PACO AGUADO
En plena temporada española, entre el fragor de viajes,
festejos, estadísticas, faenas "históricas", indultos, fracasos
tapados y demás resultados amontonados del verano, se nos ha pasado, casi como
una noticia más, o menos, el que en puridad puede ser uno de los hitos más
relevantes del año.
Un hecho quizá anecdótico, si aplicamos para valorarlo el
baremo del taurinismo más rutinario y aislado del resto del mundo, pero seguro
que de mucho mayor calado que millares de orejas baratas desde el punto de
vista humano. Porque el gesto, en sí mismo y más allá de su tratamiento
periodístico, trasciende los estrechos límites de las plazas de toros.
El caso es que con 45 años de edad -que la señora no cae en
la coquetería frívola de negarlos- y 17 después de su precipitada retirada,
Cristina Sánchez, casada y madre de familia, diseñadora de moda, empresaria y
comentarista de televisión, se volvió a enfundar el pasado sábado el vestido de
torear para enfrentarse a dos cuatreños y a dos figuras del toreo en la plaza de
Cuenca.
La rubia torera de Parla, la maestra avanzada que llegó
donde nunca imaginaron las incomprendidas pioneras que la precedieron, volvió a
ser reina por un día, del ruedo y de sí misma. Y con una majestuosa generosidad
añadida que extendió y se repartió a los hospitales, en cuanto que donó todos
sus honorarios a la investigación del cáncer infantil, la lacra que desgarra el
alma de otras madres abnegadas en la dura lidia de la vida cotidiana.
Y no sólo triunfó, que el gesto ya era en sí mismo un éxito
personal, sino que, torera y femenina, pletórica y resplandeciente, con una
figura envidiable y una sonrisa permanente en sus labios se dio el gusto de
torear con reposo, de rebuscar entre sus sentimientos los viejos sabores
agridulces en su reencuentro con el miedo y la incertidumbre. Y de paladear en
quince o veinte pases asentados y pulseados el eterno veneno de la
drogodependencia taurina.
No lo hizo Cristina por dinero, sino que buscaba aplacar esa
ansiedad eterna de quien ha vivido al límite antes que en la placidez de un
hogar bien estructurado. Y, como ella misma aseguró, por dar a sus dos hijos,
de quince y trece años, una lección práctica y extrema, sin duda inolvidable y
permanente, sobre el esfuerzo y los valores que habrán de aplicar el resto de
su vida como personas íntegras.
Como una madre coraje, ese que le lleva a defender la
tauromaquia ante los insultos que, por la madre que los parió, sus dos chavales
tienen que escuchar de sus compañeros de colegio, Cristina dijo sí a la
sugerencia del empresario Maximino Pérez y se dio por completo a una
preparación intensiva. Y durante unos meses el campo, el físico y la técnica
del toreo les pelearon mimos y dedicación a esos dos chavales que ya torearon
dentro de su vientre y a los que llegó a amamantar vestida de corto después de
algún tentadero.
Imágenes como esas, las de un torero que no renuncia a su
doble condición de mujer y de madre sino que la compagina con su arriesgada
pasión, se escapan, por atípicas, por inusitadas, por imposibles de clasificar,
a la estrecha mentalidad de esta sociedad de tópicos y falso buenismo. Pero
tienen la grandeza y la autenticidad de quienes a golpe de ejemplos vitales han
sido capaces de mover el mundo y hacerlo evolucionar por encima de modas y
costumbres.
Vendrán después los taurinitos y los cansinos aficionados de
catón a quitar importancia a esta puntual hazaña personal, a este ejemplo de
raza femenina, por aquello de que si la corrida, que si la plaza y demás
sandeces de torpe ceguera mental. Pero Cristina sabe, aunque vuelva a la
reserva activa, a preparar cenas y a repasar deberes, que sigue en vanguardia
de una lucha que la hizo heroína y la mantiene en una latente tensión vital
como mujer.
Ahora que tanto se habla, se sermonea y se trabaja por la
igualdad de género, si este país no estuviera apestado de tontería, los
colectivos y las oenegés del ramo deberían estar recaudando fondos para
levantarle un monumento a esta hembra ejemplar.
Porque hace ya más de tres décadas que lleva haciendo más
por la causa de la mujer, en los ruedos ante el toro y en los despachos ante
los decimonónicos taurinos, que todas esas campañas sensibleras de millones de
euros y aun que miles de feministas airadas y con sobacos sin rasurar.
Pero seguro que nada de esto le importa un bledo a Cristina,
que no necesita más de homenajes y más reconocimientos que el que, en una
grandiosa imagen absolutamente inédita en la historia del toreo, le hicieron
sus propios hijos sacándola a hombros de ese estrado de arena donde, madre coraje,
les impartió, con el ejemplo, la que quizá sea la lección más importante de su
existencia.
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