PACO AGUADO
En su sempiterna gorrilla blanca Paco Cano llevaba siempre
escrita a rotulador una inscripción que era una esperanza: "1912 a…".
Esa fecha de su nacimiento, que él publicitaba con mayor presunción cuantos más
años se pasaba del siglo de existencia, llevaba implícito un deseo de alargar
más allá de los puntos suspensivos el remate de una vida intensa.
Y llegó 2016 para poner la triste, o alegre, solución a esa
incógnita vital de casi 104 años que el menudo fotógrafo se tomaba día a día
como un regalo más, con esa agradecida y férrea vitalidad que sólo ha estado al
alcance de una generación de supervivientes a las etapas más duras de una
centuria intensa y convulsa.
Nació Cano en Alicante sólo unos meses después de que
Gallito tomara la alternativa en Sevilla, y murió en Valencia siglo y pico
después, justo a mitad de una temporada sembrada de dudas y plagada de
incertidumbres sobre el futuro de una fiesta de los toros que ya no era la
suya. Paco no pertenecía a este tiempo sin gloria en los medios y sin glamour
en los tendidos.
Resistente a la digitalización y al falso arte de la
fotografía con motor, cuando dejó los callejones no encontraba ya mucho que
retratar más allá de la barrera, aunque tampoco a este otro lado: apenas
horteras con dinero, famosos de medio pelo y unos pocos artistas sin carisma, a
falta de mujeres esculturales y hombres de personalidad.
Hace un par de años que echábamos de menos su figura menuda
recogiéndose apresuradamente en los burladeros, dándose coba entre toro y toro
para, al toque de clarín, poner cara de susto y pegarse hasta el refugio esa
carrerita con la que, ya centenario, le gustaba alardear de fuerza delante de
las señoras, su verdadera "afición".
Desde los tiempos broncos de la Edad de Plata a los inanes
de la masificación, las cámaras de Cano han guardado las luces y las sombras de
ocho décadas del toreo, pero bajo su gorrilla, nunca reveladas, estaban también
las imágenes de las vivencias luminosas y oscuras, de puertas adentro, de todas
ellas.
Ahora que los toros siguen dando cornadas tan fuertes como
la que acabó con su amigo Manolete, y cuando algunas histéricas cantan como
"históricas" faenas que no darían ni para medio de sus reportajes,
Cano se ha ido soñando con la más bella animalidad de Ava Gardner y pensando en
la pizpireta Lollobrígida, evocando borracheras con el borracho Hemingway y
tertulias con el sabio Orson Welles. Y, visto lo visto, también añorando las
risas que se pegaría Luis Miguel a costa del patético taurinismo de nuestros
días.
Aunque la actualidad nos obligue a hablar de otros asuntos,
es mejor, para no amargarse, acordarse de Cano y del cariño que desbordaba. De
su memoria incólume, de su mirada pícara, de su sabiduría prudente, de su
imagen de símbolo permanente de otro tiempo menos pragmático y más auténtico.
Porque ahora que las grandes pero débiles empresas del siglo
XXI echan por delante a sus voceros para quejarse del pliego de Las Ventas,
cuando el temple se confunde con el tocino y la bravura con las complicaciones,
cuando la variedad en las formas ha matado la esencia del fondo y el arte se
trastoca en cursilería, la marcha de Paco Cano, como la de Fermín Bohórquez,
supone la pérdida de los únicos restos de memoria viva que le quedaban al mejor
toreo.
Quedan, eso sí, las imágenes de su caótico archivo. Pero si
alguien consigue la hazaña de ordenarlas, a pesar de todo nos faltara sus
explicación, el pie de foto que las sitúe y nos amplíe la información más allá
del tópico ratonero de las orejas cortadas a que acostumbra el anodino y servicial
periodismo taurino de nuestros días.
Faltará, y cada vez más, gente como Cano, con esa memoria
fresca y profunda que nos ayude a reconocernos a nosotros mismos. Y que, entre
tanta tergiversación de adjetivos grandilocuentes junto a fotos malas, nos
aporte las referencias para poder llamar a cada cosa por su nombre.
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