El torero alicantino cuaja una
importante faena a un encastado toro de Juan Pedro Domecq que Illumbe solo
valoró con una oreja. *** Puerta grande para el joven matador de Barajas con el
excepcional y bravo sexto.
López Simón |
ZABALA DE LA SERNA
Diario ELMUNDO de
Madrid
@zabaladelaserna
Foto: EFE
Vino José María Manzanares a cambiarle el destino aciago a
la tarde oscura. Y a someter la bravura de «Varapalo», su casta encendida, su
hierro candente. Ninguna broma con el toro de Juan Pedro, que reivindicaba con
sus hechuras concentradas y su fondo fogoso todo lo que en sus hermanos se
había ausentado. La solidez de Manzanares asentado pulió las embestidas
iniciales y un tanto rebrincadas. Que exigían poder. Y poder sacó el torero.
Poder para someter, conducir largo, vaciar allí las chispas que pretendían un
incendio.
Conforme las cosas se le hicieron en orden, el juampedro respondió.
Ni una vez Josemari se dejó tocar la muleta por el punteo que, poco a poco,
iría desapareciendo. Para cuando presentó la mano izquierda el carácter del
toro parecía ya otro, aún con alma brava y mucho por torear. Los naturales
tuvieron el sello de Madrid, la importancia del enemigo y la personalidad de
Manzanares. El pasodoble de Dávila Miura inundaba la plaza de torería. En
verdad os digo que cuando amanecieron las últimas tandas de derechazos, la
bravura se había limpiado de espinas y reducido la velocidad. Brotaba el toreo
más hermoso. Un cambio de mano resultó colosal. Como un pase de pecho para la
eternidad.
Quedaba la rúbrica de la espada infalible manzanarista.
Quiso ejecutar la suerte de recibir y quedó media estocada en todo lo alto.
Manzanares se lamentó como si aquello fuese desdoro. «Varapalo» se tambaleaba
moribundeando la gloria de la casta. Y rodó sin puntilla. Los tendidos
abandonados hasta entonces de ilusiones frenaron su petición en una sola oreja.
No conscientes quizá del calado de lo acontecido.
Las dos orejas se las reservaron para López Simón. El sexto
traía también otras líneas, otro nombre, diferente gloria y distinta bravura:
la categoría de la excelencia y la calidad de la clase se manifestaron en «Obsequioso».
Un regalo de Juan Pedro para tapar todo lo anterior menos a «Varapalo». Trapío
en los dos como en ninguno antes.
López se desquitó de la bíblica chapa que había pegado con
un juampedro colorado de vida ausente y erigió su verticalidad de poste. Una
firmeza que transmite calambre a las gentes, una quietud que se impone desde
cualquier colocación. No paró «Obsequioso» de responder a todo con un tranco
generoso, un ritmo perfecto, una humillación de libro.
Simón descolgado de hombros en los embroques, cuando la emoción
surge, cuando adquiere su idea cuerpo antes de que el muletazo breve suelte la
embestida y gire sobre los talones para suplir la cintura enyesada. Tal que así
por una y otra mano. Por delante y alguna vez por detrás. Hasta que,
enloquecida Illumbe, se sacó el toro al mismo platillo, y con esa forma suya de
atacar el volapié tan en largo cobró un espadazo en la yema. Consumaba LS su
baraka y su esfuerzo. Lastimosamente se olvidaron los aficionados donostiarras
de pedir la vuelta al ruedo para «Obsequioso».
Haciendo caso a los gitanos y su axioma de los principios,
la corrida había empezado gafada. No ya porque vendido el abono hace un mes y
acabado ayer el papel, decían, por los altos de Illumbe faltasen mil personas,
sino porque el juampedrito de apertura no sostenía su leve cuerpo. Devuelto en
justicia, el sobrero asomó un cuarto de lengua en la quinta verónica de Enrique
Ponce en los medios y en la solemne media. Desafortunado sino el de Ponce, a
quien se le enceló el toro en el caballo para acabar de dejarse el escaso
aliento, le cayó la montera boca arriba y finalmente vio cómo se le partía una
mano al animalito. Hubo quien lo interpretó como un intento de suicidio, un
mátame pero no sigas.
No se enderezó el sino de la corrida (todavía) ni el de Enrique
Ponce con otro Juan Pedro muy despegado del piso y ajeno a la raza. Otro de
apoyos inestables y poder menguado. Brindó Ponce a la soprano Ainhoa Arteta,
como un guiño a su futuro Crisol melómano. No sonó sin embargo más que un
chasquido en el prólogo de faena. Como un crujido de huesos. Tal vez las
banderillas. Ni posibilidades de lucimiento ni de ninguna banda sonora en
escenario de tan magnífica acústica.
En el limbo de la nada se quedó el desentendido segundo con
el viejo hierro de Veragua. Alto de cruz y lavado de cara. Manzanares lo trató
con generosa distancia, ofreciéndole la pantalla de su muleta. Y así por la
derecha le hacía girar en la rueca, tapándole la desgana y la triste y nula
humillación sobre la mano derecha. Cómo lo sentiría el torero, que se decidió a
alegrar aquello con unas manoletinas, tan fuera de su repertorio. El cambio de
mano por la espalda y el pase de pecho como notable resolución de la manolas
antecedieron a una inapelable estocada, marca de la casa. Después ya se ha contado.
Manzanares fue coloso, eco de chicuelinas antiguas, herencia de sangre, un
bosque en llamas.
JUAN PEDRO DOMECQ | Ponce, Manzanares y López Simón
Toros de Juan Pedro Domecq,
sobrero incluido (1º bis), de desigual presentación; destacaron el encastado 5º
y el bravo y excepcional 6º sobre un conjunto ayuno de poder y fondo.
Enrique Ponce, de grana y oro. Pinchazo y dos descabellos
(silencio). En el cuarto, tres pinchazos y estocada pasada y atravesada y
descabello. Aviso (silencio).
José María Manzanares, de azul marino y oro. Estocada (saludos).
En el quinto, media estocada en lo alto en la suerte de recibir (oreja).
López Simón, de negro y plata. Bajonazo (silencio). En
el sexto, estocada (dos orejas). Salió a hombros.
Plaza de toros de Illumbe. Martes, 16 de agosto de 2016. Última de
feria. Casi lleno.
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