Las
tardes del 1 de junio y 5 de octubre -ante seis toros- del maestro extremeño en
Madrid marcaron la temporada que ahora se recuerda con inmensa nostalgia.
ZABALA DE
LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL
MUNDO de Madrid
La huella de la genialidad de Antonio Ferrera en
Madrid sobrevivirá al tiempo que detuvo. Sus sábados de gloria de 2019
permanecerán como fechas de estudio de lo inaprensible. Como flores únicas e
inmarchitables. Pues en sábado cayeron las tardes gloriosas del 1 de junio y el
5 de octubre. La primavera y el otoño comunicados por el río subterráneo de las
fuentes secretas del toreo, manantiales de lo antiguo, volcanes de pasión.
Nadie entenderá la antología otoñal de febril creatividad ante el desierto de
seis toros -como ya le conté a mi amigo Joaquín Arjona en Tauro- sin la
primaveral cita previa con la locura. Un manicomio fue la plaza de Madrid. Que
enmarcó las dos sinfonías celestiales que se desbordaron por el arco terrenal
de su Puerta Grande.
Recupero la catarata de emociones que se sucedieron
en los primeros 21 minutos del 1 de junio. Como si fueran los 21 gramos que
dicen que es el peso del alma. Ferrera levitaba ingrávido, abandonado su
cuerpo, en una creación incatalogable, fuera de todos los moldes, ajena a los
cánones de la realidad. Una faena daliniana, surrealista, lisérgica: una
tonelada de LSD en vena. La creación que soñó Dalí entre relojes derretidos y
tigres en la cabeza. La faena más maravillosa y libre, extracorpórea, de las
últimas décadas. Aquel eco ronco de oles locos atravesará la dimensión espacio
temporal y aún se oirá en el silencio del Universo cuando ya no quede nada
sobre la tierra.
Transcurrieron los meses, se agostó el verano y el
5 de octubre anunció de nuevo a Antonio Ferrera en la plaza de Madrid. Solo. Un
gesto, un reto, un salto al vacío. Desde 2008 las encerronas, como llaman a las
corridas de único espada, se contaban por fracasos. Uno detrás de otro:
Alejandro Talavante por dos veces, El Cid, Miguel Abellán, Daniel Luque, Iván
Fandiño (q.e.p.d). Ferrera se convertiría en él quincuagésimo matador de toros
-no cuento la hazaña a caballo de Diego Ventura- en afrontar el K-2 de la
soledad desde que Antonio Bienvenida inauguró la travesía en 1947. Muchos
fueron los llamados y muy pocos los elegidos. Ya figura Antonio entre ellos.
Ferrera convirtió la corrida en una espectáculo
total. Y la dotó de un ritmo excepcional, con una creatividad febril y un
dominio hipnotizante de la lidia y sus tempos. No vayan a la simpleza
resultadista, al marcador y la dos orejas. Que no reflejan el todo, el absoluto
del mundo ferrerista. La errática espada, es verdad, sembró la incertidumbre y
la agonía de lo numérico. Nada resquebrajó la solidez mental del maestro cuando
el acero dinamitaba las más sólidas faenas, hechas a golpes de corazón. La luz de
la inteligencia desbrozó siempre el camino de oscuridades.
La decisión de que los tres últimos toros fueran
los de Victoriano del Río -cuarto y sexto- y Domingo Hernández -quinto- no
sería baladí, sino vital. Pero incluso en los toros que no se prestaron
-Alcurrucén y Adolfo- el sentido de la medida jamás abandonó a AF. Ni la
torería de los adornos, ni los recursos más toreros. El quid de la cuestión, la
madre del cordero, la clave del éxito, residió en la máxima reducción de los
espacios muertos, en el ritmo frenético y la creatividad febril. Aquello fue la
refutación de la quietud, las viejas tauromaquias en movimiento, la
improvisación permanente y controlada. Qué oxímoron más peculiar: improvisación
controlada.
Ese modo de entender el quite en su sentido
primigenio -quitar el toro del caballo- concentró en los terrenos próximos a la
segunda raya de picar el fuego de las largas, el incendio de los faroles, las
explosiones de los galleos. Y el burbujeo de la lava mexicana de las
caleserinas Y el oro fundido del quite de Ortiz. Evitada la necesidad
contemporánea de conducir a los toros a las afueras para crear y volverlos a
colocar en el peto, con el sobrante de capotazos inútiles y minutos de la
basura que implica, fue una medida luminosa, lúcida y determinante: Ferrera
impuso el viejo ritmo del toreo de los albores del siglo XX como una moderna
heterodoxia. Como interruptor del compendio deslumbrante de un espectáculo
único, el verdadero Circo del Sol del Siglo XXI. La vida y la muerte bailaban
danzas gallistas.
Escribía recientemente el historiador José Luis
Ramón con indudable acierto: "Recordaba todo lo que he leído y visto en
vídeo sobre la histórica tarde de Gallito en 1914 en Madrid con siete toros de
Vicente Martínez, y también todo lo que vi, viví y sentí el 2 de mayo de 1996
con Joselito (...) Y no dejo de tener la impresión de que Gallito en su
momento, Joselito en el suyo y Ferrera ahora han alcanzado momentos cenitales
en la historia del toreo". Más allá del triunfo apoteósico, Ramón sitúa la
raíz del árbol de la sabiduría en "la manera de estar en la plaza y con
los toros, de la forma de hacer frente a la tarde, el profundo sentido de la
lidia y del espectáculo y también de abandonarse a la improvisación".
Las nuevas sendas por las rutas antiguas que abrió
Antonio Ferrera alcanzarán su auténtica y exacta transcendencia cuando la
historia mire hacia atrás y ya no quede nada sobre la tierra.
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