jueves, 4 de agosto de 2016

DESDE EL BARRIO: "...2016"

PACO AGUADO

En su sempiterna gorrilla blanca Paco Cano llevaba siempre escrita a rotulador una inscripción que era una esperanza: "1912 a…". Esa fecha de su nacimiento, que él publicitaba con mayor presunción cuantos más años se pasaba del siglo de existencia, llevaba implícito un deseo de alargar más allá de los puntos suspensivos el remate de una vida intensa.

Y llegó 2016 para poner la triste, o alegre, solución a esa incógnita vital de casi 104 años que el menudo fotógrafo se tomaba día a día como un regalo más, con esa agradecida y férrea vitalidad que sólo ha estado al alcance de una generación de supervivientes a las etapas más duras de una centuria intensa y convulsa. 

Nació Cano en Alicante sólo unos meses después de que Gallito tomara la alternativa en Sevilla, y murió en Valencia siglo y pico después, justo a mitad de una temporada sembrada de dudas y plagada de incertidumbres sobre el futuro de una fiesta de los toros que ya no era la suya. Paco no pertenecía a este tiempo sin gloria en los medios y sin glamour en los tendidos.

Resistente a la digitalización y al falso arte de la fotografía con motor, cuando dejó los callejones no encontraba ya mucho que retratar más allá de la barrera, aunque tampoco a este otro lado: apenas horteras con dinero, famosos de medio pelo y unos pocos artistas sin carisma, a falta de mujeres esculturales y hombres de personalidad.

Hace un par de años que echábamos de menos su figura menuda recogiéndose apresuradamente en los burladeros, dándose coba entre toro y toro para, al toque de clarín, poner cara de susto y pegarse hasta el refugio esa carrerita con la que, ya centenario, le gustaba alardear de fuerza delante de las señoras, su verdadera "afición".

Desde los tiempos broncos de la Edad de Plata a los inanes de la masificación, las cámaras de Cano han guardado las luces y las sombras de ocho décadas del toreo, pero bajo su gorrilla, nunca reveladas, estaban también las imágenes de las vivencias luminosas y oscuras, de puertas adentro, de todas ellas.

Ahora que los toros siguen dando cornadas tan fuertes como la que acabó con su amigo Manolete, y cuando algunas histéricas cantan como "históricas" faenas que no darían ni para medio de sus reportajes, Cano se ha ido soñando con la más bella animalidad de Ava Gardner y pensando en la pizpireta Lollobrígida, evocando borracheras con el borracho Hemingway y tertulias con el sabio Orson Welles. Y, visto lo visto, también añorando las risas que se pegaría Luis Miguel a costa del patético taurinismo de nuestros días.

Aunque la actualidad nos obligue a hablar de otros asuntos, es mejor, para no amargarse, acordarse de Cano y del cariño que desbordaba. De su memoria incólume, de su mirada pícara, de su sabiduría prudente, de su imagen de símbolo permanente de otro tiempo menos pragmático y más auténtico.

Porque ahora que las grandes pero débiles empresas del siglo XXI echan por delante a sus voceros para quejarse del pliego de Las Ventas, cuando el temple se confunde con el tocino y la bravura con las complicaciones, cuando la variedad en las formas ha matado la esencia del fondo y el arte se trastoca en cursilería, la marcha de Paco Cano, como la de Fermín Bohórquez, supone la pérdida de los únicos restos de memoria viva que le quedaban al mejor toreo.

Quedan, eso sí, las imágenes de su caótico archivo. Pero si alguien consigue la hazaña de ordenarlas, a pesar de todo nos faltara sus explicación, el pie de foto que las sitúe y nos amplíe la información más allá del tópico ratonero de las orejas cortadas a que acostumbra el anodino y servicial periodismo taurino de nuestros días.

Faltará, y cada vez más, gente como Cano, con esa memoria fresca y profunda que nos ayude a reconocernos a nosotros mismos. Y que, entre tanta tergiversación de adjetivos grandilocuentes junto a fotos malas, nos aporte las referencias para poder llamar a cada cosa por su nombre.

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