
me han pasado por la cabeza y casi por las cuartillas, salgo ahora de mi rincón
silencioso. Más no por encender polémica. No --menos aún-- para soltar eI rollo
de mi "sapientísima lección". Vengo, sencillamente, a decir cómo veo
esa cosa tan fundamental en Tauromaquia --y tan lejana del tópico, si se
encauza bien-- que es el macizo e imperecedero soporte del arte de torear
Son pocos los que ignoran que "parar",
"templar" y "mandar" forman la trilogía del buen hacer
torero. Pero son menos aún los que saben que la tal trilogía, así presentada,
puede inducir al error de creer que torear es "parar", más
"templar", más "mandar"; como si esos tres infinitivos
fueran, a modo de sumandos independientes, de idéntico rango. Y no es así.
Parar
Cuando al artífice de la quietud torera le recomendaron
--allá en sus tiempos novilleriles-- que fortaleciese sus piernas para poder
correr, resumió en una apreciación tímida toda la honda significación del arte
del toreo:
--¡Pero si yo creí que el único que tenía que correr en la
plaza era el toro!
Exacto. El toro tiene que "correr"; el torero
tiene que "parar". Porque "parar" es, en esencia --como
antes dije--, torear. "Parar" es, "quitar" al toro sin
"quitarse" el torero. Es... el toreo
Puntualización importante. Pudiera parecer lógico que,
arrancando de esta verdad --irrebatible, a mi modo de ver--, razonásemos de
esta manera: si torear es "parar", el que aspire a ser torero --o el
que se precie de serlo-- ha de vivir bajo la idea obsesiva de la quietud. Y,
sin embargo --justamente porque "parar" nada tiene que ver con
"tancredear"—, ¡pobre del que, deslumbrado por el estatismo, se
obstina en permanecer sin moverse ante el toro! Más aún: sólo puede haber quietud
torera si el artista se despreocupa de la idea de estarse quieto.
Y esto es así, sencillamente, porque el "parar" no
puede "atraparse" por captación directa, por acción inmediata sobre
unas piernas... que no han de moverse. La quietud, para el torero --como la
gloria para el cristiano--, no se coge; se gana. No viene a la mano en
rectitud, sino que llega por la curva de la consecuencia. Se "para",
no porque el torero deje "quietos los pies", sino porque "mueve
los brazos"; porque, "moviendo los brazos", se ha ganado la
"quietud".
Luego "parar" --infinitivo primero-- no es
"estarse quieto", sino "poder estar
Templar
Lo dije antes:
—Por el "temple", hacia el "mando", y
por el "mando", hacia la "quietud".
De modo que la "quietud" arranca del
"temple".
Entiendo que "templar" es armonizar, hacer
concorde, poner al mismo ritmo el movimiento del engaño y la embestida del
toro. Mas para que la definición de temple --concordancia de movimientos-- sea
completa, es preciso añadir a ella estos dos ingredientes fundamentales: los
movimientos concordados de engaño y toro han de ser "lentos"; esa
lentitud ha de venir "impuesta" por el torero, el cual, en acto de
soberanía artística --y cuando de toro pronto se trate--, "rompe" la
marcha de su enemigo. En pocas palabras: pienso que hay, en el torero que
templa, algo de poder mágico del hombre sobre la fiera, en el sentido de hacer
qué ésta "frene" su embestir, ponga su acometida a un ritmo más lento.
El diestro que torea con temple mueve sus brazos --y con ello, el engaño-- a velocidad inicialmente menor que la
desarrollada por el toro. Este, por una especie de fascinación, "se pone
al compás" del capote o de la muleta. Una vez lograda esta sincronización
de movimientos del engaño y del toro --impuesta por aquél a éste--. Viene la
necesidad de mantener el ritmo, el compás, hasta el final de la suerte. Que es
el temple en su sentido más tangible.
Claro que el temple así entendido no es explicable
"científicamente"..., ¡gracias a Dios! Eso de "tirar de un toro
que no quiere ir”, o de --"más difícil todavía"-- rematar con
limpieza un lance que se inició a menor velocidad que la desarrollada por el
toro al arrancarse, es algo inaprehensible que sólo puede salir --pero que sale
no pocas veces --del rincón misterioso de los embrujos. Por eso pudo decir
confidencialmente Juan Belmonte:
—Yo toreé lentamente --con "temple belmontiano"--,
empujado a ello por mi modo de sentir el arte de torear. Moví el engaño a la
velocidad que me dictaba mi sentido del toreo, y luego..., ya veía usted: unas
veces el toro pasaba despacio y limpiamente, embebido en mi capote o en mí
muleta, y otras, "no me hacía caso", derrotaba en la tela o me cogía,
y el temple no asomaba por parte alguna. Pero no puedo explicar ni el porqué
del éxito, ni el porqué del fracaso. No sé decir qué hacía yo para que aquello
saliera bien..., cuando salía bien; o para que no saliera bien… cuando salía
mal.
Mandar
Si existe en el mundo algo que merezca ser repetido
machaconamente y hasta voceado a grandes gritos por la calle, ese algo es la
verdad irrebatible de que no hay más que un toreo, diversificado después
--variedad en la unidad-- por el distinto acento que en él pone cada artista.
Pero sólo un toreo: el toreo; el de "parar" a base de
"temple" y "mando"
Un hombre que ordena...; un toro que obedece... ¡Ya está!
Ante nosotros, el "mandar" torero: aquel verbo que nos faltaba para
dejar completa la trilogía indeclinable.
Lo digo una vez más: Por el "temple", hacia el
"mando´*..,
¡Naturalmente! Como que es el movimiento
"templado" de la tela lo que permite "mandar", lo que marca
el camino que el toro ha de seguir.
¿Ustedes no han "toreado" nunca a un perro con un
pañuelo? La "técnica" está en mover el pañuelo a una velocidad tan
perfectamente sincronizada con la "embestida" del chucho en ansias de
morder, que pañuelo y perro estén separados en todo instante por los mismos
escasos centímetros. Si el pañuelo se mueve rápido, la golosina se aleja y el perro,
al perderla, se para. Si se mueve lento, el perro alcanza el "bombón"
y lo muerde. Todo está, pues, en dar con el ritmo justo, con la pulsación
precisa, con la sincronización exacta. Si se consigue, el perro irá... por
donde el pañuelo lo lleve.
En pocas palabras: el "torero" del pañuelo hace lo
que quiere con el perro; lleva por donde quiere al perro; "manda" en
él. Pero manda gracias al ritmo del "temple". Porque cuando el
pañuelo no "templa" hay parón... o mordedura. No hay
"mando". No hay "toreo".
Y si del pañuelo blanco pasamos a la muleta roja o al capote
bicolor y del perro al toro, nos hallaremos ante un fenómeno de idéntico trazo.
El ansia de morder, en el perro, y de comer, en el toro, lanza a estos dos
animales en persecución, con celosa ceguera, de una presa codiciada, que
siempre llevan al alcance de su boca o de sus cuernos, pero que nunca logran
alcanzar. Y es justamente ese instinto de cornear o de morder, hábilmente
explotado por la técnica del "temple", lo que hace que germine el "mando",
y, con el "mando", el "toreo".
La rotación queda cerrada
Vemos, pues, que el "mando", servido por el
"temple", hace posible la "quietud". Pero aún falta algo; quizá lo más
trascendente. Me refiero a la "quietud" en su proyección, no sobre
las “suertes” aisladas, sino sobre las verónicas en serie unida, sobre los pases de muleta ensamblados en
"faena" ligada.
Quiero decir que, para hacer una conjugación perfecta del
verbo "parar", no basta con estar quieto --con poder estar quieto,
gracias al "mando"-- mientras el toro "pasa": es preciso
poder mantener esa quietud... entre pase y pase. Y esto sólo se consigue
rematando, a la perfección las suertes; dejando al toro, en cada remate, a la
distancia justa para que, sin enmienda del torero, sea posible provocar la
nueva embestida del toro.
Y ahora es cuando ya podemos decir que la trilogía torera ha
completado su rotación.
El toreo, técnicamente, es quietud.
Quietud, mientras el toro pasa.
Quietud, entre pase y pase.
"Quietud", que sirven los brazos, conjugando, con
"temple", el verbo "mandar".
¡Y si todo esto lo aderezamos con el "duende" del
"arte", con la sal y la pimienta del "sentimiento" y de la
"pasión"...!
© Luis Bollaín/1967. Publicado en El Ruedo, 28 de marzo de 1967.
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