jueves, 2 de abril de 2020

HITOS - El otoño de Antonio Ferrera, la huella de un genio en 2019

Las tardes del 1 de junio y 5 de octubre -ante seis toros- del maestro extremeño en Madrid marcaron la temporada que ahora se recuerda con inmensa nostalgia.
 
ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL MUNDO de Madrid

La huella de la genialidad de Antonio Ferrera en Madrid sobrevivirá al tiempo que detuvo. Sus sábados de gloria de 2019 permanecerán como fechas de estudio de lo inaprensible. Como flores únicas e inmarchitables. Pues en sábado cayeron las tardes gloriosas del 1 de junio y el 5 de octubre. La primavera y el otoño comunicados por el río subterráneo de las fuentes secretas del toreo, manantiales de lo antiguo, volcanes de pasión. Nadie entenderá la antología otoñal de febril creatividad ante el desierto de seis toros -como ya le conté a mi amigo Joaquín Arjona en Tauro- sin la primaveral cita previa con la locura. Un manicomio fue la plaza de Madrid. Que enmarcó las dos sinfonías celestiales que se desbordaron por el arco terrenal de su Puerta Grande.

Recupero la catarata de emociones que se sucedieron en los primeros 21 minutos del 1 de junio. Como si fueran los 21 gramos que dicen que es el peso del alma. Ferrera levitaba ingrávido, abandonado su cuerpo, en una creación incatalogable, fuera de todos los moldes, ajena a los cánones de la realidad. Una faena daliniana, surrealista, lisérgica: una tonelada de LSD en vena. La creación que soñó Dalí entre relojes derretidos y tigres en la cabeza. La faena más maravillosa y libre, extracorpórea, de las últimas décadas. Aquel eco ronco de oles locos atravesará la dimensión espacio temporal y aún se oirá en el silencio del Universo cuando ya no quede nada sobre la tierra.

Transcurrieron los meses, se agostó el verano y el 5 de octubre anunció de nuevo a Antonio Ferrera en la plaza de Madrid. Solo. Un gesto, un reto, un salto al vacío. Desde 2008 las encerronas, como llaman a las corridas de único espada, se contaban por fracasos. Uno detrás de otro: Alejandro Talavante por dos veces, El Cid, Miguel Abellán, Daniel Luque, Iván Fandiño (q.e.p.d). Ferrera se convertiría en él quincuagésimo matador de toros -no cuento la hazaña a caballo de Diego Ventura- en afrontar el K-2 de la soledad desde que Antonio Bienvenida inauguró la travesía en 1947. Muchos fueron los llamados y muy pocos los elegidos. Ya figura Antonio entre ellos.
Ferrera convirtió la corrida en una espectáculo total. Y la dotó de un ritmo excepcional, con una creatividad febril y un dominio hipnotizante de la lidia y sus tempos. No vayan a la simpleza resultadista, al marcador y la dos orejas. Que no reflejan el todo, el absoluto del mundo ferrerista. La errática espada, es verdad, sembró la incertidumbre y la agonía de lo numérico. Nada resquebrajó la solidez mental del maestro cuando el acero dinamitaba las más sólidas faenas, hechas a golpes de corazón. La luz de la inteligencia desbrozó siempre el camino de oscuridades.

La decisión de que los tres últimos toros fueran los de Victoriano del Río -cuarto y sexto- y Domingo Hernández -quinto- no sería baladí, sino vital. Pero incluso en los toros que no se prestaron -Alcurrucén y Adolfo- el sentido de la medida jamás abandonó a AF. Ni la torería de los adornos, ni los recursos más toreros. El quid de la cuestión, la madre del cordero, la clave del éxito, residió en la máxima reducción de los espacios muertos, en el ritmo frenético y la creatividad febril. Aquello fue la refutación de la quietud, las viejas tauromaquias en movimiento, la improvisación permanente y controlada. Qué oxímoron más peculiar: improvisación controlada.

Ese modo de entender el quite en su sentido primigenio -quitar el toro del caballo- concentró en los terrenos próximos a la segunda raya de picar el fuego de las largas, el incendio de los faroles, las explosiones de los galleos. Y el burbujeo de la lava mexicana de las caleserinas Y el oro fundido del quite de Ortiz. Evitada la necesidad contemporánea de conducir a los toros a las afueras para crear y volverlos a colocar en el peto, con el sobrante de capotazos inútiles y minutos de la basura que implica, fue una medida luminosa, lúcida y determinante: Ferrera impuso el viejo ritmo del toreo de los albores del siglo XX como una moderna heterodoxia. Como interruptor del compendio deslumbrante de un espectáculo único, el verdadero Circo del Sol del Siglo XXI. La vida y la muerte bailaban danzas gallistas.

Escribía recientemente el historiador José Luis Ramón con indudable acierto: "Recordaba todo lo que he leído y visto en vídeo sobre la histórica tarde de Gallito en 1914 en Madrid con siete toros de Vicente Martínez, y también todo lo que vi, viví y sentí el 2 de mayo de 1996 con Joselito (...) Y no dejo de tener la impresión de que Gallito en su momento, Joselito en el suyo y Ferrera ahora han alcanzado momentos cenitales en la historia del toreo". Más allá del triunfo apoteósico, Ramón sitúa la raíz del árbol de la sabiduría en "la manera de estar en la plaza y con los toros, de la forma de hacer frente a la tarde, el profundo sentido de la lidia y del espectáculo y también de abandonarse a la improvisación".

Las nuevas sendas por las rutas antiguas que abrió Antonio Ferrera alcanzarán su auténtica y exacta transcendencia cuando la historia mire hacia atrás y ya no quede nada sobre la tierra.

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