PACO AGUADO
Tan admirado como odiado, tal es el sino de los
verdaderamente grandes, José Tomás torea siempre en su clamoroso silencio,
aunque cada tarde de las pocas en que aparece en el ruedo público le acompaña
un vendaval de ruido. Exactamente, el ruido mediático de estos tiempos sin
norte, tan estridente que convierte todo lo que arrasa en una demencial
ceremonia de confusión y de intereses.
Extraña época del toreo ésta en la que la armonía de la más
pura música callada se intenta abucharar con una "hecatombe
armónica", desconcertante concierto de grillos mojados que cantan el rento
y de una técnica de trileros (esos listos que preguntan "¿dónde quedó la
bolita?") y que, como en un mal guión de serie B, proclaman drama, duelos
y quebrantos donde sólo existe el riesgo,
asumido e incomparable, de la autenticidad que más incomoda a la
comprada corrección política del negocio taurino.
Por eso mismo, dentro de esa ley no escrita, pero
borreguilmente acatada entre gran parte de la prensa (?) taurina (?) de
nuestros días, en ese obligado y sistemático "to er mundo es güeno"
por la subsistencia bajo mínimos, es precisamente el más "güeno" de
todos quien se convierte en el enemigo a batir, en el anatema de la mediocridad
extendida y reaccionaria que sigue viviendo pendiente de los gustos y las
propinas del señorito.
El buen y el mejor toreo es precisamente el mal y el peor
ejemplo para estos nuevos expertos en modas toreras, catacaldos sin olfato que
paladean y se regodean en el retrogusto de las salsas variadas con que se tapa
la falta de sustancia de la tauromaquia insípida y de memoria efímera.
Y es que las evidencias tomasistas resultan tan demoledoras,
tan peligrosas y tan dañinas para las mentiras rentables que los voceros no
tienen más opción que gritar de dolor al ver como en cada paseíllo del hereje
se desmorona otra planta más de su confusa e interesada torre de Babel.
El esbirro y el pedante, esos que decía Machado que creen
que "saben porque no beben el vino de las tabernas", no son capaces
ya ni de reconocer el toreo grande en los talones asentados, en la figura
natural y la cintura acompasada y flexible, en las muñecas dúctiles, en la
dulzura de los vuelos de capotes y de muletas.
Ni saben si quiera, de tan revolcados en sus propios lodos,
ver ante sus propios ojos el verdadero valor que se asoma, humilde pero digno,
tras el aguante impávido, tras la actitud serena de quien pasa serenamente las
líneas rojas para imponer la razón y no la fuerza.
Pocos de entre la tropa que defiende el castillo de arena se
atreven a señalar el auténtico mérito del toreo más allá de las apariencias de
esfuerzo, de la tensión de los músculos crispados, de la esgrima de navaja y
manta estribera o de la trayectoria centrífuga de la maestría refugiada detrás
de la mata.
Y menos aún son los que pueden distinguir el arte más
trascendente entre los matorrales y las flores marchitas de las cursiladas
operísticas, las posturas para posados de fotógrafo de bodas, los pizzicatos de
jindama y los besugos a la espalda.
Con tanto ruido de plañideras, cotillas y vecindonas, a
fuerza de chillidos de groupies histéricas y berridos de hinchas deportivos, es
así, efectivamente, como la brutal armonía del toreo sale derrotada cada tarde
en los marcadores simultáneos de casquería peluda, en esos titulares que, como
neones de carretera secundaria, pretenden hacer pasar por "faenones"
los que no pasan de ser vulgares y sudorosos trabajos destajistas.
Pero, tristemente, quien más pierde en este siquiátrico es
siempre el toreo, la propia esencia de la tauromaquia, que se va quedando
arrinconada por la tergiversación de los conceptos, por la falsificación del
lenguaje, por la barata grandilocuencia de estos catetos tomboleros de feria
que, con ese ruido ensordecedor que anula las conciencias, ganan más con los
gatos que con las liebres.
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